– De Miami.

C.J. lanzó un silbido y asintió. Estaba empezando a tener una ligera idea de lo que podría ser todo aquello.

– ¿Se le ha ocurrido ir a la policía?

– No es una opción -respondió ella-. Mire, aunque no se lo crea, sé lo que estoy haciendo -añadió, con impaciencia-. Usted limítese a conducir y no me haga más preguntas. Por favor.

Reclinó la cabeza sobre el asiento, aunque no cerró los ojos. A través de la tela de la sudadera se adivinaba la forma de la pistola, que ella aún tenía fuertemente agarrada.

C.J. se concentró en la carretera y mantuvo la boca cerrada. Sin embargo, estaba empezando a enfadarse de nuevo. En primer lugar, no le gustaba que le dieran órdenes y mucho menos que se las diera alguien que lo estaba apuntando con una pistola. A eso, había que añadirle el hecho de que la persona que le daba las órdenes era una mujer y muy guapa por cierto… Lo sorprendió mucho que aquel detalle en particular lo molestara tanto, pero así era. No podía dejar de pensar que el hecho de haber permitido que le ocurriera algo así daba una mala imagen de su valor e incluso de su masculinidad.

Al resentimiento había que añadir una cierta sensación de culpa, sobre todo cuando pensaba en la niña. Maldita sea. La mujer tenía razón. Tenía que haberse dado cuenta de que tenían problemas desde el primer momento en el que las vio. De hecho, si se paraba a pensarlo, deducía que lo había sabido, pero que no había querido pensar al respecto. No había querido tomarse la molestia, por miedo a que sus problemas interfirieran con su apretado horario. La verdad era, que si les hubiera ofrecido su ayuda desde el principio, la mujer no habría tenido que utilizar una pistola.

Por supuesto, nada de esto la excusaba de lo que había hecho. C.J. no iba a soportarlo ni un momento más de lo que fuera necesario.

La cabina del camión estaba sumida en un absoluto silencio, sólo interrumpido por el zumbido del motor y la música que provenía de los altavoces traseros. La autopista resultaba muy monótona y el tráfico era muy escaso. Normalmente, la somnolencia se habría apoderado de él, pero no en aquella ocasión. Se sentía muy alerta, con todos los sentidos al cien por cien.

De soslayo, vio que su pasajera empezaba a dar cabezadas. Sabía muy bien lo que aquello significaba. Su secuestradora estaba tratando de no sucumbir al sueño.

C.J. condujo en silencio, tan suavemente como pudo. Había pensado en llegar a Atlanta para la hora de cenar. Tuvo suerte de poder atravesar las carreteras de circunvalación de la ciudad sin problemas. Cuando consiguió dejar atrás la ciudad y dirigirse hacia el noroeste, el crepúsculo ya había dejado paso a la oscuridad de la noche y el tráfico se había hecho mínimo, como siempre ocurría a esa hora. Ya sólo quedaban camiones en la carretera… y la secuestradora estaba dormida.

C.J. había tenido mucho tiempo de pensar qué era lo que iba a hacer y cómo iba a hacerlo. A pesar de todo, cuando llegó el momento de ponerlo en práctica, el corazón le latía tan fuerte que se temió despertarla y estropearlo todo.

Era uno de esos desvíos a ninguna parte, con rampas de salida y entrada a la autopista que van a dar a pequeñas carreteras de dos carriles, rodeadas de bosques y de pastos. Antes de eso, sin embargo, había una estación de servicio abandonada, un lugar donde un conductor cansado podía aparcar y echarse una siestecita cuando así lo necesitaba. C.J. lo había hecho en más de una ocasión.

Aminoró la velocidad gradualmente, con cuidado de no hacer movimientos bruscos que pudieran despertar a su pasajera, pero tomó la salida más rápido de lo que debería. Pisó el freno y contuvo el aliento.

Era entonces o nunca. Eligió el que esperaba que fuera el momento más adecuado. Apretó el freno y al mismo tiempo, soltó el cinturón de seguridad de su pasajera.

Todo salió del modo que había esperado. Con un profundo suspiro, el camión se detuvo. Como no tenía cinturón de seguridad que la sujetara, la mujer se dejó llevar por la inercia del movimiento. Habría terminado en el suelo, sin chocarse contra el parabrisas. Lo único que se lo podría haber impedido eran sus reflejos y los tenía muy buenos. Se despertó bruscamente e hizo exactamente lo que él había esperado que hiciera: extendió las manos para detenerse. Las dos manos.

Para entonces, C.J. ya había echado el freno de emergencia y se había soltado de su cinturón de seguridad. Se abalanzó sobre el salpicadero y aprisionó las esbeltas muñecas de la mujer con sus propias manos. Se aseguró de mantener las manos de la secuestradora lejos del bolsillo de la sudadera y rápidamente, aunque ella era muy fuerte, consiguió dominarla y la inmovilizó de espaldas sobre el salpicadero. Un par de segundos después, tenía la pistola en la mano y se había vuelto a sentar en su asiento, con la respiración acelerada como la de un caballo que acaba de ganar una carrera. La adrenalina que se había apoderado de él no lo dejó pensar en el delicado cuerpo ni en la pálida y cremosa piel de la mujer.

Mientras examinaba la pistola, vio que su secuestradora volvía a acomodarse contra el asiento. Había pensado que la pistola no estaba cargada, pero se había equivocado.

– Está cargada -dijo, escandalizado. Los pelos de la nuca se le pusieron de punta.

– Ya le dije yo que estaba cargada -replicó ella, con un bufido-. No miento nunca.

C.J. notó que ella no se frotaba las muñecas ni nada por el estilo, a pesar de que tenía unas marcas rojas en la piel. Se limitó a permanecer sentada con las manos en el regazo. Le había ganado aquella batalla, pero ella no se sentía derrotada.

Se sobresaltó cuando notó que la cortinilla del compartimiento trasero se abría. La mujer pelirroja sacó la cabeza. Parecía muy asustada.

– ¿Caitlyn? ¿Qué es…?

– No ocurre nada, Mary Kelly -respondió ella, tranquilamente, mientras C.J. se guardaba la pistola en el bolsillo del lado del asiento que quedaba junto a su puerta, por lo que ella tendría que superarlo a él para poder alcanzarla-. Sólo nos hemos detenido un momento. Todo está bien.

– Lo siento, señora -musitó C.J.

Caitlyn. Así se llamaba. Se alegraba de saber que podría pensar en ella en otros términos que no fueran «la secuestradora».

Se tensó cuando vio que ella se giraba en el asiento, pero se relajó al ver que sólo era para poder hablar mejor con la tal Mary Kelly.

– ¿Cómo está Emma? -preguntó.

– Sigue durmiendo -replicó Mary Kelly-. Creo que está completamente agotada.

– ¿Por qué no vas a ver si tú puedes dormir también un poco más? -le sugirió Caitlyn-. Proseguiremos nuestro camino dentro de un momento. El señor… el señor…

– Starr, C.J.

– Me alegro mucho de conocerlo -dijo Mary Kelly. Inmediatamente, extendió una mano para que C.J. pudiera estrechársela.

Mientras lo hacía, C.J. no pudo dejar de pensar lo extraño que resultaba estar dándole la mano con una pistola metida en el bolsillo.

– El señor Starr dice, que si tienes hambre, puedes comer algo.

– Sí, tome lo que quiera -dijo él.

Había vuelto a arrancar el camión. Se sentía muy aturdido, pero sabía que ya tenía casi bajo control la situación. Entró en la estación de servicio abandonada y aparcó. A continuación miró a su pasajera. La secuestradora. Caitlyn. Ella le devolvió la mirada sin decir nada.

– Usted y yo vamos a hablar -dijo él. Entonces, señaló la oscuridad que había al otro lado de los cristales de las ventanas.

Ella asintió y agarró la manilla de la puerta. C.J. pensó en la pistola que tenía en el bolsillo del asiento, pero decidió que estaba mejor donde estaba. Bajó y los dos se reunieron en la parte delantera del camión, entre la luz de los faros. C.J. dudó. Entonces, le agarró el codo y le indicó que echara a andar. Los dos se dirigieron a la pequeña tienda abandonada y se colocaron bajo unas luces que nadie se había molestado en quitar.

– Ya es hora de que me diga lo que está pasando aquí -dijo él.

Mientras esperaba que ella respondiera, le resultó extraño lo difícil que le resultaba mirarla. No era difícil exactamente, sino raro. Turbador. Era como observar una de esas fotografías en las que hay algo escondido que se supone que uno debe ver si se mira en cierto modo. C.J. nunca había sabido cómo hacerlo. Igualmente, aquella mujer era un enigma para él. Una mujer que no era lo que parecía. Lo había secuestrado a punta de pistola cuando parecía un ser frágil, delicado, al que C.J. deseaba proteger y defender.

– Muy bien. ¿Qué le parece si le digo yo lo que creo que está pasando? -añadió, cuando resultó evidente que ella no iba a responder-. Resulta evidente que está ayudando a esa mujer y a esa niña a huir de alguien del que tienen miedo, supongo que del marido. ¿Estoy en lo cierto? Ya veo que estoy en lo cierto -comentó, al ver que ella seguía sin responder-. Lo que quiero saber es por qué no van a la policía si ese hombre ha estado maltratándolas.

– Ya le dije que la policía no era, ni es, una opción.

– Vamos, no me venga con esas. Hay leyes…

– Que, en este caso, están todas de parte de él -lo interrumpió ella-. Mire, ya le dije que cuanto menos sepa, mejor. Nunca lo habría implicado a usted en este asunto si hubiera tenido elección. Si nos lleva a algún sitio en el que podamos alquilar otro coche…

– ¿Qué quiere decir con eso de que las leyes están todas de su parte? -preguntó C.J. Tenía una sensación muy extraña en el estómago.

Ella cerró los ojos. Cuando los abrió, tenían un brillo plateado, que C.J. reconoció como ira. Tal vez como frustración.

– Quiero decir que el esposo de Mary Kelly es un hombre rico y poderoso, muy poderoso -respondió, casi escupiendo las palabras-. También es un hombre encantador, inteligente, violento y peligroso. Muy peligroso. Ha aterrorizado a su esposa durante años, pero ella sólo consiguió el valor para dejarlo cuando la violencia empezó a afectar a su hija. Desgraciadamente, como suele ocurrir, cuando eso ocurrió es cuando el marido deja de ser simplemente violento para convertirse en mortal. Primero, dio todos los pasos legales necesarios para asegurarse la custodia plena de Emma. Consiguió que un montón de testigos estuvieran dispuestos a testificar que Mary Kelly no era una buena madre. Se hizo también con «pruebas» de infidelidad, de abuso de drogas… Todo. Mary Kelly sabía que no tenía posibilidad alguna de derrotarlo en los tribunales y que cuando él tuviera la custodia de Emma, la mataría. Fue entonces cuando nos llamó. Tuvimos que actuar con rapidez…

– ¿Qué quiere decir con eso de que «nos llamó»? -preguntó. Inmediatamente, se olvidó de aquella pregunta al asimilar el resto de la información que ella le había dado-. ¿Matarla, dice? Venga ya. ¿Quién es ese tipo? Ni que todo esto fuera parte del argumento de una película… -añadió. Sin embargo, no consiguió sacudirse la extraña sensación que le embargaba el pecho.

Ella se dio la vuelta y se alejó de él mesándose el cabello con un gesto de frustración.

– Por favor, no me haga más preguntas -le pidió, antes de volver a colocarse delante de él-. Mire, siento haberlo metido en esto, pero yo… nosotras necesitamos su ayuda en estos momentos. No hay nadie más a quien podamos recurrir. Se lo suplico.

Con aquellos ojos líquidos de lágrimas contenidas, C.J. necesitó una gran fuerza de voluntad para mantenerse distante y enfadado.

– Sólo dígame una cosa. ¿Quién tiene la custodia de la niña en estos momentos? Usted dijo que habían estado ya en los tribunales. ¿Dictó el juez sentencia?

Ella asintió, aunque sin mirarlo ni responder. No tuvo que hacerlo. Su silencio confirmó el peor temor de C.J.

– ¡Dios Bendito! El juez le dio al padre la custodia, ¿verdad? Y usted, a pesar de todo, se la ha llevado. Ha cometido una violación flagrante del dictamen de un juez. Maldita sea… Eso es secuestro, ¿lo sabe?

Empezó a pasear de arriba abajo, tratando de encontrar el modo de salir de aquel atolladero. Después de unos minutos, se detuvo y se dio la vuelta. Ella estaba donde la había dejado, iluminaba por el haz de luz de una de las lámparas, con la cabeza inclinada. No parecía una secuestradora, sino más bien una viajera perdida. Al verla, sintió que se le hacía un nudo en el estómago.

– No puedo hacerlo -dijo, tras regresar a su lado-. Lo siento. No voy a ayudarla a cometer un delito, dado que eso me convertiría a mí en culpable. No puedo hacerlo. Simplemente no puedo. Lo siento…

C.J. esperó que ella tratara de convencerlo, pero no lo hizo. Después de un instante, se encogió de hombros con resignación.

– He visto los libros en su camión. ¿Está usted estudiando Derecho?

– Sí. Lo intento. Ya casi he terminado. Estoy en el último semestre y sólo me queda realizar el examen final.

No lo sorprendió que ella pareciera comprender. Echaron a andar de camino al camión. Ella iba con la cabeza bajada y él con los pulgares enganchados en la parte superior de los bolsillos de los vaqueros. Se sentía culpable y malo. Cuando llegaron al lado del camión y llegó el momento de separarse para ir a sus respectivas puertas, C.J. sintió pocos deseos de hacerlo. Entonces, ella levantó el rostro para observarlo y para sorpresa de él, se le dibujó una sonrisa en los labios.