– ¿Qué te parece?
– El Paraíso.
C.J. sintió una minúscula sensación de triunfo. Le colocó la otra mano en el hombro y se incorporó ligeramente. A continuación, comenzó a darle un suave masaje sobre las clavículas, justo donde la tensión más le atenazaba los músculos. Notó el suave aroma a fresas que le emanaba del cabello y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no enterrar el rostro en él.
Caitlyn dijo algo que él no pudo oír, por lo que se inclinó un poco más sobre ella.
– ¿Cómo dices?
– He dicho que las sensaciones son increíbles -murmuró-. Nunca me había dado cuenta de… Creo que nadie me ha dado un masaje así antes.
– ¿De verdad? -replicó él, sin poder reprimir una sonrisa-. Me alegro de ser el primero.
Caitlyn también se echó a reír. Entonces, se produjo un silencio casi imposible, mientras la mente de C.J. empezaba a viajar por senderos remotos.
«Ojalá… Ojalá, hubieras sido tú el primero», pensó Caitlyn.
Su primero no había sido una elección muy acertada. De hecho, ni siquiera había sido su elección. Todo había ocurrido después del baile de graduación del instituto, en el asiento trasero del coche de sus padres. Él había bebido demasiado y ella… Bueno, tal vez ella no había bebido lo suficiente. Recordó que se había sentido asustada y abrumada, demasiado consciente de que él era dos veces mayor que ella y de que no había esperanza de que pudiera impedirle hacer lo que tan decidido estaba a realizar. Recordó haberle suplicado, aunque tal vez sólo lo había hecho en su cabeza. En cualquier caso, él ni había oído ni escuchado. Caitlyn recordaba el dolor y lo que era peor aún, la indefensión y la humillación.
No se lo había contado nunca a sus padres a pesar de que ellos siempre se habían preguntado por qué no había querido volver a salir con aquel chico. Él no había dejado de insistir nunca hasta que llegó el día en el que ella se marchó a la universidad. Sin embargo, desde aquella noche no había podido volver a mirarlo a la cara sin sentir repulsión y había tenido mucho cuidado de no volver a quedarse a solas con él.
Los que siguieron a continuación tampoco habían sido mucho mejores, aunque al menos ella sí los había elegido. No obstante, siempre se había asegurado de mantener sus emociones bajo un estricto control. Con aquello se había contentado y se había sentido siempre satisfecha… hasta aquel momento.
«Ojalá…». Colocó las manos encima de las de C.J. y detuvo su seductor movimiento.
– Creo que ésa es precisamente la razón por la que odio necesitar ayuda.
– ¿Cuál? -preguntó él. Su aliento le revolvió ligeramente el cabello de encima de la oreja, lo que provocó que se echara a temblar y que los pezones se le pusieran erectos.
– No quiero necesitar a nadie. No puedo… Tengo miedo…
– ¿De qué tienes miedo? -quiso saber él. Ignorando la presión de las manos de Caitlyn, las suyas volvieron a movérsele suavemente por encima de los hombros.
– Supongo… -susurró. La voz se le hizo un nudo en la garganta-. Supongo que un psicólogo diría que tengo miedo a perder el control. A ser débil.
– Necesitar a otra persona no hace que una persona sea débil, sino sólo más humana. De hecho, yo diría que todo el mundo necesita a alguien…
Una carcajada desesperada se apoderó de Caitlyn. Empezó a tararear las palabras de una canción.
– Eveybody needs somebody sometime…
C.J. levantó un poco más la mano y comenzó a acariciarle la garganta y la barbilla. La última nota de la canción se ahogó entre los labios de Caitlyn cuando él la besó. El aliento que no había tenido tiempo de exhalar le hinchó el pecho. Los senos se le irguieron y el vientre le empezó a temblar.
Las yemas de los dedos de C.J. le acariciaban la tensa curva de la garganta. Sus labios no se apartaron, sino que siguieron acariciando suavemente los de Caitlyn. Tan inmersa estaba ella en las sensaciones, que se olvidó de que necesitaba aire, de que no podía ver. La luz, dorada y deliciosa, la envolvió por completo.
– Supongo -susurró ella, buscándolo en aquella luz-, que has hecho eso para hacerme callar…
C.J. no respondió con palabras. Caitlyn sintió su calidez y notó que la boca volvía a acercarse. Él separó los labios y los de ella siguieron su ejemplo en cuanto sintió su contacto.
– Pero yo no…
– Calla.
Volvió a besarla e incrementó la presión con una exquisita lentitud mientras le colocaba la mano debajo de la barbilla para que ella la levantara. El hecho de que le introdujera la lengua en la boca pareció sólo una progresión natural de aquella presión… Una consumación y no una intrusión.
El cuerpo de Caitlyn comenzó a calentarse. La piel le ardía con mil minúsculos puntos de calor. Se sentía tan débil como una recién nacida, tanto que estuvo a punto de sollozar cuando sintió la calidez del cuerpo de C.J. Los brazos de él la rodearon. Jamás se había sentido tan débil, tan indefensa… Sin embargo, no deseaba que aquella sensación terminara nunca.
Capítulo 12
Cuando C.J. notó que ella empezaba a perder el control, sus instintos respondieron a aquella rendición con una sensación de triunfo típicamente masculina. Sin embargo, ella empezó a temblar y aquello lo derrotó. Lo que deseaba no era la rendición de Caitlyn. Tampoco deseaba que perdiera nada.
Con tristeza, se dio cuenta de que se había estado mintiendo cuando trató de convencerse de que sólo quería ayudarla, devolverle lo que se le había arrebatado. La vida, la vista, la sensación de seguridad. En realidad, así era, pero había comprendido que lo que realmente deseaba entregarle a Caitlyn era a sí mismo.
Ni siquiera aquello le iba a bastar porque quería también que ella le entregara algo a cambio, que le diera las cosas que precisamente ella, no deseaba entregarle y que lo hiciera de buena gana, sin reservas.
Quería que ella lo deseara. A pesar de lo que le había dicho su madre, ansiaba que Caitlyn lo necesitara. Deseaba que ella compartiera su vida con él. Deseaba que lo amara.
Trató de negarlo. La parte más primitiva de su ser, segura de que en aquellos momentos podría conseguir lo que quisiera, no dejaba de enfrentarse al ser humano inteligente que sabía que no sería victoria alguna aprovecharse de la mujer que temblaba entre sus brazos. Poco a poco, la sangre se le fue helando en las venas y la pasión se convirtió en vergüenza cuando se apartó de ella y le miró el rostro. Como siempre, la belleza en estado puro de aquellos rasgos le quitó el aliento, pero en aquella ocasión, le produjo también dolor.
«¿En qué estabas pensando?», se preguntó con amargura. «¿No era ya bastante difícil que ella te perdonara como para que también quieras que te ame? ¿Después de lo que le hiciste? ¿En qué estabas pensando?».
Con un gran esfuerzo, hizo que ella se incorporara y se apartó de su lado.
– Estás herida. Es mejor que te lleve a casa.
Caitlyn asintió muy tranquilamente. Suponía que estaba en estado de shock. Temblaba y sentía que el frío la atenazaba por dentro. Sus pensamientos eran tan confusos como sus sentimientos y le resultaba imposible poder enfrentarse a ellos. Notó que él le colocaba algo entre las manos. Era el zapato, con el calcetín guardado en su interior. Lo aferró con fuerza contra su pecho mientras él la agarraba por los codos.
– Tranquila -murmuró él, mientras la levantaba-. No apoyes tu peso sobre ese pie… Ahora, colócame las manos sobre los hombros. Te voy a poner sobre la orilla…
El corazón de Caitlyn comenzó a latir con fuerza. Se preguntó si él podría leerle en el rostro el efecto que había producido en ella. Cuando sintió las manos de C.J. alrededor de la cintura, el estómago le dio un vuelco. Él la levantó y la colocó encima del terraplén sin esfuerzo alguno.
De repente, sintió que la ira se apoderaba de ella. Se sentía profundamente humillada, casi tanto como el día en el que le arrebataron su virginidad en el asiento trasero del coche de su padre. Lo que C.J. le había quitado no tenía nombre. Era algo que ni siquiera se había imaginado que pudiera poseer. «Virginidad emocional. ¿Existía aquel concepto?». Agarró con fuerza el zapato y dio unos saltitos para recuperar el equilibrio.
– Si me das algo, puedo andar…
– No seas estúpida -replicó él. Entonces, la tomó en brazos sin muchos miramientos. Inmediatamente, echó a andar a grandes pasos-. No obstante, me ayudaría que no estuvieras tan rígida. Relájate un poco. ¿Crees que podrías rodearme el cuello con los brazos?
– Por supuesto -contestó ella. Con un ademán exagerado, Caitlyn levantó el brazo y se lo colocó por encima de los hombros-. ¿Mejor así?
C.J. lanzó un gruñido y tras colocarse a Caitlyn más cerca del cuerpo, siguió andando. Caitlyn notó como los dos corazones latían con fuerza el uno contra el otro. No sabía cuál de los dos latía con más fuerza. C.J. estaba haciendo todo el trabajo. ¿Cuál era su excusa?
– La casa está muy lejos -dijo-. Vas a conseguir que te dé un ataque al corazón.
– Preferiría que dejaras de preocuparte sobre mi salud -le espetó él-. Hay modos de llevarte mucho más fáciles, ¿sabes? ¿Preferirías que te echara por encima del hombro, como hacen los bomberos?
– No especialmente.
La ira que sentía había empezado a esfumarse, lo que dejaba más al descubierto el dolor que tanto se había esforzado por enterrar. ¿Por qué había tenido que besarla C.J. de aquella manera para luego comportarse como si hubiera hecho algo vergonzoso o peor aún, como si no hubiera hecho nada en absoluto?
– Dime una cosa -dijo por fin, con gran esfuerzo-. ¿Tienes costumbre de besar a las mujeres inesperadamente, cuando a ti te conviene? ¿Cuando te apetece?
– Sólo a las guapas -replicó C.J., sin inmutarse.
Caitlyn se tragó la réplica que había pensado en darle. Seguía presa de los temblores, pero una nueva excitación se había apoderado de ella. Era un placer secreto. «¿Cree que soy guapa?».
Notó que la piel del cuello de C.J. estaba muy caliente y que por debajo, vibraban unos poderosos músculos. Descubrió que, sin darse cuenta, había empezado a acariciársela como si fuera el lomo de un animal.
Ella misma también tenía la piel muy acalorada, aunque sólo donde él la tocaba. Sentía cómo los músculos de C.J. se flexionaban, cómo le vibraban los nervios y cómo le fluía la sangre por las venas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por no sonreír.
La luz la acribilló de repente, como si hubiera pasado de una oscuridad total a mirar cara a cara al sol. Lanzó un grito y escondió el rostro contra el pecho de C.J.
Aquel grito de dolor le partió a él el corazón. La ternura, acompañada de otras emociones que no era capaz de nombrar y que no había sabido que poseía, emergió a través de él y sacudió los cimientos de su alma. Cuando habló, la voz le temblaba profundamente.
– Ya casi hemos llegado. Aguanta, tesoro… -susurró, con los labios pegados al cabello de ella.
Se sentía furioso consigo mismo y a la vez con ella. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¿Cómo no se había imaginado que terminaría enamorándose de ella? En aquellos momentos le parecía tan evidente que se preguntó si se habría dado cuenta todo el mundo menos él.
Bubba y Blondie acudieron a saludarlos cuando entraron en el patio. Bubba no hacía más que ladrar, como si les estuviera preguntando por qué habían tardado tanto. Blondie, por su parte, estaba haciendo todo lo posible por lamerle el rostro a Caitlyn.
– Baja, tonta -rugió C.J., aliviado por tener algo en lo que descargar su ira.
Caitlyn estaba temblando entre sus brazos. Sentía tantos deseos de consolarla, de reconfortarla… Como pudo, esquivó al comité de bienvenida canino y empezó a subir los escalones del porche. A continuación y después de hacer malabarismos para no soltarla, consiguió abrir la puerta y entrar en la casa.
– Ya me puedes bajar -dijo ella.
– Enseguida -replicó él. Observó la escalera. Caitlyn tenía razón. Iba a conseguir que le diera un ataque al corazón-. Ya casi estamos.
Casi sin saber cómo, consiguió subir la escalera. Por suerte, la puerta de la que una vez había sido su habitación estaba abierta. La atravesó con un gesto de triunfo. Las piernas y los brazos le pesaban como el plomo, pero consiguió recorrer la distancia que los separaba de la cama y depositar a Caitlyn sobre la colcha rosa con mariposas amarillas. Fue entonces cuando descubrió que ella se estaba riendo.
Se alegraba de que no estuviera llorando y de que no sintiera dolor. No sabía cuál era la causa de tanta hilaridad, pero decidió que no le importaba. Jamás había visto nada que le provocara un regocijo mayor. Se dio cuenta de que jamás la había visto reír, al menos de aquella manera.
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