C.J. se había colocado a su lado, para darle un punto de referencia o caminar con ella si eso era lo que deseaba. Cuando Caitlyn se dio la vuelta, extendió las manos impulsivamente, tal y como lo había hecho la noche de la estación de servicio abandonada, aunque en vez de los brazos, fue el torso lo que tocó en esta ocasión. Él la miró a los ojos y por primera vez en mucho tiempo, volvió a ver sus impresionantes reflejos plateados.

– C.J., ¿sabes a lo que me dedico? -le preguntó-. Es decir, ¿te lo has imaginado o lo has deducido?

– Creo que sí, poco más o menos, pero ¿por qué no me lo explicas tú misma?

– Bueno, así fue como empezó todo para mí, por la historia de mis padres -contestó ella-. Mis padres siempre fueron muy sinceros sobre lo que le había ocurrido a mi madre. Había sufrido abusos por parte de su padre cuando sólo era una niña y el único modo en el que pudo escapar de todo aquello fue casándose, lo que hizo cuando apenas tenía dieciséis años. Eso fue más de lo mismo. Su marido era un hombre violento y posesivo y cuando ella lo dejó, la buscó por todas partes y como te dije antes, la habría matado si no hubiera sido por mi padre. Yo solía pensar mucho en eso. Sobre las mujeres que no tienen la suerte de encontrar a alguien como mi padre. Ahora, las cosas son mucho mejores de lo que solían ser antes. Al menos hay más concienciación sobre el problema de la violencia doméstica y las leyes son más duras, pero sigue habiendo tantos casos… -susurró. Se detuvo un instante y empezó a sacudir la cabeza-. Realicé estudios de trabajo social, pensando que ése era el modo de ayudar. No tardé mucho en darme cuenta de que los servicios sociales no pueden hacer demasiado. Deben operar dentro de los límites que impone la ley y aunque ésta tiene buenas intenciones, a veces parece proteger a las personas equivocadas. Además, hay personas que no conocen la ley y a otras que no les importa. Y algunas que creen que tienen sus propias leyes -añadió, con voz dura.

– Como Vasily…

– Sí. No voy a decirte cómo encontré al grupo para el que trabajo… o mejor dicho, para el que trabajaba -comentó, con amargura-. Mi padre dice que son como los de la Vía Subterránea, ya sabes, el grupo que trabajó durante la esclavitud, pero en realidad se parece más a un programa de protección de testigos, aunque no está sancionado por ningún organismo gubernamental. Llevamos a las personas que están en un peligro inminente a un lugar seguro y luego los ayudamos a desaparecer.

– ¿Es eso lo que le ha ocurrido a Emma Vasily? ¿Que ha desaparecido?

– C.J…

– Supongo que no te puedo culpar por no confiar en mí -afirmó él, aunque se sentía herido.

– No es que no confíe en ti -repuso ella. Habían vuelto a echar a andar-. Lo más extraño de todo es que confío en ti por completo. Confío en que te comportes exactamente como lo has hecho hasta ahora, con honor e integridad. El problema es que tú y yo estamos en lados opuestos.

– No creo que eso sea cierto…

– ¿Sigues pensando ser abogado?

– Sí, claro.

– Entonces, como abogado, tú debes respetar la ley. No hay manera de negar el hecho de que yo, aun con toda la mejor intención del mundo, la he infringido en varias ocasiones. Así son las cosas. ¿Qué puedes tú hacer al respecto?

C.J. guardó silencio. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía decir? La respuesta era muy sencilla: absolutamente nada.

– Ahora, creo que me gustaría volver a la casa -añadió. Su cuerpo se le estremeció con un escalofrío, que C.J. notó porque, por casualidad, le estaba tocando el brazo con el suyo.

– ¿Tienes frío? -le preguntó. Ella se encogió de hombros.

Efectivamente, parecía hacer más fresco allí en la sombra o tal vez era… Lo único que C.J. sabía, era que hacía unos instantes, se había sentido tan cerca de ella que podría haberla tomado entre sus brazos. En aquellos momentos, Caitlyn parecía estar a un millón de kilómetros de distancia. Había dicho que estaban en lados opuestos y a él no se le ocurría cómo decirle que estaba equivocada. Si lo estaba, querría saber cómo podría ayudarla, tanto si aquello significaba estar disponible para ella, ser su héroe o simplemente estar a su lado para reconfortarla si ella lo necesitaba. ¿Cómo iba a poder hacerlo si estaban en lados opuestos?


– Hola, tesoro. ¿Qué estás haciendo aquí fuera?

La mosquitera chirrió y se cerró en seco. Los pasos de Jess resonaron sobre las planchas de madera del porche.

Era media tarde. El tercer día que Caitlyn pasaba en el hogar de los Starr estaba a punto de finalizar. Cada vez se sentía más cómoda y menos temerosa. Se movía por la casa con mucha seguridad y sus días estaban desarrollando una agradable rutina. Durante los paseos que solía dar con C.J., él trataba de describirle todo lo que los rodeaba con gran detalle y ella, por su parte, se esforzaba en memorizar lo que él le decía, aunque le ocultaba el hecho de que siempre iba contando sus pasos y localizando árboles y vallas.

Más tarde, cuando C.J. se iba a estudiar para su examen, ella solía ayudar a Betty con el trabajo de la casa o del jardín. Estaba aprendiendo a regar y a distinguir las plantas por el tacto.

Los momentos más difíciles eran los que pasaba a solas, como aquel preciso instante. ¿Qué podía hacer si se sentía demasiado inquieta como para echar una siesta? Leer y ver la televisión quedaban completamente descartados. No estaba acostumbrada a estar ociosa, pero hasta aquel momento, escuchar las cintas que Betty le había conseguido era la única actividad que había encontrado para llenar sus horas de soledad.

– ¿Tienes un minuto?

– Sí, claro -respondió. Inmediatamente, apagó el radiocassette. No quiso decirle a Jess que precisamente eran minutos lo que le sobraban para no darle pena-. Sólo estaba escuchando estas cintas que tu madre me ha prestado.

– ¡Vaya! -exclamó Jess-. Hace mucho que no escucho a Garrison Keillor.

– Mis padres solían poner esta música durante los viajes largos -comentó Caitlyn. Se inclinó para dejar el radiocassette en el suelo y sin querer, golpeó una pata peluda-. Lo siento, Bubba…

– Parece que te ha adoptado.

– Sí, lo sé. Resulta extraño -susurró ella, mientras volvía a reclinarse en la mecedora-. Parece como si lo supiera…

– Los perros tienen un sexto sentido para esas cosas, al menos los inteligentes -dijo Jess-. El día en el que descubrí que mi marido había sido derribado, el bueno de Bubba no se apartaba de mi lado -añadió, con una triste risotada-. Entró en la casa y no había modo de sacarlo… Y Bubba no es la clase de perro a la que le guste estar dentro de la casa. Aquella noche durmió sobre la alfombra que hay al lado de mi cama. Siguió haciéndolo durante mucho tiempo…

– ¿Derribado? -preguntó Caitlyn. Le parecía recordar que C.J. le había comentado algo, pero casi le parecía que lo había soñado-. ¿Quieres decir que…?

– Que está muerto -contestó Jess, con suavidad-. ¿No te lo ha contado C.J.? Tristan está oficialmente muerto, aunque jamás encontraron su cuerpo. ¿Cómo iban a encontrarlo? Lo derribaron en Irak.

– Lo siento mucho…

– No pasa nasa. De eso hace ya mucho tiempo. ¡Dios! Ocho años. Algunas veces no me lo puedo creer, pero he aprendido a aceptarlo.

– Pero no te has vuelto a casar o…

– ¿O? No, pero no es porque no haya… No es que no lo hubiera hecho si…

– Lo siento -repitió Caitlyn-. No es asunto mío.

– No, no pasa nada. Lo que ocurre es que hace mucho tiempo que no pienso en ello. Creo que lo habría hecho si hubiera encontrado a alguien con quien quisiera hacerlo. El problema es que resulta muy difícil hacerle sombra a Tris.

Caitlyn lo comprendía perfectamente aunque… ¿cómo iba a saberlo ella? Si consideraba sus propias perspectivas para encontrar un amor así, sólo vislumbraba un enorme y desesperado vacío.

– Pero -añadió Jess, rápidamente-, no es eso de lo que he venido a hablarte. He estado navegando por Internet en el trabajo y he encontrado muchas cosas que podrían servirte -comentó, revolviendo un montón de papeles-. Ya sabes, programas, servicios, aparatos… La tecnología es sorprendente, ¿no te parece? Por ejemplo, tienen este artilugio que se mete en la taza de café para que, cuando la llenes, pite para decirte que estás cerca del borde. ¿No te parece genial?

Genial. La sonrisa que Caitlyn había empezado a esbozar se le heló en el rostro. Sentía que si se movía, que si pronunciaba una sola palabra, se rompería en un millón de pedazos.

– No te creerías la cantidad de cosas que hay para ayudar a los ciegos a ser más independientes. Lo más importante es que te enseñan a hacer las cosas por ti misma. Hay escuelas, programas de asesoramiento… Incluso tienen personas que acuden a la casa de cada uno para ayudarlos a instalarse, a organizar la ropa y a enseñar cómo utilizar los objetos diarios como el fogón, el dinero, el bastón de ciego. Hay también perros guía… Cielo, ¿adonde vas? ¿Te encuentras bien?

Caitlyn no se encontraba bien y tampoco sabía adonde se dirigía. Sentía la necesidad desesperada de huir, de escapar de la voz amable y de las palabras bienintencionadas, de las imágenes intolerables e impensables que le pintaban para el futuro. Su futuro.

«No estoy ciega. Es imposible. No puedo estar así para siempre. Voy a recuperar la vista. Tengo que hacerlo».

El miedo se apoderó de ella como nunca lo había sentido. Estaba temblando.

– Caitlyn, cielo, ¿qué te pasa? ¿Quieres ir adentro?

– ¿Cómo? Oh, no. Yo sólo…

Sacudió la cabeza y extendió una mano. No podía ir a ningún sitio. Estaba atrapada en un vacío insoportable.

– Lo siento, tesoro. No quería disgustarte.

Sintió la mano de Jess sobre el brazo. Inmediatamente, empezó a guiarla de nuevo hacia la mecedora.

– No me has disgustado -respondió Caitlyn, con voz tranquila-. Ha sido muy amable de tu parte tomarte tantas molestias, pero… Sólo es que… No puedo hacer ninguna de esas cosas mientras esté…

– ¿Bajo la custodia del FBI?

– Así, algo parecido. Nadie debe saber dónde estoy así que no puedo ir a clases ni reunirme con ningún asesor…

– No, supongo que no. Bueno. No voy a tirar estos papeles dado que podrían resultar útiles más tarde. Sólo pensé… Ya sabes… Creí que te sentirías mejor al saber que puedes recibir ayuda. Que no estás sola. ¿Estás segura de que estás bien aquí? ¿No quieres volver a entrar en casa?

Caitlyn quiso lanzar un grito. «¡No, claro que no estoy bien, idiota! ¡No veo! Estoy ciega y me siento atrapada, aterrorizada. ¿Es que no lo ves?». Quería gritar, maldecir, pegarle una patada a algo. Quería tumbarse en el regazo de alguien y echarse a llorar.

– No, estoy bien. Creo que me sentaré aquí fuera un rato más -dijo. Extendió la mano y acarició el sedoso pelaje de Bubba.

– El sol se está poniendo. ¿Quieres que te traiga un jersey?

– No, estoy bien.

– Muy bien, cielo.

Después de un instante de duda, la mosquitera volvió a chirriar y a cerrarse de un golpe.

«El sol se está poniendo. Me pregunto dónde. No lo siento aquí. Debo de estar en el lado contrario. O tal vez sea por los árboles. Me pregunto si será una hermosa puesta de sol…».


Caitlyn se sentó y escuchó los rítmicos crujidos de la mecedora y el revuelo que hacían las ardillas sobre la hierba. Mientras se mecía, acariciaba la cabeza de Bubba y temblaba, temblaba, temblaba…

Desde el camino, C.J. la vio sentada sobre la mecedora del porche, con Bubba alerta y vigilante a su lado.

Cuando llegó a la hierba, aminoró la marcha hasta ponerse a andar, pero aquella vez no miró el reloj para ver el tiempo que había tardado. Debía de ser uno de los mejores, pero la verdad era que se le había olvidado poner el cronómetro cuando salió de su casa después de recibir la llamada de Jess. Si su hermana estaba lo suficiente atemorizada como para decirle que fuera inmediatamente…

Sabía que Caitlyn tenía que haber oído que se estaba acercando, pero ella no dio señal alguna de haberlo notado. Por eso, fue él quien tomó la iniciativa.

– Hola, ¿cómo estás? ¿Te apetece que vayamos a dar un paseo? -le preguntó, con mucho cuidado de no mostrar en la voz lo preocupado que estaba. Sin embargo, no consiguió engañarla.

– Supongo que Jess te ha llamado -le espetó. Tenía un gesto airado en el rostro y la mano no dejaba de acariciar el pelaje de Bubba.

– Sí, pero yo iba a venir de todos modos.

– No tienes que preocuparte por mí. Soy una mujer hecha y derecha, no una niña. No necesito nadie que me cuide. Y tampoco soy un perro. No tienes que sacarme a pasear dos veces al día.

El mal genio de Caitlyn le resultó muy divertido. Tal vez porque Jess le había advertido o porque se estaba acostumbrando a ella, ya no se sentía impresionado por el gélido tono de su voz. En aquellos momentos, sólo podía pensar lo mona que estaba con el cabello cayéndole por la frente y mejillas como los pétalos de una rosa. Se había quitado el vendaje aquella mañana, después de que Jess se lo consultara a un médico. Además, su madre le había cortado el cabello y se lo había lavado. Así, le cubría los hematomas y la herida, por lo que ya no parecía una convaleciente, sino una niña que se ha despertado de su siesta demasiado pronto.