Kevin estaba tumbado de costado, de espaldas a ella. El sonido de su respiración era profundo y lento. Recordó las viejas películas del Oeste en las que el pistolero se despierta con el menor ruido, e imaginó a un Kevin con el pelo aplastado apuntándole al estómago con una Colt 45.

Fingiría que era sonámbula.

Él había dejado los zapatos en el suelo, y Molly apartó uno con el pie. Hizo un ligero frufrú con el roce de la alfombra, pero Kevin no se movió. Molly apartó la pareja, pero él siguió sin reaccionar. Había pasado el peligro de la Colt 45.

Las palmas de las manos le sudaban, y se las secó con el camisón. Entonces chocó suavemente con un extremo de la cama.

Kevin estaba profundamente dormido.

Ahora que ya había visto qué aspecto tenía cuando dormía, se marcharía.

Lo intentó, pero sus pies la llevaron al otro lado de la cama, donde podría ver su cara.

Andrew también dormía así. Se podían lanzar fuegos artificiales junto a su sobrino y él no se inmutaba. Pero Kevin Tucker no se parecía en nada a Andrew. Molly se recreó con su fantástico perfil: una frente fuerte, unos pómulos angulados y una nariz recta y perfectamente proporcionada. Siendo futbolista debería habérsela roto varias veces, aunque no se veía ni un golpe.

Eso era una intolerable invasión de su intimidad. Inexcusable. Pero mirando su pelo rubio oscuro aplastado, no pudo resistir la tentación de apartárselo de la ceja.

Un hombro perfectamente esculpido asomaba fuera de las mantas. Sintió deseos de lamerlo.

¡Ya está! Había perdido la razón. Y no le importaba.

Ella todavía tenía el condón en su mano y Kevin Tucker yacía bajo las mantas… en cueros, a juzgar por aquel hombro desnudo. ¿Y si se metía bajo las mantas con él?

Eso era impensable.

Aunque, ¿quién iba a enterarse? Él tal vez ni siquiera se despertaría. ¿Y si lo hacía? Sería la última persona interesada en contarle a nadie que había estado con la hermana obsesa sexual de su jefa.

El corazón le latía tan deprisa que se sentía mareada. ¿Estaba pensando realmente en lo que hacía?

No habría ninguna secuela emocional. ¿Cómo iba a haberla si ni siquiera albergaba la ilusión de un amor profundo? Y en cuanto a lo que Kevin pensaría de ella… Él estaba acostumbrado a que las mujeres se echaran a sus brazos, así que difícilmente se sorprendería.

Molly pudo ver la alarma de incendios colgada en la pared, justo delante de ella, y se dijo a sí misma que no la tocaría. Pero sentía un hormigueo en las manos y su respiración se había convertido en un jadeo. Se había quedado sin fuerza de voluntad. Estaba cansada del desasosiego, de los pies inquietos. Cansada de mutilarse el pelo porque no sabía cómo arreglar su vida. Harta de tantos años intentando ser perfecta. Su piel estaba húmeda por el deseo y por una sensación creciente de horror cuando se vio a sí misma quitándose las zapatillas de conejo.

«¡Vuelve a ponértelas enseguida!»

Pero no lo hizo. Y en su cabeza empezó a sonar la alarma de incendios.

Alargó las manos para tomar el dobladillo de su camisón… Se lo quitó… Y se quedó desnuda y temblorosa. Horrorizada, vio que sus dedos tiraban de las mantas. Incluso cuando las mantas cayeron hacia atrás, se dijo a sí misma que no iba a hacerlo. Pero sentía un hormigueo en los pezones y su cuerpo clamaba de necesidad.

Puso las caderas sobre el colchón y luego deslizó lentamente las piernas bajo las mantas. Santo cielo, lo estaba haciendo de verdad. Estaba desnuda y se había metido en la cama con Kevin Tucker.

Él emitió un suave ronquido y se dio la vuelta, llevándose consigo la mayor parte de las mantas.

Molly le miró la espalda y supo que ese gesto tenía que ser una señal del cielo diciéndole que se marchara. ¡Tenía que irse de aquella cama sin perder un segundo!

Sin embargo, se acurrucó a su lado, apretando los pechos contra su espalda, y respiró profundamente. Oh… ese olor a almizcle de la loción para después del afeitado. Había pasado tanto tiempo sin tocar a un hombre de aquel modo.

Kevin se agitó, cambió de postura, murmuró algo como si estuviese soñando.

La sirena de la alarma de incendios subió de volumen. Ella lo rodeó con su brazo y le acarició el pecho.

«Sólo será un minuto», se dijo a sí misma. Y luego se iría.

Kevin sintió la mano de su ex novia Katya sobre su pelo. Estaba en su garaje, con el primer coche que había tenido en su vida y con Eric Clapton. Eric le estaba dando clases de guitarra, pero en vez de guitarra, Kevin se empeñaba en tocar con un rastrillo. Luego levantó la mirada y Eric se había ido. En aquel momento estaba en una extraña habitación de troncos con Katya.

Ella le acariciaba el pecho, y él notó que estaba desnuda. La sangre fluyó hacia su entrepierna y se olvidó por completo de las clases de guitarra de Eric.

Hacía meses que había cortado con Katya, pero en aquel momento quería poseerla. Solía ponerse un perfume malo. Demasiado fuerte. Era una razón estúpida para cortar con una mujer, porque ahora ella olía a canela.

Un buen olor. Un olor sexy. Le hacía sudar. No podía recordar haberse excitado tanto con ella cuando estaban juntos. No tenía sentido del humor. Se pasaba demasiado tiempo maquillándose. Pero necesitaba poseerla. En ese mismo momento.

Se volvió hacia ella. Le puso la mano en el culo. Lo noto diferente. Más carnoso. Había más para apretar.

Kevin suspiró, ella olía tan bien… Ahora a naranjas. Y sus senos se apretaban contra su pecho, como naranjas cálidas, suaves y jugosas, y sus bocas se tocaban, y sus manos lo tocaban por todas partes. Jugando. Acariciando. Buscando el camino hacia su pene.

Kevin gimió mientras ella lo acariciaba. Olió el aroma de mujer y supo que no tardaría mucho. Su brazo no quería moverse, pero tenía que sentirla.

Era como miel húmeda.

Kevin gimoteó y se giró. Encima de ella. Forzó la entrada. No resultó fácil. Qué raro.

El sueño empezó a desvanecerse, pero no la lujuria. Estaba enfebrecido por ella. El olor a jabón, champú y mujer le inflamaba. Empujó una y otra vez, abrió los ojos, y… ¡No ello crédito a lo que vio!

Se la había metido a Daphne Somerville.

Intentó decir algo, pero ya no estaba para hablar. Sentía la sangre a oleadas, el corazón a mil. Sintió un rugido dentro de su cabeza. Y explotó.

En ese momento, todo se enfrió dentro de Molly. «¡No! ¡Todavía no!»

Molly sintió que Kevin se estremecía. Su peso la aplastó contra el colchón. Recuperó la cordura, aunque algo tarde.

Kevin se quedó inerte. Un peso muerto encima de ella. Un peso muerto e inútil.

Se había acabado. ¡Ya! Y ella ni siquiera podía culparle por ser el peor amante de la historia porque había recibido exactamente lo que se merecía. Nada en absoluto.

Kevin se sacudió la cabeza para aclararse, luego se apartó de encima de ella y exclamó desde debajo de las mantas:

– ¿Qué demonios estás haciendo?

La decepción había sido tan grande que Molly habría querido gritarle, aunque quería gritarse aún más a sí misma. La habían pillado de nuevo tirando de la alarma de incendios, pero ya no tenía diecisiete años. Se sintió vieja y derrotada. La humillación la quemaba por dentro.

– ¿S… s… sonambulismo? -musitó.

– ¡Sonambulismo, y una mierda! -gritó Kevin saltando de la cama y dirigiéndose al baño-. ¡No te atrevas a moverte!

Ella recordó, demasiado tarde, que Kevin tenía fama de rencoroso. La última temporada había convertido un desempate contra los Steelers en un baño de sangre, y el año anterior se había peleado tras el placaje defensivo de un Vikingo de ciento treinta kilos. Molly se levantó de la cama y buscó frenéticamente su camisón.

Del baño salía una retahíla de obscenidades.

¿Dónde estaba su camisón?

Kevin volvió a salir, desnudo y furioso.

– ¿De dónde diablos has sacado ese condón?

– De tu… tu neceser.

Molly localizó su camisón de lino, lo recogió y se cubrió los pechos.

– ¿De mi neceser? -preguntó mientras volvía a meterse corriendo en el baño-. Lo has cogido de mi… ¡Mierda!

– Ha sido… Un impulso. Un… Un accidente de sonambulismo.

Molly caminó de puntillas hacia la puerta del pasillo, pero Kevin reapareció antes de que pudiera llegar allí, cruzó la alfombra a la carga, la agarró de un brazo y le dio una sacudida.

– ¿Sabes cuánto tiempo ha estado eso allí dentro?

¡No el tiempo suficiente! Y entonces se dio cuenta de que se refería al condón.

– ¿Qué quieres decir?

Kevin le soltó el brazo y señaló hacia el baño.

– ¡Lo que quiero decir es que llevaba siglos ahí dentro, y el muy hijo puta se ha roto!

Pasaron exactamente tres segundos. Luego las rodillas de Molly cedieron. Se dejó caer en la silla que había al otro lado de la cama.

– ¿Y bien? -ladró Kevin.

El cerebro confuso de Molly volvió a funcionar.

– No te preocupes -dijo al tiempo que advertía, demasiado tarde, la humedad entre sus muslos-. Son los días malos del mes.

– No hay ningún día malo del mes.

Kevin encendió la lámpara de pie, y el cuerpo de Molly, demasiado corriente y demasiado desnudo, quedó más expuesto de lo que ella hubiese querido.

– Para mí los hay: soy regular como un reloj.

Molly no quería hablar sobre su periodo. Sujetó su camisón e intentó pensar en el modo de volvérselo a poner sin enseñar más de lo que ya había enseñado.

Él no parecía interesado en lo más mínimo ni en la desnudez de Molly, ni en la suya propia.

– ¿Qué diablos hacías tú fisgoneando en mi neceser?

– Es que… Estaba abierto y he mirado como quien no quiere la cosa y… -Molly se aclaró la garganta-. Si era tan viejo, ¿por qué seguías llevándolo encima?

– ¡Me había olvidado de él!

– Eso es un motivo estúpido.

Los ojos verdes de hierba artificial adquirieron un aire asesino.

– ¿Acaso intentas echarme a mí la culpa?

Ella respiró profundamente.

– No, no es eso. -Había llegado el momento de dejar de comportarse como una cobarde y afrontar las consecuencias. Se levantó y se puso el camisón-. Lo siento, Kevin. De verdad. Últimamente he cometido muchas locuras.

– No me vengas con cuentos.

– Te pido disculpas. Me siento avergonzada -dijo con la voz temblorosa-. En realidad, más que avergonzada. Me siento completamente humillada. Espero… Espero que puedas olvidarte de esto.

– No es probable.

Kevin recogió unos calzoncillos largos de color verde oscuro que había en el suelo y se los puso.

– Lo siento.

Molly merecía arrastrarse, pero como eso no parecía funcionar, se puso a interpretar el papel de la heredera hastiada y consentida.

– La verdad es que me sentía sola y tú estabas disponible. Como tienes fama de playboy, creí que no te importaría.

– ¿Que estaba disponible? -El aire crepitó-. Vamos a pensar en esto. Pensemos, ¿cómo se le llamaría a esto si la situación fuera la inversa?

– No entiendo a qué te refieres.

– ¿Cómo se le llamaría a esta situación, por ejemplo, si yo decidiese meterme en la cama contigo, una mujer, sin tu consentimiento?

– Pues… -Sus dedos se revolvían nerviosamente entre la falda de su camisón-. Ya, claro, comprendo qué quieres decir.

Kevin entrecerró los ojos, y su voz se volvió más grave y peligrosa.

– Se llamaría violación.

– ¿No querrás decir en serio que te he… violado? -preguntó Molly.

– Pues sí, creo que sí -dijo él mirándola fríamente.

Eso era mucho peor de lo que había imaginado.

– Eso es ridículo. Tú… ¡Tú has consentido!

– Sólo porque estaba dormido y creía que eras otra persona.

Eso la hirió.

– Ya veo.

Kevin no se calmó. Al contrario, apretó la mandíbula y declaró:

– Al contrario de lo que pareces creer, me gusta tener relaciones antes de llegar al sexo. Y no permito que nadie me utilice.

Y eso era exactamente lo que había hecho ella. Le entraron ganas de llorar.

– Lo siento, Kevin. Ambos sabemos que mi comportamiento ha sido indignante. ¿No podríamos olvidarnos del tema?

– No tengo muchas opciones -dijo mordiéndose los labios-. No es algo que me apetezca leer en los periódicos.

Molly retrocedió hasta la puerta.

– Supongo que comprenderás que yo tampoco se lo contaré a nadie.

Kevin la miró con asco.

A Molly se le arrugó la cara.

– Lo siento. De verdad -volvió a decir.

Capítulo cuatro

Daphne saltó de su monopatín, se agachó y metió la cabeza entre la maleza para poder mirar dentro de la madriguera.

Daphne encuentra a un bebé conejo.

(Notas preliminares)


Kevin se quedó rezagado detrás de la defensa. Sesenta y cinco mil aficionados gritaban en pie, pero una calma absoluta le envolvía. No pensaba en los aficionados, ni en las cámaras de televisión, ni en los locutores de Noche de fútbol del lunes que había en la cabina. No pensaba en nada excepto en lo que había nacido para hacer: jugar al deporte que se había inventado sólo para él.