Sólo se detuvo para abrir el botiquín del baño y ocuparse de los anticonceptivos. Ya había descubierto que la dirección del complejo se ocupaba hasta de aquel pequeño detalle. Entonces, incapaz de esperar, la agarró por las caderas y la levantó. Entonces, con una gran destreza, la colocó encima de él y se hundió en ella. El placer fue inimaginable.
Juliette temblaba. Rápidamente, envolvió los brazos alrededor del cuello y las piernas alrededor de la cintura. La pared les dio el apoyo que Doug necesitaba para seguir con los movimientos. Su cuerpo se sentía listo para estallar. Cuando Juliette sintió los primeros temblores que anunciaban el clímax, se aferró a él con fuerza.
La erótica contracción de los músculos de ella le dio el empuje que necesitaba y Doug se vertió en ella en un explosivo orgasmo, uno que implicó no sólo su cuerpo, sino su mente, su corazón y su alma.
Juliette estaba tumbada en la cama con Doug, dibujando perezosos círculos sobre su tórax. El silencio los rodeaba, pero ella no sentía la necesidad de hablar. Lo que acababan de compartir hablaba por ellos. La felicidad reinaba entre los dos, por lo que ella no tenía deseo de cambiar nada. Sin embargo, el sonido del teléfono los sacó de aquel estado de gozo total.
– ¿Sí? -dijo Juliette. Querían comprobar que había pedido un desayuno doble y preguntar cuándo quería que lo entregaran-. Dentro de cinco minutos estaría muy bien -dijo. Después, se volvió hacia Doug-. Se trataba del desayuno. Te invité, ¿te acuerdas?
Doug se tumbó encima de ella, cubriéndola con su cálido peso.
– Pensé que acabábamos de comer -susurró él.
– Mmm…
Juliette suspiró y lo besó dulcemente. No quería romper aquella unión física, pero no le quedaba elección. Con el servicio de habitaciones de camino, tenía que hacerlo. Con un suave empujón, animó a Doug a que se levantara.
– Estoy segura de que puedes hacer que se te despierte el apetito.
– Ya lo creo -replicó él mientras le acariciaba de nuevo los pechos.
– Te recuerdo que el servicio de habitaciones está en camino-. Quería sorprenderte, pero ahora es imposible. Bueno, dame cinco minutos para terminar de prepararlo todo, ¿de acuerdo?
En realidad, necesitaba unos minutos para poder pensar. Durante el desayuno, quería admitir lo que sentía por él y ver en qué posición quedaban cuando terminara aquella semana. Evidentemente, era algo que no podía hacer en la cama, con el cuerpo desnudo de Doug cerca del suyo.
– De acuerdo -dijo él con desgana-. Además, necesito saber cómo van las cosas en casa, pero tenemos que hablar durante el desayuno.
– Da miedo el modo en que lo has dicho -susurró ella temblando-, pero, sí, tienes razón. Tenemos que hablar.
Juliette se levantó de la cama y se vistió con su bata de seda antes de disponerse a salir de la habitación.
– Juliette…
– ¿Sí?
– Sólo da miedo si te lo tomas de ese modo.
Ella inclinó la cabeza y salió del dormitorio, sin poderse olvidar de las extrañas palabras de Doug. Al salir al salón, descubrió que el camarero ya lo había dispuesto todo en la terraza. Como por arte de magia, había aparecido a los pocos minutos de la llamada. Después de colocarlo todo, se marchó enseguida.
Juliette sirvió las bebidas y destapó una deliciosa cesta de pastelitos, cruasanes y pastas. Sin poder evitarlo, recordó la última vez que Doug y ella habían hablado de los méritos de los dulces. Entonces, habían intercambiado un preludio de las cosas que iban a venir después, como por ejemplo el modo en que ella lo había saboreado aquella mañana, algo que ella nunca había querido hacer con ningún otro hombre.
– Hola, Juliette.
– ¡Stuart! ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó ella sin poder creer lo que estaban viendo sus ojos.
– Haciendo que se cumpla una fantasía, lo mismo que tú -respondió él, vestido tan conservadoramente como siempre, a pesar de lo relajado que era el ambiente en la isla.
– ¿Y qué clase de fantasías te han traído aquí? -preguntó ella, segura de que aquella visita no tenía nada que ver con una fantasía, sino con ella.
– Eso es algo que no se dice. Sólo a Merrilee.
Juliette no se sorprendió de que hubiera mentido a Merrilee. Probablemente había utilizado también un nombre falso, dado que la ética de Merrilee era demasiado firme como para que Stuart pudiera tener acceso a la isla de otro modo.
Al mirarlo, Juliette recordó las palabras de su hermana sobre cómo le preocupaba el repentino silencio de Stuart. Respiró profundamente, decidida a no dejarse intimidar por su inesperada presencia en la isla.
– Ya te he dicho que no te voy a descubrir. ¿Por qué no puedes confiar en mi palabra?
– Tu repentina desaparición me preocupó. No es propio de ti salir corriendo -dijo Stuart con cierta ironía.
– No es que tú me dieras elección para no hacerlo. Tú me mentiste y el matrimonio debe de estar basado en la confianza.
«Y en el amor», pensó ella. Suponía que, en cierto modo, debería estar agradecida por la revelación que había tenido lugar en la iglesia. Si no lo hubiera descubierto antes de decir el «sí quiero», habría terminado por darse cuenta de que lo que sentía por su marido no era verdadero amor. Ya conocía lo que se sentía con el sincero y verdadero amor. Era exactamente lo que sentía con Doug.
– Entonces, sin los votos del matrimonio, ¿cómo sé que puedo confiar en ti? -preguntó él.
– Porque me conoces. Hace años que me conoces…
Aquella incongruencia no se le pasó por alto. Ella lo conocía desde hacía exactamente el mismo tiempo y, sin embargo, no había sabido ver al verdadero Stuart. ¿Se daría él cuenta de lo mismo? Por lo menos rezaba para que no sospechara que le estaba engañando, que ya le había contado los detalles de sus sórdidos contactos a Doug y que planeaba decírselo a su padre en cuanto regresara. Su padre llevaría la historia a la policía o a los periódicos. Fuera como fuera, Stuart podría ir despidiéndose de las elecciones, y sobre todo del escaño de su padre.
– ¿Por qué tuviste que implicarte en esos trapicheos y en el blanqueo del dinero, Stuart? -le preguntó sin poder evitarlo.
– No lo entiendes, ¿verdad? Tal vez crecimos puerta con puerta, pero tú creciste con el dinero y la fama. Yo tuve que trabajar para conseguirlo.
– Y lo hiciste. Trabajaste duro y lo conseguiste. Ya casi tienes todo lo que deseabas.
– Me imaginé que los contactos de Bob me darían el dinero que me hacía falta, pero lo que dicen es cierto. Antes de que uno pueda darse cuenta, se ha metido demasiado.
– En ese caso, lo único que tienes que hacer es salir. No es demasiado tarde.
– Lo es a menos que no me importe perderlo todo y no voy a decir que eso ocurra. Tu silencio me garantizará que mis sueños se hacen realidad. Bueno, ¿cuál es tu fantasía? -le preguntó, tras tomar una de las flores que adornaban la mesa-. ¿Qué estás buscando que no te diera yo? ¿Que yo no supiera?
Juliette se echó a reír. Se conocían tan poco que resultaba patético. En menos de una semana, Doug había logrado comprenderla mejor que Stuart en toda una vida.
– Gillian me preparó este viaje y creó una fantasía. Yo sólo estoy representándola.
– Implica a un hombre.
– No me puedo imaginar que puedas estar celoso, no cuando todo lo que viste en mí era un escalón para asegurarte la elección.
– Celoso no es la palabra acertada -dijo Stuart, extendiendo la mano para tocarla. Juliette dio un paso atrás para que no pudiera conseguirlo-. Hablo en serio, Juliette. Estoy muy preocupado por ti. Necesitas seleccionar mejor tus compañías y lo que dices. De otro modo, no me voy a creer que vayas a guardar silencio y, por lo tanto, no podré protegerte.
– Hasta ahora lo he hecho y tu preocupación me resulta muy halagadora, pero es innecesaria -replicó ella, apoyándose en una de las sillas-. Además, no me relaciono con nadie que pudiera ser una amenaza para ti o para tus socios.
– Si eso es cierto, ¿por qué no me dices el nombre del hombre con el que… estás ahora?
Juliette se contuvo para no mirar hacia la puerta del dormitorio. Sabía que Doug podría aparecer en cualquier momento y que, si gritaba, él estaría a su lado en un instante. Sin embargo, no quería hacer una escena. Además, no creía que Stuart quisiera hacerle daño. Sólo necesitaba apaciguar sus temores.
– Eso no es asunto tuyo.
– Ya te he dicho que estoy preocupada por ti.
– Di más bien que te preocupa lo que yo pueda contar.
– Eso por descontado, teniendo en cuenta con quién te mueves.
– Primero me preguntas con quién estoy y ahora hablas como si lo supieras. ¿En qué quedamos? -le espetó ella, furiosa.
– Te he preguntado si quieres decirme de quién se trata. De hecho, me estaba preguntando si lo sabrías.
– Claro que lo sé -replicó ella, indignada-. Se llama Doug. No conozco su apellido.
– Yo te lo diré. Es Houston. Douglas Houston, el reportero del Chicago Tribune que destapó la historia al principio.
«Eso es imposible», pensó Juliette.
– Estoy segura de que lo estás confundiendo con otra persona. Se llama Doug, sí, pero es de Michigan, no de Chicago.
– Te digo que es ese periodista -afirmó Stuart-. Y, si ha estado pasando tiempo contigo para intentar sacarte algo, también es un mentiroso.
– Mira quién habla. Doug es… escritor. Lo mismo que su padre -dijo. Sin saber por qué estaba empezando a tener un mal presentimiento-. ¿O acaso me vas a decir que es también periodista?
– Efectivamente. ¿Estás satisfecha ahora?
Juliette empezó a creerle, pero no estaba nada satisfecha. La traición hizo que el desprecio por sí misma se apoderara de ella. ¿Cuándo iba a aprender? No sabía juzgar bien a los hombres. Nunca lo había sabido y nunca lo sabría.
– Vete de aquí, Stuart -susurró mientras se sentaba en la silla-. Has venido a verme y me has dicho lo que me querías decir. Doug es un reportero en el Tribune y es la última persona a la que yo debería revelarle mis secretos. Ahora que sé que es tan mentiroso como tú, te aseguro que no tienes nada de lo que preocuparte, ¿de acuerdo?
El rostro de Stuart se llenó de alivio. Si la situación no hubiera resultado tan patética, Juliette se habría echado a reír.
– Tienes que saber que nunca tuve intención de hacerte daño -le dijo Stuart, arrodillándose ante ella-. Éramos amigos y creo que podríamos haber sido felices.
– No tengo nada más que decir. Creo que eso debería alegrarte.
– Eres muy lista, Juliette. Siempre lo fuiste. Y quieres mucho a tu padre. En este caso, creo que esa combinación me bastará.
Con aquella amenaza implícita y, tras haber conseguido lo que había ido a buscar, se marchó y dejó a Juliette a solas con la dolorosa verdad.
Se había enamorado de otro hombre que la había utilizado para sus propios fines. Desde que se publicó el artículo, para luego retractarse, Douglas Houston no valía nada. Gracias a ella, Doug acababa de conseguir su billete de entrada en los círculos políticos de Chicago.
Le había dado la información que necesitaba para respaldar el primer artículo y limpiar su nombre. Esa información crucificaría a Stuart y a sus socios. En cuanto a ella, acababa de convertirla en un blanco andante si alguno de ellos descubría que, no sólo podía establecer los vínculos que había entre ellos, sino que había contado todos sus secretos.
Doug observó cómo Stuart se marchaba. Con el corazón en la garganta, decidió darle a Juliette unos minutos para digerir la información que acababan de darle. Era lo menos que podía hacer.
Él necesitaba decidir cómo iba a actuar. Había sido demasiado complaciente. Se había dejado llevar por el gozo de cuando habían hecho el amor y luego había estado demasiado preocupado por la salud de su padre.
Se había distraído. Sin embargo, nunca habría esperado que Stuart Barnes se presentaría en el bungaló de Juliette. Cuando el sonido de la conversación se había filtrado desde el exterior, Doug rezó por que fuera el camarero, pero no tuvo tanta suerte. Era Stuart Barnes el que estaba hablando con Juliette.
Decidió que, si salía, Stuart podría llegar a la conclusión de que Juliette se lo había contado todo. Por eso, había preferido esperar y hablar con Juliette cuando los dos estuvieran solos. De todos modos, había estado muy atento por si tenía que intervenir para protegerla. A medida que fue escuchando la conversación, se dio cuenta de que su futuro junto a Juliette se acababa de hacer pedazos.
Lo emocionó el modo en que ella trató de defenderlo, de negar las acusaciones de Barnes. Una admirable defensa para un hombre despreciable.
Sabía que enfrentarse a Juliette sería solo el principio de un castigo que le duraría toda la vida. A pesar de todo, salió del dormitorio y se dirigió a la terraza.
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