Se arrodilló y apoyó los brazos sobre el alféizar. Se preguntó cómo podría saber si era de noche o de día.

Dedujo inmediatamente que era de día por el cántico de los pájaros. Como confirmación, escuchó que se abría una mosquitera y que alguien, Jess, empezaba a hablar con los perros. ¡Deseaba tanto poder estar allí fuera! ¿Podría hacerlo? ¿Por qué no?

«¿Yo sola? ¿Me atreveré? ¡Claro que sí!», se dijo.

Lo que temía más que estar ciega era convertirse en un ser dependiente. Recordó el pánico que había sentido la noche anterior como si fuera un espectro que quisiera turbarla. Cerró los ojos y sintió la fuerza de los brazos de C.J., las sensaciones tan agradables que le habían transmitido, la soledad que sintió cuando él se marchó… Se echó a temblar. «Jamás. Prefiero estar muerta».

Se levantó y metódicamente, siguió explorando el dormitorio. Se encontró de nuevo a los pies de la cama y halló los pantalones que llevaba puestos el día anterior. Con cuidado de no ponérselos al revés, se vistió. A continuación, se sentó sobre la cama y se calzó. Se volvió a levantar muy satisfecha consigo misma.

«Ahora, lo que necesito es el cuarto de baño y algo de comer», pensó. La noche anterior, Jess le había mostrado dónde estaba el cuarto de baño. Allí, tenía su cepillo de dientes, colocado a las dos en punto. También había jabón y una toalla, éstos a las nueve en punto. Sería tan agradable poder asearse…

El estómago lanzó un gruñido. ¡Tenía tanta hambre!

«¡Sí! ¡Estás viva! Buenos días, Caitlyn Brown… Bienvenida al primer día del resto de tu vida».

Capítulo 8

Mientras bajaba las escaleras con mucho cuidado, Caitlyn escuchó voces y música. Siguió aquellos sonidos y el aroma del café, del beicon y del jarabe de arce para dirigirse a tientas a la cocina, tal y como Jess le había indicado la noche anterior. Tenía que hacer un cambio de sentido a los pies de la escalera y recorrer un largo pasillo, al que daban varias puertas, hasta el final.

La puerta de la cocina estaba abierta. Inmediatamente, notó el aire cálido y fragante. Mientras estaba allí, aspirando aquellos fantásticos aromas y vanagloriándose por su triunfo, oyó una voz. Era la de Jess.

– ¿Ves, mamá? ¿Qué te dije? Entra, cielo. Sigue todo recto unos seis pasos y llegarás hasta la mesa. Mamá quería que fuera a buscarte cuando oímos que estabas levantada, pero yo le dije que tú sabrías cómo llegar hasta aquí.

– Bueno -dijo Betty-, yo pensé que dado que éste es tu primer día aquí… -añadió. Inmediatamente, se puso de pie-. ¿Qué te apetece, tesoro? ¿Quieres tortitas y beicon o prefieres huevos? Jessie, baja la radio.

– No importa -comentó Caitlyn, aunque el volumen ya había bajado-. Una taza de café estaría genial -añadió. Dio los pasos que Jess le había indicado e inmediatamente, notó el respaldo de una silla-. Solo, por favor.

Cuando estuvo sentada, lanzó un suspiro de alivio.

– Lo estás haciendo muy bien, tesoro. ¿Cómo te encuentras esta mañana?

– Tengo mucha hambre -comentó Caitlyn, entre risas.

Se volvió a escuchar la voz de Betty.

– Aquí tienes el café. Te lo he puesto en una taza alta y sólo la he llenado hasta la mitad, para que no tengas que preocuparte de si lo derramas o no. ¿De verdad que no quieres un poco de leche?

– No, gracias. Así está bien.

– Mamá, deja de tratar de engordarla -dijo Jess-. A las doce en punto -añadió, en voz más baja-. Así…

Caitlyn había tocado la taza con los dedos. La agarró con fuerza y se la llevó a los labios. Calor y placer la inundaron al dar el primer sorbo de café y con ellos, la misma extraña alegría que había experimentado al notar la brisa de la mañana en el rostro.

– Qué bueno está -susurró.

– Bueno, ¿qué te apetece desayunar? -insistió Betty-. ¿Qué te parece…?

– Lo que tengas está bien. Por favor, no quiero molestar.

– Mamá siempre prepara beicon y tortitas cuando C.J. está aquí -observó Jess, riendo-. Normalmente, sólo tomamos tostadas y huevos o cereales o algo así.

Caitlyn levantó la taza, esperando que el sofoco que sentía fuera por el calor.

– ¿Dónde… dónde está? Creía… Me había dado la impresión de que él tenía su propia casa.

– Así es. Está a poca distancia de aquí. Mamá lo llamó cuando oímos que te habías levantado. Dijo que iba a meterse en la ducha y que estaría aquí enseguida. Debe de estar a punto de llegar. De hecho, está llegando ahora mismo -añadió, al escuchar que se abría la mosquitera.

Con mucho cuidado, Caitlyn dejó la taza de café sobre la mesa, pero no la soltó, para que así las manos no pudieran traicionarla tocándose la cara o el cabello. Volvía a sentirse vulnerable, expuesta. La preocupaba el aspecto que pudiera tener. «Debe de ser porque estoy ciega», pensó. Jamás la habían preocupado antes aquellos detalles.

Los latidos del corazón se le aceleraron inexplicablemente al escuchar pasos sobre el suelo de madera.

– ¡Calvin James! -exclamó su madre-. Estamos en el mes de octubre. ¿Dónde está tu camisa?

– La tengo aquí, mamá.

C.J. no estaba dispuesto a confesar que se la había quitado para no mancharla de sudor. No quería que Jessie ni ella pensaran que se estaba esforzando más de lo habitual por el hecho de que Caitlyn estuviera allí. Si fuera así, jamás dejaría de escuchar comentarios al respecto.

– Lávate, hijo. Las tortitas estarán listas dentro de un minuto.

C.J. agarró el paño de cocina que su madre le lanzó y se limpió la cara y el pecho con él. Después, observó a la mujer que estaba sentada frente a él, a la vieja mesa de roble de su madre. Nunca había visto a nadie con un aspecto tan tranquilo… ni tan increíblemente hermoso. Verla en la cocina de su madre le pareció casi irreal, como si fuera a desaparecer si parpadeaba.

– Buenos días -dijo, tras aclararse la garganta.

Se dispuso a sentarse en la silla que había al lado de Caitlyn y frente a su hermana.

– Buenos días -respondió ella. Sus ojos quedaban ocultos bajo una cortina de pestañas.

C.J. apoyó los codos sobre la mesa y trató desesperadamente de encontrar algo que decir, lo que no le resultaba fácil con Jess sentada frente a él, observándolo con la barbilla apoyada en una mano y un gesto muy interesado en el rostro. Él sintió la necesidad de lanzarle una patada por debajo de la mesa, como solía hacer cuando era un niño.

– ¿Cómo estás? -consiguió preguntar, tras concentrarse mucho.

Caitlyn tomó un sorbo de café y le contestó que estaba bien. La respuesta fue tan breve que casi no le dio tiempo a pensar en una continuación, pero por suerte, ya tenía su siguiente pregunta preparada.

– ¿Has dormido bien?

– Sí, muy bien. Gracias.

Afortunadamente, parecía que aquella vez Caitlyn iba a elaborar un poco más la respuesta, pero antes de que pudiera hacerlo, Betty se dio la vuelta con un plato de tortitas en la mano y dijo:

– Llegó a la cocina ella sola.

– No fue tan difícil -murmuró Caitlyn-. Jess me dio muy buenas indicaciones.

Sin darse cuenta de que tenía un plato de tortitas delante, Caitlyn trató de dejar la taza de café sobre la mesa.

– ¡Tienes un plato! -rugió Jess.

C.J. se apresuró a retirarlo, pero ninguno de los dos fue lo suficientemente rápido. El plato y la taza chocaron estrepitosamente. Caitlyn se sobresaltó y el café se derramó por encima de las tortitas y de las manos.

– ¡Oh, Dios, lo siento! -exclamó. En aquel momento, C.J. ya le había tomado las manos entre las suyas.

Le parecieron tan frágiles, tan delicadas… Además, estaban temblando… ¿o acaso era él el que temblaba?

– No te has quemado, ¿verdad? -le preguntó, mientras rescataba la taza. Ella se apresuró a negar con la cabeza-. En ese caso, no ha pasado nada -añadió. Sentía tantos deseos de tocarle el rostro, de borrar aquel gesto asustado con los dedos…

Betty tomó un paño y empezó a secar lo que quedaba del café encima de la mesa.

– Cielo, te puse el plato delante sin pensar. No sé en qué estaba pensando. No te sientas mal. No fue culpa tuya, sino mía. Te prepararé más tortitas enseguida.

– No, no por favor… -dijo Caitlyn. Apartó las manos de las de C.J. y agarró con fuerza el plato-. Éstas no tienen nada de malo. De verdad. Yo…

Levantó los ojos del plato y empezó a mirar hacia todas partes, de un modo que a C.J. lo hizo pensar en un pájaro asustado. Él observó cómo se ruborizaba y de repente, comprendió lo que le ocurría y por qué tenía un aspecto tan asustado e inseguro. Pensó que ya era lo suficientemente malo tratar de comer cuando la gente no dejaba de mirarlo a uno. ¿Cómo se debía de sentir una persona cuando tenía que hacerlo estando ciega?

– ¿Quieres que te ayude? -le preguntó. La mirada de desafío que ella le dedicó le hizo abandonar la idea de cortarle la comida. Decidido a no herir su orgullo, se limitó a echarle un poco de jarabe de arce sobre las tortitas-. El beicon está a las doce en punto. El cuchillo y el tenedor a tu derecha. Si colocas el tenedor en el borde del plato, creo que te resultará más fácil saber lo que has pinchado.

A continuación, empezó a comer. Cuando volvió a mirar a Caitlyn, vio que ella ya no tenía los labios fruncidos. De hecho, parecía que estaban a punto de sonreír. Una agradable calidez se le extendió por todo el cuerpo. Volvió a concentrarse en su comida con denodado interés, por si acaso su hermana lo estaba mirando. No obstante, de soslayo, siguió los progresos de Caitlyn. Vio cómo tomaba el cuchillo y el tenedor y los utilizaba para calcular dónde estaban las tortitas y el tamaño que éstas tenían. Cortó el primer trozo y empezó a comer. Cuando C.J. vio cómo se relamía un poco de sirope de arce de los labios, sintió que la boca se le hacía agua de una manera que no tenía nada que ver con la comida.

Con mucho cuidado, miró a su hermana y tal y como había previsto, comprobó que ella lo estaba observando como un halcón a su presa.

– Bueno -dijo, tras tragarse el último trozo de comida con un sorbo de café-, ¿entonces te las arreglas bien? ¿Te sientes bien? -añadió. Ella asintió-. ¿Cómo tienes la cabeza?

– Está bien. Me duele un poco, pero supongo que es normal mientras exista hinchazón. Los médicos me dijeron que me lo tenía que tomar con calma, dejar que sanara.

Caitlyn se tocó suavemente las vendas que le cubrían la cabeza. C.J. la observaba y decidió que le daban una apariencia muy infantil. Fascinado, no dejó de mirar cuando ella levantó los dedos y empezó a tocarse el cabello, que sobresalía por las vendas como la dorada cola de un gallo.

Estaba tan absorto mirándola que se olvidó de preocuparse de si Jess lo estaba vigilando o no hasta que su hermana participó en la conversación.

– Eso es, cielo. Sólo tienes que darle tiempo.

En aquel momento, C.J. decidió que no le importaba quién lo estuviera observando porque vio cómo Caitlyn fruncía el ceño. Él ya no pudo apartar los ojos.

– Me estaba preguntando… -dijo Caitlyn-. Me encantaría salir al exterior. ¿No creéis que sería…?

– No veo por qué no -afirmó Jess mientras se levantaba rápidamente de la mesa-. Mientras te apetezca. Yo tengo que irme a trabajar, pero C.J. o mi madre pueden sacarte un rato.

– Yo la acompañaré -anunció C.J., antes de lanzarle a su hermana una mirada con la que quería dejar claro que consideraba a Caitlyn su responsabilidad-. Estaba pensando en acompañarla a recorrer todo esto cuando a ella le apeteciera. Caitlyn, ¿quieres salir ahora?

– Claro -respondió ella. Se levantó al mismo tiempo que C.J. Entonces, recogió los cubiertos, la taza y el plato que había utilizado y se dispuso a llevarlos al fregadero.

– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó C.J., después de interceptarla y quitárselo todo de las manos.

– Recoger lo que he utilizado. ¿Qué te parece a ti?

– Tú no… -replicó C.J., pero su madre le impidió que siguiera hablando.

– Ya habrá tiempo más tarde, cielo -dijo Betty-. Te lo agradezco mucho de todas formas. Ahora, vete con Calvin y deja que él te muestre todo esto. Es el momento perfecto para salir a dar un paseo. Hace muy buen tiempo. Calvin ya sabe que esta es la estación del año que más me gusta.

C.J. casi no escuchó lo que su madre le estaba diciendo. Estaba demasiado ocupado tratando de adivinar el significado del gesto que Caitlyn tenía en el rostro. Inmediatamente, comprendió que se trataba de perplejidad. Caitlyn acababa de darse cuenta de que sin saber cómo, había terminado apoyando las manos sobre los brazos de C.J. Él bajó los ojos y los vio allí, frotándose suavemente sobre el vello que le cubría el brazo, sobre la bronceada piel. Se quedó completamente helado en el sitio, aunque la palabra «helado» no fuera la más adecuada para describir cómo se sentía. Notaba un fuerte calor que le emanaba del vientre. No podía creer que le estuviera ocurriendo todo aquello mientras su madre y su hermana estaban a su lado.