Él se rió y se encaramó a un montón de rocas resbaladizas. Al verle contemplando las aguas grises del invierno, con la cabeza echada atrás y sus cabellos rubios flotando al viento, Molly se quedó sin aliento.
Durante el resto de la caminata, ella se olvidó de ser odiosa y se divirtieron mucho. Cuando regresaron a la casa, los dientes le castañeteaban por el frío, pero todas sus partes femeninas ardían.
Kevin se quitó el abrigo y se frotó las manos.
– Si no te importa, me meteré en tu bañera.
Ella hubiera preferido que se metiese en su cuerpo, pero se limitó a decir:
– Tú mismo. Yo tengo que volver al trabajo.
Tras subir a toda prisa al desván, Molly recordó lo que Phoebe le había dicho una vez.
«Cuando te has criado como nosotras, Molly, el sexo intrascendente es como un foso de serpientes. Nosotras necesitamos un amor que nos llegue al alma, y puedo asegurarte que eso no se encuentra saltando de cama en cama.»
Aunque Molly jamás había saltado de cama en cama, sabía que Phoebe tenía razón. Pero ¿qué se suponía que tenía que hacer una mujer de veintisiete años con un cuerpo sano y sin un amor que le llegase al alma? Si al menos Kevin se hubiese comportado como alguien superficial y estúpido durante la excursión… Pero no había hablado de fútbol ni una sola vez. Se habían pasado la mañana hablando de libros, de la vida en Chicago, y de su pasión mutua por la película This Is Spinal Tap.
No podía concentrarse en Daphne, así que abrió su ordenador portátil para trabajar en «Darse el lote: ¿hasta dónde se puede llegar?». El tema la deprimió aún más.
Durante su tercer año en la universidad se había hartado de esperar la Gran Historia de Amor, por lo que había decidido olvidarse de un amor profundo y se había dedicado al cuidado profundo de un chico con el que llevaba saliendo un mes. Pero perder la virginidad había sido una equivocación. La aventura la había dejado deprimida, y había visto que Phoebe tenía razón. Ella no estaba hecha para el sexo intrascendente.
Pocos años más tarde, se había convencido a sí misma de que finalmente había conocido a un hombre que le importaba lo bastante como para volverlo a intentar. Era un hombre inteligente y cariñoso, pero la dolorosa tristeza que la invadió después de esa aventura tardó meses en desaparecer.
Había tenido una serie de novios desde entonces, pero ningún amante, y había hecho todo lo posible por sublimar sus impulsos sexuales esforzándose en el trabajo y entregándose a buenas amistades. Tal vez la castidad estuviera pasada de moda, pero el sexo era un auténtico atolladero emocional para una mujer que no había conocido el amor hasta los quince años. Así que, ¿por qué seguía pensando en él, especialmente teniendo a Kevin Tucker en casa?
Porque era simplemente humana, y el quarterback de los Stars era un deleitable pedazo de caramelo, un afrodisíaco andante, un hombre con todas las letras. Molly gimió, miró el teclado del ordenador y se obligó a concentrarse.
A las cinco oyó que Kevin se marchaba. A las siete, «Darse el lote: ¿hasta dónde se puede llegar?» ya estaba casi terminado. Por desgracia, el tema la había tensado y excitado considerablemente. Llamó a Janine, pero su amiga no estaba en casa, así que bajó las escaleras y se miró en el pequeño espejo de la cocina. Era demasiado tarde para que las tiendas estuvieran abiertas; de lo contrario podría haber salido corriendo a por un tinte de pelo. Tal vez se lo cortaría y listo. Ese corte al rape no había quedado tan mal hacía unos años.
Se mentía a sí misma. Había quedado horrible.
En lugar de las tijeras, cogió un sobre de comida instantánea y se lo comió en el mostrador de la cocina. Después extrajo los dulces que había en el fondo de un cartón de helado Rocky Road. Finalmente, cogió el cuaderno de dibujo y se sentó ante el fuego para dibujar. Pero no había dormido bien, y al poco rato empezaron a pesarle los párpados. La llegada de Kevin poco después de medianoche la hizo levantarse de golpe.
– Hola, Daphne.
Ella se frotó los ojos.
– Hola, Karl.
Kevin colgó su abrigo en el respaldo de una silla. Apestaba a perfume.
– Habría que airearlo -comentó él.
– Eso digo yo.
Los celos se la comían. Mientras Molly babeaba pensando en el cuerpo de Kevin y se obsesionaba por sus fracasos amorosos, había pasado por alto un hecho importante: Kevin no había mostrado el más mínimo interés por ella.
– Debes de haber estado ocupado-dijo-. Huele a más de una marca. Todas ellas nacionales, ¿o has encontrado a alguna au pair en alguna parte?
– No he tenido esa suerte. Por desgracia eran todas mujeres americanas, y todas hablaban demasiado -dijo dejándole claro con la mirada que ella también hablaba demasiado.
– Y seguro que muchas de las palabras tenían más de una sílaba, así que probablemente te dolerá la cabeza.
No podía seguir por ahí. Kevin no era tan tonto como ella hubiera querido, y si no se andaba con cuidado, él iba a descubrir por qué se interesaba tanto por su vida privada.
Kevin parecía más irritado que enfadado.
– Resulta que me gusta relajarme cuando tengo una cita. No me gusta debatir sobre política mundial, ni discutir sobre el calentamiento global, ni que me obliguen a escuchar a gente con una higiene personal imprevisible recitando mala poesía.
– Vaya, pues ésas son mis cosas favoritas.
Kevin sacudió la cabeza, luego se levantó y se estiró, alargando su formidable cuerpo vértebra a vértebra. Ya estaba aburrido de ella. Probablemente porque ella no le había entretenido recitándole sus estadísticas profesionales.
– Será mejor que me acueste -dijo Kevin-. Me iré mañana por la mañana a primera hora, así que si no nos vemos, gracias por tu hospitalidad.
Molly forzó un bostezo.
– Ciao, bambino.
Sabía que él tenía que volver a los entrenamientos, pero eso no alivió su disgusto.
Kevin sonrió.
– Buenas noches, Daphne.
Ella se lo quedó mirando mientras subía las escaleras: los vaqueros se ajustaban a sus hermosas piernas, moldeaban sus caderas estrechas, y la camiseta dejaba entrever todos sus músculos.
¡Dios, si estaba babeando! ¡Y eso que había pertenecido a la sociedad universitaria Phi Beta Kappa!
Molly se sintió dolorida y desasosegada, irreprimiblemente insatisfecha con toda su vida.
– ¡Maldita sea!
Tiró el cuaderno de dibujo al suelo, se puso en pie de un salto y salió disparada hacia el baño para mirarse el pelo. ¡Se lo raparía!
¡No! No quería estar calva, y esta vez no se iba a permitir comportarse como una loca.
Caminó decidida hacia el estante de los vídeos y extrajo el remake de Tú a Londres y yo a California. A la niña que llevaba dentro le encantaba ver cómo las gemelas lograban reunir a sus padres, y a la niña que llevaba fuera le encantaba la sonrisa de Dennis Quaid.
Kevin tenía la misma sonrisa torcida.
Con resolución, sacó la cinta de la retransmisión del partido de fútbol del vídeo, introdujo Tú a Londres y yo a California y se sentó a mirarla.
A las dos de la madrugada, Hallie y Annie habían reunido a sus padres, pero Molly se sentía todavía más inquieta que antes. Empezó a hacer zapping saltando a toda velocidad de películas antiguas a múltiples anuncios, y sólo se detuvo al oír la sintonía familiar de la vieja serie Encaje, S.L.
«Encaje está al caso, sí… Encaje resolverá el caso, sí…» Dos hermosas mujeres atravesaban corriendo la pantalla, las atractivas detectives Sable Drake y Ginger Hill.
Encaje, S.L. había sido una de las series favoritas de Molly cuando era niña. Había querido ser Sable, la inteligente morena interpretada por la actriz Mallory McCoy. Ginger era la pelirroja sexy experta en kárate. Encaje, S.L. no fue en su momento más que una serie de segunda fila, pero a Molly eso no le importaba. Simplemente disfrutaba viendo a dos mujeres ganando a los malos, para variar.
Los créditos del inicio mostraban primero a Mallory McCoy, y luego a Lilly Sherman, que interpretaba a Ginger Hill. Molly se incorporó un poco al recordar un fragmento de la conversación que había oído una vez en las oficinas de los Stars sobre si Lilly Sherman tenía algún tipo de relación con Kevin. No quería que nadie supiera que estaba interesada, así que no hizo preguntas. Estudió a la actriz más detenidamente.
Llevaba uno de sus característicos pantalones ajustados, un top que le dejaba los hombros completamente al descubierto y tacones altos. Los cabellos, rojos y rizados, le colgaban sobre los hombros, y sus ojos pestañeaban seductoramente a la cámara. Incluso con aquel peinado pasado de moda y esos enormes aros de oro que llevaba como pendientes, era un bombón.
Actualmente, Sherman debía de rondar ya los cuarenta y pico; sin duda era un poco mayor para ser una de las mujeres de Kevin, de modo que ¿qué relación tenían? En una fotografía de la actriz que había visto hacía sólo unos pocos años se veía que había ganado unos kilos desde la serie de televisión. Sin embargo, seguía siendo una mujer hermosa, así que era posible que hubieran tenido una aventura.
Molly presionó el botón de cambio del mando a distancia y apareció un anuncio de cosméticos. Tal vez fuera eso lo que necesitaba. Un maquillaje total.
Apagó la tele y subió a su habitación. Algo le hacía pensar que un maquillaje no solucionaría sus problemas.
Tras una ducha caliente, se puso uno de los camisones de lino irlandés que se había comprado cuando aún era rica. Todavía la hacía sentir como la heroína de una novela de Georgette Heyer. Se llevó el cuaderno a la cama para poder seguir pensando en Daphne, pero la oleada de creatividad que había experimentado aquella tarde se había desvanecido.
Roo roncaba suavemente a los pies de la cama. Molly se dijo a sí misma que le estaba entrando sueño. Pero no.
Tal vez podía acabar de pulir su artículo, pero mientras se dirigía al desván para coger el portátil, echó un vistazo al baño de invitados. Tenía dos puertas: aquella en la que estaba ella y, al otro lado, la que llevaba directamente al dormitorio donde dormía Kevin. La puerta estaba abierta de par en par.
Sus piernas inquietas y nerviosas la llevaron hasta las baldosas del baño.
Vio el neceser Louis Vuitton sobre el lavabo. No se imaginaba a Kevin comprándolo por su cuenta: debía de ser un regalo de una de sus bellezas internacionales. Se acercó más y vio un cepillo de dientes rojo con las cerdas blancas. Había vuelto a tapar el tubo de Aquafresh.
Pasó la punta del dedo por el tapón del desodorante y luego alcanzó una botella de cristal deslustrado de aftershave del caro. Desenroscó el tapón y acercó la nariz. ¿Olía como Kevin? Él no era de esos hombres que se ahogan en colonia, y no se había acercado a él lo suficiente como para saberlo con seguridad, pero algo familiar en el aroma le hizo cerrar los ojos y aspirar más profundamente. Se estremeció; volvió a dejar la botella donde estaba y luego se fijó en el neceser.
Tirado junto a un bote de ibuprofeno y un tubo de Neosporin estaba el anillo de la Super Bowl de Kevin. Sabía que lo había ganado en los primeros tiempos de su carrera, como suplente de Cal Bonner. Le sorprendió ver un anillo de campeón tirado tan descuidadamente en el fondo del neceser, aunque por lo que sabía de Kevin era de suponer que no quisiera ponerse un anillo que había ganado por los méritos de otro.
Empezó a alejarse, pero se detuvo en seco cuando vio en el neceser algo que le había pasado inadvertido.
Un condón.
No era nada del otro mundo. Era natural que Kevin llevara condones consigo. Probablemente tendría todo un cajón lleno. Lo cogió y lo estudió. Parecía ser un condón de lo más normal. Entonces, ¿por qué estaba allí observándolo?
¡Era una locura! Llevaba todo el día comportándose como una obsesa. Si no se recomponía, acabaría cocinando un conejo como la loca Glenn Close en Atracción fatal.
Molly se estremeció. «Lo siento, Daphne.»
Una miradita. Nada más. Sólo le echaría una miradita mientras dormía y se marcharía.
Se acercó a la puerta del dormitorio y la abrió lentamente.
Capítulo tres
Bien entrada la madrugada, Daphne se coló en la madriguera de Benny el Tejón con el rostro cubierto con la temible máscara de Halloween…
Daphne planta un huerto de calabazas
Un débil rayo de luz del pasillo se proyectaba encima de la alfombra. Molly podía distinguir una forma grande bajo las mantas. Su corazón latía fuerte por la emoción de lo prohibido. Vacilante, dio un primer paso hacia dentro.
La misma energía peligrosa que había sentido cuando, a sus diecisiete años, había activado la alarma de incendios, la recorrió de arriba abajo. Se acercó un poco más. Sólo una miradita y se marcharía.
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