Estrella Fugaz

Estrella fugaz (15.08.2005)

Título Original: Shooting Stara. (2003)

Serie: 1º Familia Starr

Capítulo 1

Carolina del Sur, a principios de otoño.

Incluso con los hematomas, era el rostro más hermoso que él había visto nunca. Apoyado contra la almohada, no necesitaba de adorno alguno. Enmarcados en vendas blancas, los rasgos eran limpios, elegantes, exquisitos.

Era un rostro propio del mundo de los sueños o de los cuentos de hadas. La Bella Durmiente, tal vez, Blancanieves…

La princesa encantada esperando que su Príncipe Azul la despertara con un beso.

«Ojalá pudiera ser tan fácil», pensó él.

La mujer que había tumbada en la cama se movió ligeramente. Unos ojos de color gris azulado muy claro, parecidos al agua bañada por el sol, lo observaron.

Él sintió que se le cortaba la respiración y que a continuación, el aire se le escapaba entre los labios con suspiros entrecortados.

Al escucharlo, ella murmuró:

– ¿Quién está ahí?

Él se aclaró la garganta y se inclinó hacia delante para tocarle la mano.

– Soy yo, C.J. Starr.

Ella cerró los ojos y apartó el rostro. Después de lo que pareció una eternidad, volvió a retomar la palabra.

– ¿Por qué está usted aquí?

C.J. Starr se sentó y se miró las manos, que tenía entrelazadas entre las rodillas y trató de pensar cómo podría responder a aquella pregunta sin hacer que el peso de su culpa recayera sobre ella. Al final, se encogió de hombros y musitó:

– Quería estar aquí.

– No lo culpo, ¿sabe? -respondió ella. C.J. Starr levantó los ojos y comprobó que ella lo estaba mirando-. Usted hizo lo que tenía que hacer. Yo conocía los riesgos.

– Si yo no hubiera estado allí… -susurró él. Sentía un peso en el pecho del que no lograba desembarazarse.

– Yo habría escogido a otra persona a la que secuestrar. De todas las paradas de descanso para camiones -añadió, tras lanzar una risotada suave e irónica-, ¿por qué tenía usted que detenerse precisamente en ésa?

Él miró hacia la ventana. El cielo estaba limpio y azul, con el color translúcido que sólo adoptaba en el otoño, cuando los árboles se tiñen de tonos dorados. Era la estación favorita de su madre.

Suspiró y volvió a recostarse sobre la silla.

– Supongo que tendré que echarle la culpa a la tormenta -dijo.


En lo que respecta a las tormentas, aquélla no estaba nada mal. La manta de agua que caía era impresionante, del modo en que sólo puede hacerlo en el sur en primavera, por lo que la visibilidad era nula. Además, era la tercera vez que el todoterreno que tenía delante se detenía prácticamente en seco, por lo que él no hacía más que frenar, rezar y maldecir lo suficientemente alto como para superar el estruendo que la lluvia producía sobre el techo de la cabina del camión.

Como, al contrario de los deseos de su madre, no había estado rezando lo suficiente últimamente y quizá había utilizado una buena parte de la porción de Ayuda Divina que se le había adjudicado para toda la vida, decidió que se detendría en la próxima parada de descanso que viera. Cuando vio la señal, puso el intermitente y abandonó la autopista.

Un buen número de conductores había tenido el mismo sentido común, por lo que la parada estaba llena. Tuvo la suerte de encontrar el último espacio adecuado para un camión de dieciocho ruedas y aparcó. Cuando se hubo puesto el impermeable, salió del camión y se dirigió hacia la zona de servicio.

Le parecía que había dejado de llover tan fuerte, aunque podría ser que tuviera esa impresión porque ya no tenía que soportar las salpicaduras de las ruedas del resto de los camiones y vehículos, que siempre hacían que pareciera que lloviera más de lo que llovía en realidad. Se había levantado un desagradable viento, por lo que a excepción de dos mujeres que estaban tratando de utilizar un teléfono móvil, la mayoría de los conductores habían optado por permanecer en sus vehículos.

C.J. tenía la intención de hacer lo mismo, una vez que hubiera utilizado los aseos y las máquinas expendedoras. Pensaba hacerse con un buen surtido de comida basura para que lo ayudara a pasar el tiempo, que era algo que los camioneros hacían con frecuencia y la razón principal de que la mayoría de ellos tuvieran unas barrigas tan grandes y estuvieran tan obesos. Al menos, eso le había dicho su hermano Jimmy Joe, que era también su jefe.

A pesar de todo, C.J. se había dado cuenta de que aunque su hermano llevaba casi veinte años conduciendo camiones, estaba tan esbelto y tan delgado como siempre, lo que le había hecho pensar a C.J. que ambas eran cualidades que compartían todos los miembros de la familia Starr, al igual que el color chocolate de sus ojos y los hoyuelos en el rostro.

De todos modos, no lo preocupaba mucho. Empezó a meter monedas en las máquinas y se llenó los bolsillos de patatas fritas y de golosinas. Lo que más le importaba era llegar a tiempo a Georgia para poder hacer el examen que tenía tres días después. A continuación, sólo le quedaría el examen final y por fin, habría terminado sus estudios en la facultad de Derecho después de diez años, es decir, si se contaba los años de la facultad y el tiempo que había tardado en aprobar las asignaturas que le quedaban del instituto, dado que había tenido la mala cabeza de dejar los estudios cuando sólo le quedaba un año para terminar.

Ni un solo minuto de aquellos diez años le había resultado fácil. Muchos, e incluso él mismo, se habían sorprendido de que hubiera llegado hasta allí.

Mientras hacía malabarismos con una lata de refresco y una bolsa de bolitas de queso, se metió el cambio en el bolsillo de los vaqueros y se dirigió de nuevo al camión. Una vez más, pasó al lado de las dos mujeres, que seguían tratando de hablar con alguien con un teléfono móvil y evidentemente, sin mucha suerte.

La que tenía el teléfono móvil parecía tener unos catorce años. Era alta, esbelta y de huesos finos y llevaba puestos unos vaqueros y una sudadera con capucha, que llevaba sobre la espalda. Tenía el cabello rubio y corto, peinado con el estilo revuelto y de punta que tanto parece favorecer a las mujeres jóvenes. Tenía el dedo metido en la oreja que no estaba cubierta por el móvil y no hacía más que moverse de un sitio a otro, del modo que suelen hacer los que tratan de evitar las interferencias de los móviles. La otra mujer era mayor, de poco más de treinta años y era muy hermosa, de cabello castaño rojizo, largo y rizado. Parecía muy nerviosa. No hacía más que abrazarse y observar a la muchacha mientras miraba por encima del hombro.

C.J. se percató de que había una tercera persona, acurrucada contra las piernas de la mujer de más edad. Era una niña, con cabello oscuro y flequillo y los- ojos más grandes y más negros que C.J. había visto jamás. Estaba mirando directamente a C.J., por lo que él le sonrió. Ella siguió mirándolo fijamente, sin parpadear, con los ojos como profundos estanques negros.

C.J. sintió que se le hacía un nudo en el pecho y de repente, le pareció que lo más importante del mundo era conseguir que aquella niña sonriera. Esbozó una sonrisa aún más amplia, mostrando los famosos hoyuelos de los Starr y dijo:

– Hola, bonita. ¿Qué tal estás?

De repente, se dio cuenta de que la niña podría haberle visto comprando todas aquellas golosinas de las máquinas y le pareció que la pequeña podría tener hambre.

– ¿Quieres? -le preguntó, mientras le ofrecía las bolitas de queso.

C.J. habría sido el primero en admitir que no sabía mucho sobre niños, pero de todos modos, lo sorprendió mucho que la pequeña tratara de esconderse un poco más entre las piernas de la mujer. No era la reacción que él estaba acostumbrado a recibir cuando sonreía de aquel modo.

Transfirió la sonrisa a la madre y se explicó rápidamente.

– Lo siento, señora. No tenía intención de asustar a la pequeña.

La mujer le dedicó una tensa sonrisa y musitó algo entre dientes, algo que a C.J. le sonó parecido a: «No importa, pero no necesitamos nada».

No parecían personas muy simpáticas. C.J. estaba a punto de proseguir con su camino cuando, por alguna razón, volvió a mirar a la muchacha que tenía el teléfono móvil. Coincidió justo con el momento en el que ella se daba la vuelta y sus miradas se cruzaron. El corazón de C.J. volvió a tensársele en el pecho. La muchacha no era tan joven como había pensado en un principio. Era joven, pero no era una niña. Tenía unos ojos fascinantes. A pesar de la pobre luz artificial del parapeto, habría jurado que eran plateados.

No sabía lo que tenía aquella mujer, pero fuera cual fuera el piropo que había pensado en dedicarle, éste se le olvidó por completo. Le dedicó una cortés sonrisa y susurró:

– Señora… Que tengan buen viaje.

Entonces, se arrebujó en el impermeable y salió del parapeto. A los pocos pasos, empezó a correr.

Cuando estuvo de vuelta en su camión, se olvidó de las dos mujeres y de la niña mientras almacenaba sus provisiones en los lugares habituales y abría la lata de refresco. A continuación, encendió la luz y sacó el montón de libros de Derecho que llevaba siempre en el asiento del pasajero. El examen estaba muy cerca y su futuro dependía del resultado, por lo que cada minuto que pudiera dedicar a estudiar era importante.

El rugido del viento despertó a C.J. «Maldita sea. La tormenta ha vuelto a arreciar», pensó.

Enseguida, comprendió que no se trataba del viento. Eran camiones. La parada de descanso se estaba vaciando rápidamente. En los retrovisores, comprobó lo vacío que estaba el aparcamiento, a excepción de un todoterreno gris que estaba aparcado en la parte de atrás. Alguien más se había quedado dormido.

Se estiró, recogió todas las bolsas de aperitivos y la lata de refrescos y saltó del camión. Iría al aseo por última vez y regresaría inmediatamente a la carretera.

El aire era cálido, como se suponía que debía de ser en primavera. Sin embargo, esa estación no era la favorita de C.J. Como su madre, Betty Starr, él prefería el otoño, la estación de cielos azules y un indefinible toque de melancolía en el ambiente.

Se echó a reír ante tales pensamientos, aunque sabía que su madre no se habría reído. Betty Starr era maestra y había educado a sus hijos, tres chicas y cuatro chicos, para que disfrutaran de la lectura y de los libros tanto como de la caza y de los coches, para que supieran gozar de los aspectos más sutiles de la naturaleza igual que con los rifles o los motores de gasolina. A pesar de todo, dados los círculos en los que C.J. se había pasado la mayor parte de su vida, él tenía por costumbre guardarse para sí sus nociones poéticas.

– Perdóneme, señor…

C.J. estaba sumido en sus pensamientos mientras se sacudía las manos para secárselas tras salir del aseo. Se llevó un buen susto cuando la esbelta figura emergió de detrás de la pared que protegía la entrada y se colocó delante de él. La mujer tenía las dos manos metidas en el bolsillo frontal de la sudadera. Su cuello parecía tan frágil como el tallo de una flor.

– ¡Vaya! -exclamó él. Inmediatamente, esbozó una de sus fulgurantes sonrisas para que ella supiera que no lo había molestado-. Señora, creo que se ha equivocado de puerta. El aseo de señoras está al otro lado.

Habría seguido con su camino, pero la mujer parecía decidida a permanecer donde estaba. Ella no le devolvió la sonrisa.

– Siento molestarlo…

– No es molestia alguna. ¿Qué puedo hacer por usted?

C.J. irradiaba encanto por todos los poros de la piel, lo que no tenía nada que ver con el hecho de que acabara de descubrir que la mujer era mucho más hermosa de lo que había pensado en un principio. Era delicada, con suaves labios y una piel tan fina que parecía iluminarse desde el interior. De todos modos, C.J. se habría mostrado igual de encantador con cualquiera. Él era así.

– Tengo que pedirle un favor… Un favor muy grande.

A C.J. le llamó la atención lo tensa que estaba la mujer, como si fuera un ciervo en el momento antes de salir huyendo hacia las profundidades del bosque.

– Estaré encantado de ayudarla, señora -respondió C.J., aunque estaba empezando a intranquilizarse. Lo último que necesitaba en aquellos momentos eran más retrasos.

– Mi coche no arranca. Creo que podría ser el alternador. Me preguntaba si usted…

– Estaré encantado de echarle un vistazo -respondió él, aliviado de que se tratara de algo que podría solucionarle sin dedicarle demasiado tiempo. Automáticamente, se dirigió al único vehículo que quedaba en el aparcamiento aparte del suyo-. Es ése, ¿verdad? ¿Tiene las llaves? No tardaré ni un minuto…