– Así que, ¿estamos sólo nosotros? -dijo ella con una ligera nota de pánico en la voz.
– Podría llamar a la caballería si prefieres no estar sola -bromeó Doug, aunque comprendía la sensación que ella había expresado porque él mismo la sentía. El corazón le latía mucho más fuerte siempre que Juliette estaba cerca.
– No hay otro lugar en el que prefiriera estar…
De pequeña, había soñado con montar a caballo, pero nunca se había imaginado los sentimientos que aquella poderosa bestia podía despertar en ella. Sentada en el caballo y admirando el paisaje, había descubierto que nada de aquello tenía que ver con el pulso que le latía entre las piernas. El paseo parecía haber tenido cualidades afrodisíacas, y su efecto no había disminuido cuando se había bajado del caballo con la ayuda de los fuertes brazos de Doug. Esperaba con impaciencia aquella velada en la intimidad.
Dos horas más tarde, satisfecha gracias a una deliciosa langosta y algo afectada por el vino, seguía sintiéndose de la misma manera. No había habido un momento de aburrimiento en la conversación. Habían hablando de una amplia variedad de temas, de preferencias, igual que ocurre en una primera cita.
Estaba más relajada de lo que debería estarlo, considerando el modo en el que Doug la estaba mirando. Sin embargo, no tenía dudas sobre quién era la persona con la que deseaba estar ni de que él fuera un buen hombre.
– ¿Estás lista para regresar?
– ¿Tanta prisa hay? -preguntó ella-. No querrás que me suba a ese caballo algo bebida, ¿verdad?
– Nunca habría dicho que una copa de vino en una cena que ha durado dos horas te iba a afectar tanto -comentó él riendo.
– ¿Puedo contarte un secreto? -dijo Juliette, inclinándose sobre la mesa, al tiempo que con un gesto del dedo, le pedía que hiciera lo mismo.
Sin embargo, antes de que Doug pudiera responder, el camarero se les acercó.
– Perdónenme los señores.
– ¿Sí? -preguntó Doug.
– Tengo un mensaje de la central. La tormenta se acerca más rápidamente de lo que se había supuesto en un principio. Los caballos están a salvo en el establo de aquí, pero ustedes tendrán que regresar en coche. Ya está esperándolos en la entrada, para cuando ustedes deseen marcharse.
– Gracias -dijo Doug. El camarero asintió y volvió a dejarlos solos.
Una tormenta. Juliette respiró profundamente. Su miedo a las tormentas era algo pueril y poco razonable. Era el resultado de una travesura de la infancia que las había dejado a Gillian y a ella, cuando sólo tenían ocho años, en una casa en un árbol. El miedo a que les regañaran había sido mucho mayor que su temor a la lluvia y, para cuando las niñas se dieron cuenta de la severidad de la tormenta, los rayos y los truenos les impidieron regresar a su casa. Su padre las encontró por fin, pero no antes de que un trueno partiera la rama de un árbol cercano. Desde entonces, el miedo que Juliette sentía de las tormentas formaba parte de su ser.
– ¿Ves? Tenemos que volver en coche, así que no hay que preocuparse por que hayas bebido vino y tengas que montar a caballo.
– Es que hay otras cosas que me preocupan -dijo ella.
– Bueno, tú dirás…
– No es el vino lo que me ha afectado tanto sino…
Respiró profundamente y fortaleció la resolución que había estado desarrollando a lo largo de la cena. Había tomado una decisión y no pensaba echarse atrás. No quería que, cuando su estancia en aquella isla hubiera terminado, tuviera nada de lo que lamentarse. Estaba lista para dar el paso que, evidentemente, Doug el caballeroso había estado evitando. ¿Tal vez por miedo a ofenderla? No sabía, pero ya iba siendo hora de descubrirlo.
– ¿De qué se trata? -insistió él, cubriéndole la mano con la suya.
– Eres tú. Haces que pierda la cabeza y que me sienta mareada. Produces un efecto muy importante en mí. Estaba a punto de decirte que no estaba lista para irme a casa si ello significaba que me ibas a dejar en el umbral de mi bungaló.
Doug tosió. El hombre que se sentía atraído por Juliette estaba luchando con el periodista que se había prometido que no la utilizaría sexualmente para conseguir sus fines. Sin embargo, se recordó que también estaba en aquella isla para asegurarse de que los deseos de Juliette se hacían realidad. Si la rechazaba, estaría destruyendo su fantasía y su necesidad de sentirse deseada por un hombre muy especial, el hombre que Doug había elegido ser. Además, la deseaba tanto como ella lo deseaba a él. Tras sopesar las circunstancias, supo que podía convencerse de que estar con ella, cuando la propia Juliette se lo había pedido, no sería estar utilizándola para obtener información. Se aseguraría de que ella supiera lo mucho que la deseaba y de que disfrutaba de la intimidad que compartieran. Sin embargo, como se había prometido antes, acostarse con ella no podía ni debía ocurrir.
Tras agarrarla de la mano, se puso de pie, haciendo que Juliette hiciera lo mismo.
– Deberíamos irnos ahora, pero hablaremos en el coche, cuando vayamos de camino.
Ella asintió.
Había esperado que la presencia del conductor lo ayudara a contrarrestar la tensión sexual que había entre ellos, pero no habían enviado un coche o un minibús, tal y como había esperado, sino una limusina. Aquel gesto, completamente innecesario en una isla tan pequeña, era propio de una romántica como era Merrilee. Por supuesto, la limusina tenía una pantalla que ocultaba a los pasajeros de la mirada del conductor, para que ellos pudieran comportarse como les viniera en gana. Y, por el brillo que vio en los ojos de Juliette, vio que a ella tampoco se le había pasado por alto aquella posibilidad.
Sin embargo, vio que miraba al cielo y que, al ver las negras nubes que se estaban formando, se echaba a temblar.
– Las tormentas me dan mucho miedo -susurró-. Es un miedo de la infancia. Sé que es una tontería, pero…
– Lo siento, se suponía que no iba a desatarse hasta más tarde.
– Esas cosas ocurren -comentó ella, antes de meterse en la limusina, seguida de Doug.
En el momento en el que el conductor cerró la puerta, la lluvia empezó a caer. Doug estaba a solas, con una mujer que parecía estar a punto de sentársele en el regazo en cuanto retumbaran los primeros truenos. Una mujer a la que él deseaba desesperadamente.
Capítulo 5
Los truenos resonaron sobre sus cabezas, Juliette apretó las manos en el regazo. Se sentía muy avergonzada. ¿Cómo podía seducir a Doug si estaba demasiado asustada para moverse?
Sin previo aviso, la mano de él cubrió las suyas.
– Relájate -susurró.
Entonces, le tomó una mano y le fue estirando los dedos poco a poco. Cuando lo hubo conseguido, se la extendió encima de su propio muslo.
Tenía la pierna firme y fuerte bajo la dura tela vaquera. Sus poderosos músculos se flexionaron bajo sus caricias, lo que hizo que Juliette soltara lentamente el aire que tenía en los pulmones.
– Te has perdido el último relámpago.
– Tenía cosas mejores en las que pensar.
– De eso se trata precisamente -dijo él, riendo.
Entonces, el rugido de los truenos la sorprendió por completo. Juliette se puso tensa y le apretó los dedos contra el muslo.
– ¿Sabías que si cuentas los segundos entre el relámpago y el trueno se puede saber a qué distancia está el centro de la tormenta? -comentó ella.
– ¿Es verdad o se trata de un cuento?
– No lo sé, pero gracias a ti, yo tengo otra cosa en la que pensar, al menos durante esta tormenta -susurró ella, dándole a la voz un tono deliberado de picardía combinado con deseo.
– Sea lo que sea lo que tienes en mente, ¿evitará que tengas miedo?
Juliette asintió y se giró para quedar frente a frente con él y así poder colocarle las manos en los hombros.
– Estaré demasiado ensimismada como para pensar en el tiempo -musitó ella, armándose de valor.
– Entonces, habrá que hacer que te distraigas -murmuró Doug, con una voz tan ronca que despertó el deseo en todos los poros de su piel.
La tormenta, los nervios y la abrumadora necesidad hicieron que se echara a temblar. Lentamente, deslizó las manos hasta llevarlas a los botones de la camisa de Doug. Ya tenía dos abiertos y, sin proponérselo, le rozó el vello del pecho con los dedos. Él contuvo el aliento y, cuando lo dejó escapar, el sonido que se produjo fue parecido a un gruñido. Aquella respuesta afectó a Juliette en lo más profundo de su vientre y, más allá, en el pulso que le latía entre las piernas.
Acababa de demostrarle que tenía el poder de afectar físicamente a un hombre, algo que había dudado seriamente. Doug podría no darse cuenta de la importancia de su descubrimiento, pero ella nunca olvidaría aquel regalo, aquel momento ni a aquel hombre.
Deslizó poco a poco el botón por el ojal y fue repitiendo el mismo movimiento con los siguientes. A lo largo de aquellos gestos, el aliento acalorado de Doug no dejaba de acariciarle la mejilla. Entonces, un pequeño gemido de necesidad se le escapó de la garganta.
Doug apoyó la cabeza contra el asiento y cerró los ojos. Poco a poco, ella lo estaba matando, con sus caricias, con la mirada de sus ojos, con su capacidad para dejar el miedo de lado y perderse en aquella delicada exploración. Doug la estaba ayudando a cumplir su fantasía, pero también estaba descubriendo que tenía necesidades propias.
Abrió los ojos cuando ella, como si le hubiera leído el pensamiento, le había apartado la camisa para dejar el tórax al descubierto. Enredó los dedos en el vello del pecho y le acarició suavemente los pezones. Sus labios recorrían dulcemente la sensibilizada carne hasta que Doug se echó a temblar de deseo.
Un relámpago cruzó el cielo e, inmediatamente, el trueno estalló encima de ellos. Si lo que ella había dicho anteriormente era cierto, estaban en el centro de la tormenta. Sin embargo, Juliette estaba demasiado presa de su deseo, de su propia tormenta, como para darse cuenta de lo que estaba ocurriendo a su alrededor.
A Doug le pasaba lo mismo. Perderse en ella no era lo que había tenido en mente cuando había decidido apaciguar sus temores y tranquilizarle los nervios. El corazón le galopaba más fuerte que el caballo que habían montado antes y el deseo tomaba cada vez más fuerza dentro de él. Estaba tan tenso que era él quien necesitaba que lo tranquilizaran. Sabía que no encontraría el alivio que tanto buscaba si Juliette continuaba con sus sensuales movimientos.
Con la humedad de la lengua, ella fue abriéndole un sendero por el pecho, hasta llegarle al cuello, y se detuvo cuando le alcanzó la oreja.
– Estoy distraída -le susurró.
– Estoy seguro de ello…
Doug decidió colocar las manos a los lados. En primer lugar, había prometido que no se implicaría de aquella manera con ella y, además, ella misma se estaba distrayendo de su miedo a las tormentas. No necesitaba sus manos, ni su boca… Al pensar en todas las posibilidades que había ante ellos, apretó los dientes.
– ¿Te estoy distrayendo? -le preguntó, mientras le mordisqueaba suavemente el lóbulo de la oreja y le hacía subir a cotas inimaginables de infierno y paraíso.
– Ya hemos llegado -dijo de repente el conductor, a través del intercomunicador del coche-. La parada de Juliette es la primera.
Doug, a pesar de todo, se dio cuenta de que el conductor no había facilitado el apellido de Juliette para tratar de proteger su identidad al máximo. Aquello le recordó a Doug quién era y lo que estaba haciendo. O, más bien, lo que no debería estar haciendo. Afortunadamente, habían regresado al complejo turístico justo a tiempo.
La limusina se detuvo, pero el conductor no salió para abrirles la puerta. Evidentemente, les estaba dando una oportunidad para hablar.
– Bueno, supongo que ya está.
– No tiene por qué ser así -musitó ella mientras le ayudaba a ponerse la camisa con una picara sonrisa en los labios-. Recuerda lo que he dicho antes. No quiero entrar en mi bungaló y dejarte de pie en el umbral de mi puerta.
– Esta vez no sería así. Yo estaría en el interior del coche…
Doug empezó a abrocharse los botones, necesitando algo en lo que distraerse. Sin embargo, ella le apartó las manos y terminó la tarea ella misma. Cuando terminó, volvió a dejar las manos en el regazo.
– Un verdadero caballero me acompañaría a mi puerta. Y, una vez que llegara allí, ¿te parece que querría que yo entrara sola?
Sí. No. Lo que él quisiera no importaba. Además, sabía muy bien que no era un caballero.
Otro relámpago iluminó el cielo. Los enormes ojos de Juliette brillaban llenos de esperanza y parecían estar pidiéndole que no la defraudara. A los pocos segundos, estalló el trueno y, entonces, Doug supo que su destino estaba escrito. No podía enviarla al interior de su bungaló para enfrentarse al resto de la tormenta y al resto de la noche sola. Se preguntó si el destino se estaba riendo de él.
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