– Me gusta tu cabello -dijo él.

Caitlyn levantó la mano con un gesto involuntario que a él le recordó el vuelo de una mariposa. Una serie de emociones enfrentadas se le reflejaron en el rostro. Por fin, se aclaró la garganta y musitó:

– Gracias.

C.J. le agarró la mano y la ayudó a levantarse de la mecedora, pero se la soltó cuando ella tiró. Sin su ayuda, Caitlyn buscó la barandilla y empezó a bajar los escalones. Bubba y C.J. la siguieron inmediatamente.

Empezaron a pasear por la hierba. C.J. notó un cierto olor a fresa y se preguntó si sería el champú que su madre habría utilizado para lavarle el cabello.

– ¿Adonde quieres ir? ¿Te gustaría ir al arroyo? Probablemente tengamos tiempo antes de que oscurezca.

Ella lanzó una amarga carcajada, pero no respondio inmediatamente. Entonces, levantó la cabeza y se quedó inmóvil, como si estuviera escuchando un ruido lejano.

– Quiero echar a correr -dijo.

– Muy bien -replicó él. Notó el gesto de sorpresa que se dibujaba en el rostro de Caitlyn.

La llevó al campo de heno. No había llovido desde hacía algún tiempo, por lo que el suelo estaba duro y seco. Entonces, le colocó las manos sobre los brazos y la dirigió hacia el campo abierto.

– Muy bien -murmuró-. No tienes nada más que hierba delante de ti. Adelante. Yo estaré a tu lado.

Caitlyn echó a correr antes de que él hubiera terminado de hablar. Al principio, echó a correr muy despacho, por lo que C.J. se quedó donde estaba, observándola. Entonces, Bubba lanzó un gemido. Cuando miró al animal, vio que éste lo observaba con un cierto reproche.

– No puede chocarse con nada -dijo, con una sonrisa-. Tiene todo el campo…

Antes de que pudiera terminar la frase, Bubba lanzó un ladrido y echó a correr tras Caitlyn. Cuando C.J. la miró, vio que corría como si la persiguiera el demonio.

– Maldita sea…

Echó a correr también. Ella corría mucho más rápido de lo que había imaginado, sobre todo para estar convaleciente de una herida de bala y se dirigía hacia el estanque, que estaba a una distancia que él había considerado segura. C.J. le gritó que se detuviera, pero aquello sólo hizo que corriera más rápidamente. Bubba no hacía nada para detenerla. ¿Y por qué iba a hacerlo?

Consiguió alcanzarla cuando estaba a pocos metros del estanque. Estaba sin aliento. C.J. estaba dispuesto a echarle una buena regañina por haberle dado aquel susto cuando ella se dio la vuelta y lo golpeó en el pecho con el puño. Estaba llorando.

– Déjame… déjame a solas… -sollozaba-. ¿Es que no puedes dejarme en paz? Te dije que quería correr, maldita sea. Tú me dijiste… ¿Por qué no puedes…?

– Maldita sea, lo estoy intentando.

– ¡Pues no lo intentes! No me ayudes. ¡Sólo quiero que me sueltes!

No la iba a soltar porque, sin duda, se iba a meter en el estanque de cabeza y estaba seguro de que ella no le iba a escuchar el tiempo suficiente como para que pudiera advertirle.

La verdad era que ella estaba empezando a darle miedo. Habiendo crecido rodeado de mujeres, no le resultaban extrañas las lágrimas femeninas, pero aquello iba mucho más allá. Si Caitlyn seguía así, era posible que fuera capaz de lesionarse.

– ¡Venga, tranquilízate, maldita sea! -le gritó-. ¿No te das cuenta de que estoy tratando de ayudarte?

– No me ayudes -le espetó ella, llena de furia-. No me ayudes. No puedes ayudarme. ¿Es que no lo comprendes? No puedes hacer nada para solucionar esto -añadió, señalándose los ojos llenos de lágrimas-. ¡No puedes conseguir que yo vuelva a ver! ¿Qué vas a hacer? ¿Ser mi lazarillo durante el resto de mis días? ¿De verdad quieres ayudarme? Bueno, pues te voy a decir una cosa. Es demasiado tarde. Es muy tarde. Te pedí ayuda y tú no me la diste. Ahora, Mary Kelly está muerta, yo ciega y tú… No puedes hacer nada. ¡No puedes hacer nada, maldita sea! -exclamó mientras le golpeaba el pecho con los puños.

C.J. no la culpaba por haber dicho aquellas palabras. ¿Cómo podía hacerlo, cuando él se había dicho lo mismo tantas veces?

Cuando la rodeó los hombros con un brazo, sólo lo hizo para reconfortarla. Nunca se habría imaginado lo que ocurriría a continuación. De repente, la calidez y la compasión que sentía se transformaron en un sentimiento muy diferente. Donde debería haber estado su siguiente aliento, no había nada.

Lo estaba buscando desesperadamente, cuando, antes de que se diera cuenta, salió volando por los aires. Las frías aguas del estanque se levantaron para golpearlo en la cara.

Capítulo 10

Caitlyn escuchó el chapoteo en el agua y unos roncos sonidos, seguidos por unas salpicaduras algo menores y el ladrido de un perro. La ira que la había estado envolviendo hasta entonces se resquebrajó como la cascara de un huevo. La furia se le escapó por aquel resquicio y la dejó vacía… fría…

– ¡C.J.!-gritó.

Le pareció que había chillado, pero lo único que escuchó fue un gemido ronco. Volvió a intentarlo una y otra vez mientras andaba a tientas en dirección a los sonidos que escuchaba, con las manos extendidas como el monstruo de Frankenstein.

El suelo pareció ceder bajo sus pies. El agua se le metió en los zapatos y fue subiendo a cada paso que daba hasta llegarle a la rodilla. El terror que le inundó el corazón era mucho más frío.

– ¡C.J.! -gritó-. Dios mío, C.J., ya voy. ¿Dónde estás? ¡Respóndeme, maldito seas! C.J…

Los sonidos que escuchaba se transformaron de repente en maldiciones.

– ¡Quédate ahí! No…

Cuando estaba a punto de dar un paso, Caitlyn se vio empujada por el agua. Desgraciadamente, un pie se le había quedado atascado en el fango, por lo que terminó hundiéndose en las frías aguas. La boca se le llenó de agua y entre toses y escupitajos, trató de volver a ponerse de pie. Sintió que algo se le subía por la cara y empezó a dar manotazos, imaginándose que sería una criatura salvaje. Sin darse cuenta, estaba golpeando también las manos que trataban de ayudarla.

– ¡Quieta! -le gritó C.J.-. Estás a salvo, maldita sea. Te tengo. Ya te tengo.

Caitlyn lanzó un grito de alivio y se lanzó contra él, sollozando.

– ¡Oh, Dios…! C.J… ¡Oh, Dios!

Sintió que él la estrechaba contra su cuerpo, por lo que contuvo el aliento. Durante unos segundos, estuvieron así, como bailarines en medio de un complicado paso.

– Quieta…

Estaba tan cerca de ella que Caitlyn podía sentir los labios de él contra la sien. El corazón le saltó en el pecho como si fuera un conejo asustado. Notó que él la abrazaba con más fuerza y durante un instante, creyó que él estaba a punto de besarla. Un segundo después, comprendió que él sólo la estaba colocando de modo que pudiera llevarla con más seguridad a aguas menos profundas.

Enseguida, salieron del estanque, chorreando agua y algas, abrazados el uno al otro mientras trataban de subir por la resbaladiza pendiente. Poco despues, Caitlyn comprendió por fin que volvían a estar en tierra firme.

Estaba temblando tan violentamente que casi no podía hablar. Se agarró con fuerza a él y le colocó una mano sobre el pecho, como si quisiera asegurarse de que aún latía un corazón allí abajo.

– Oh, C.J… No me puedo creer que haya sido capaz de hacer eso. Estoy tan…

– Sí, bueno, créeme si te digo que yo tampoco me lo puedo creer -musitó él, amargamente-. Vamos. Estás congelada. Vamos a…

– Lo digo de corazón. No me puedo creer que haya hecho eso, C.J. Lo siento.

– Olvídalo. Vamos a casa antes de que caigas enferma de neum…

Impulsivamente, ella deslizó las manos hacia arriba hasta cubrirle la boca con dedos temblorosos.

– No, por favor… Lo siento mucho, muchísimo. No suelo hacer cosas como ésa, de verdad. No sé lo que se apoderó de mí. Odio la violencia. Toda mi vida he estado luchando contra la violencia. Pensar que podría… que yo…

La siguiente palabra que iba a pronunciar quedó ahogada por unos fríos y duros labios.

C.J. no se había imaginado que fuera a besarla. Un minuto antes, había estado allí, temblando y apretando los dientes, pidiéndole a Dios que se callara y un segundo después, tenía los frescos y resbaladizos labios de Caitlyn bajo los suyos. Su forma y tacto estaban camino de dejarle una huella permanente en los sentidos.

Aquello lo sorprendió tanto que dejó de hacer lo que estaba haciendo y levantó la cabeza. Ella se apartó también de él y casi sin aliento, dijo:

– ¿Por qué has hecho eso?

– Estaba tratando de que te callaras -se oyó responder C.J., con una voz que casi no reconoció.

– Oh…

Durante un largo instante, ninguno de los dos dijo nada. Los únicos sonidos que se escuchaban procedían de Bubba, que estaba esperando pacientemente en un lugar cercano. C.J. se dio cuenta de que estaba temblando de pies a cabeza, pero no de frío. De hecho, parecía que lo que le fluía por las venas era lava líquida. Decidió que los temblores debían de ser por el esfuerzo que estaba haciendo para no besarla. Aún la tenía entre sus brazos y notó que ella estaba temblando casi tanto como él. Se aclaró la garganta.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Nada. No he dicho nada.

– ¿Para qué querías que me callara entonces?

Ya no se acordaba. Sin poder evitarlo, se echó a reír.

– ¿Qué es lo que pasa ahora? -quiso saber ella, algo más irritada.

– Nada. No pasa nada. Escúchate a ti misma -le dijo-. Te están castañeteando los dientes. Tengo que llevarte a casa antes de que te mueras de frío. Además, para que lo sepas, ha oscurecido. Tal vez eso a ti no te importe, pero creo que sería importante que, al menos uno de nosotros pudiera ver por dónde vamos.

Caitlyn se apartó secamente de él. C.J. tuvo que agarrarla con fuerza por la cintura para evitar que zafara de él.

– No hay problema -replicó ella, con voz gélida-. Bubba nos puede guiar a casa, ¿no es verdad, Bubba? ¿Dónde estás, muchacho? -añadió. Inmediatamente, el perro, que también estaba empapado, empezó a frotársele contra las piernas-. Oh, aquí estás. Sí, eres un buen perro. Vamos a casa, Bubba. Buen chico…

El perro echó a caminar y ella hizo lo mismo. A C.J. no le quedó otra opción que imitarlos.

– Estaba bromeando -murmuró, tras rodearle los hombros con un brazo-. Maldita sea, veo lo suficiente como para llegar hasta la casa.

– En ese caso, seguramente también estabas bromeando en lo de caer enferma de resfriado. ¿Acaso no sabes que los resfriados no se producen por estar mojado sino por los gérmenes?

– ¿De verdad, doctora Brown?

– Así es. Y no seas sarcástico.

– Bueno. No voy a discutir con una mujer que me ha arrojado a un estanque.

– ¡Oh, Dios, C.J! Lo siento tanto… No sé…

– No empieces otra vez con eso. Sólo quiero saber una cosa. ¿Cómo lo hiciste? Es decir, ¿donde aprendió alguien que parece…? -se interrumpió. Las imágenes de princesa de cuento de hadas volvieron a adueñársele del pensamiento-. ¿Dónde aprendiste a moverte así?

– Oh, no tiene ningún mérito. He dado clases de defensa personal. En mi trabajo, es poco más o menos una necesidad, dado que tratamos con personas muy violentas. Y como a mí no me gustan las pistolas…

– Pues me habías engañado -replicó él, recordando cómo lo había apuntado ella precisamente con una.

– Oh, C.J., créeme…

– ¡Pero si me apuntaste con una! ¡Me secuestraste! Me apuntaste con una pistola cargada. ¿Te has parado a pensar cómo se siente una persona cuando la apuntan con una pistola? ¡Te aseguro que hubiera preferido que no me ocurriera algo así!

– Tienes todo el derecho del mundo a estar enfadado conmigo -suspiró ella, mientras caminaban-. Jamás te habría disparado, ¿sabes? Sólo he ido armada en esa ocasión y fue por Vasily porque sabía lo peligroso que era. Ahora, me arrepiento de ello y desearía no haberlo hecho, pero… Lo único que puedo decir es que, en aquel momento, me pareció lo mejor.

– En eso sí que te entiendo -replicó él-. No hago más que repetirme lo mismo cuando pienso en que os entregué a la policía. En su momento, me pareció lo mejor. Parece que los dos nos equivocamos.

Caitlyn no respondió. Siguieron caminando en silencio, ya los dos solos. Como las luces de la casa ya se adivinaban en la distancia, Bubba parecía haber decidido que ya había cumplido con su misión.

Los escalofríos aún convulsionaban el cuerpo de Caitlyn de vez en cuando. Tal vez fuera por la oscuridad, que la convertía en una presencia sin rostro, pero C.J. ya no pensaba en lo hermosa que era, sino en lo humana que resultaba.

En algún momento del camino, ella le había deslizado el brazo alrededor de la cintura y en aquel momento, llevaba los dedos enganchados en las trabillas del pantalón. C.J. pensó en lo agradablemente que encajaba contra su cuerpo y justo en aquel momento, comprendió lo mucho que la deseaba. Fue una sensación tan intensa que le pareció que llevaba haciéndolo mucho tiempo.