Al decirlo, aún le brillaban los ojos de ilusión. Carole le observó, preguntándose por qué no había reducido el ritmo. El no parecía cuestionarse eso tanto como ella. A Carole, su carrera ya no le parecía tan importante. Pero él dejaba bien claro que entonces sí.

– En fin, un año después de que naciese Chloe, cuando Anthony tenía cinco años, volviste a quedarte embarazada. Esta vez fue un verdadero accidente y ambos nos disgustamos. Yo estaba ampliando mi negocio y trabajando como un loco, tú estabas rodando películas por todo el mundo. Anthony y Chloe nos parecían suficiente entonces, pero seguimos adelante. Sin embargo, perdiste el bebé. Te quedaste destrozada, y la verdad es que yo también. Para entonces me había hecho a la idea de un tercer hijo. Habías estado en un plato, en África, rodando tú misma las escenas peligrosas, lo cual parecía una locura, y sufriste un aborto. Te obligaron a volver al trabajo cuatro semanas más tarde. Tenías un contrato penoso y dos películas detrás. Era un torbellino constante. Dos años más tarde ganaste tu primer Oscar y la presión no hizo más que empeorar. Creo que entonces ocurrió algo, no a ti, sino a mí. Aún eras joven. Tenías treinta años cuando recibiste el Oscar. Yo iba a cumplir cuarenta años y, aunque entonces no lo reconocía, creo que me cabreaba estar casado con una mujer que tenía más éxito que yo. Estabas haciendo una maldita fortuna. Todo el mundo te conocía. Y creo que estaba harto de enfrentarme a la prensa y los cotilleos. Todo el mundo te miraba cada vez que entrábamos en algún sitio. Nunca se fijaban en mí, siempre en ti. Eso cansa, y es duro para el ego de un hombre. Puede que también quisiera ser una estrella, ¿qué sé yo? Solo quería una vida normal, una mujer, dos hijos, una casa en Connecticut, tal vez Maine en verano. En cambio, viajaba por todo el mundo para verte, tú tenías a nuestros hijos o los tenía yo, y te sentías deprimida sin ellos. Empezamos a discutir mucho. Quería que lo dejases, pero no tenía valor para decírtelo, así que lo pagaba contigo. Nos veíamos poco, y cuando nos veíamos discutíamos. Y entonces ganaste otro Oscar dos años más tarde y creo que eso acabó de fastidiarlo todo. Fue el final. Después perdí la esperanza. Supe que nunca ibas a dejarlo, al menos en mucho tiempo. Te comprometiste a hacer una película durante ocho meses en París y yo me cabreé un montón. Debería habértelo dicho, pero no lo hice. No creo que supieras qué me pasaba. Estabas demasiado ocupada para darte cuenta y nunca te dije lo disgustado que estaba. Hacías películas, tratabas de tener a nuestros hijos contigo en los rodajes y venías a verme siempre que tenías un par de días libres para hacerlo. Tenías un gran corazón. Sencillamente, no había días suficientes en el año para atender todo lo que querías: tu carrera, nuestros hijos y yo. Puede que lo hubieses dejado entonces si te lo hubiese pedido. ¿Quién sabe? Pero no te lo pedí.

La miró, arrepentido de no haberlo hecho. Jason había tardado años en comprender todo aquello y lo estaba compartiendo con Carole.

Carole le observaba, concentrada y en silencio.

– Empecé a beber y asistir a fiestas -continuó con mirada sombría-, y reconozco que en ocasiones me salté las normas. Acabé más de una vez en la prensa del corazón y tú jamás te quejaste. Me preguntaste un par de veces qué pasaba. Yo dije que solo estaba jugando, lo cual era cierto. Trataste de venir a casa más a menudo, pero una vez que empezaste la película en París tuviste que quedarte allí; rodabas seis días por semana. Anthony tenía ocho años y le matriculaste en un colegio allí. Chloe tenía cuatro años, iba a la guardería por las mañanas y el resto del tiempo la tenías en el plato contigo, con la niñera. Empecé a comportarme como un soltero, o como un idiota.

Miró a su ex esposa y parecía avergonzado de verdad. Ella le sonrió.

– Me da la impresión de que ambos éramos jóvenes y tontos -dijo con generosidad-. Debió de ser desagradable estar casado con alguien que se pasaba casi todo el tiempo fuera de casa y trabajaba tanto.

– Fue duro -asintió él agradecido por sus palabras-. Cuanto más lo pienso, más cuenta me doy de que debí pedirte que lo dejases, o al menos que redujeras el ritmo. Pero, con dos Oscar a tus espaldas, ibas lanzada. Me parecía que no tenía derecho a jorobar tu carrera, así que jorobé nuestro matrimonio y siempre lo lamentaré. No me importa que lo sepas. Es lo que siento, aunque nunca te lo he dicho.

Carole asintió en silencio. No recordaba nada de todo aquello, pero agradecía su franqueza al hablar de sí mismo.

Parecía un hombre amable de verdad. A medida que su historia se desarrollaba, se hacía más y más fascinante. Como siempre, parecía la vida de otra persona y no suscitaba en su mente ninguna memoria visual. Mientras escuchaba, no dejaba de preguntarse por qué no tuvo ella misma el sentido común de dejar su carrera y salvar su matrimonio, aunque aquello sonaba como una avalancha imparable. Las primeras señales de alarma ya resultaban visibles, pero al parecer su carrera era entonces demasiado poderosa. Era una fuerza en sí misma, con vida propia. Ahora se daban cuenta ambos del origen de sus problemas. Era una lástima que ninguno de los dos hubiese hecho nada al respecto. Carole no era consciente, absorbida como estaba por su emocionante carrera, y Jason se sentía molesto y se lo ocultaba, consumido por dentro. Al final lo pagó con ella. Jason había tardado años en reconocer eso, incluso para sí. Aquella fue una ruptura clásica y trágica. Carole lamentaba no haber sido más sensata entonces. Pero era joven, si eso servía de excusa.

– Te marchaste a París con los niños. Te agenciaste el papel de María Antonieta en una de esas películas épicas importantes. Y una semana después de que te marcharas, fui a una fiesta que daba Hugh Hefner. Jamás he visto chicas tan bellas, casi tanto como tú.

Jason le sonrió con arrepentimiento y pesar, y ella le devolvió la sonrisa. Era triste escuchar aquello. El final era predecible. Sin sorpresas. Carole sabía que esa película no debió de tener un final feliz, o él no estaría contándole aquella historia.

– No eran mujeres como tú. Tú eres buena, amable y sincera, y te portaste bien conmigo. Trabajabas sin parar y pasabas mucho tiempo fuera de casa, pero eras una buena mujer, Carole. Siempre lo has sido. Aquellas jóvenes eran de una especie diferente. Cazafortunas baratas, algunas de ellas prostitutas, aspirantes a actrices, modelos, fulanas. Yo estaba casado con una mujer auténtica. Aquellas chicas eran impostoras llamativas, y manejaban a la multitud de maravilla. Conocí a una supermodelo rusa llamada Natalya. Entonces causaba sensación en Nueva York. Todo el mundo la conocía. Había salido de la nada, desde Moscú, pasando por París, e iba detrás del dinero, a toda costa. El mío y el de cualquiera. Creo que había sido la amante de algún vividor en París, ya no me acuerdo. En cualquier caso, desde entonces ha tenido a muchos tipos así. Ahora vive en Hong Kong, casada con su cuarto marido. Creo que es brasileño, traficante de armas o algo así, pero tiene un montón de dinero. Se hace pasar por banquero, pero creo que se mueve en un negocio mucho más turbio. Ella me volvió loco. Para ser sincero, bebí demasiado, esnifé algo de coca que me pasó alguien y acabé en la cama con ella. Para entonces ya no estábamos en casa de Hefner. Estábamos en el yate de alguien, en el río Hudson. Aquella gente iba a por todas. Yo tenía cuarenta y un años, ella tenía veintiuno. Tú tenías treinta y dos y estabas trabajando en París, tratando de ser una buena madre, aunque fueses una esposa ausente. No creo que me engañases nunca. No creo que se te pasara por la cabeza, y además no tenías tiempo. Tenías una reputación intachable en Hollywood, aunque no puedo decir lo mismo de mí.

»Acabamos saliendo en todos los diarios sensacionalistas. Creo que ella se encargó de eso. Tuvimos una aventura que tú ignoraste educadamente. Fuiste muy generosa. Se quedó embarazada dos semanas después de conocernos. Se negó a abortar y quiso casarse. Dijo que me quería y que renunciaría a todo por mí, a su carrera de modelo, a su país y a su vida, y que se quedaría en casa y criaría a nuestros hijos. Aquello me sonó a música celestial. Yo estaba deseando tener una esposa a tiempo completo y tú no parecías dispuesta a serlo. ¿Quién sabe? Nunca te lo pedí. Simplemente perdí la cabeza por ella.

»Iba a tener un hijo mío. Yo quería más hijos, y tener a Chloe había sido demasiado duro para ti. Además, dada tu agenda, habría sido una locura que tuviésemos más hijos. Ya era bastante duro arrastrar a dos niños por todo el mundo; ni siquiera yo podía imaginarte haciéndolo con tres o cuatro, y además Anthony se estaba haciendo mayor. Yo quería a mis hijos en casa, conmigo. No me preguntes cómo, pero ella me convenció de que el matrimonio era la mejor solución. íbamos a ser una parejita enamorada con un montón de críos. Compré una casa en Greenwich y llamé a un abogado. Creo que perdí la cabeza. La clásica crisis de los cuarenta. Financiero de Wall Street se vuelve majareta, destruye su vida y jode a su mujer. Viajé a París y te dije que quería el divorcio. Nunca en mi vida he visto llorar a nadie así. Durante unos cinco minutos, me pregunté qué estaba haciendo. Pasé la noche contigo y estuve a punto de entrar en razón. Teníamos unos hijos encantadores y no quería hacerles desdichados, ni tampoco a ti. Y entonces ella me llamó. Era como una bruja que urde un conjuro, y funcionó.

»Volví a Nueva York y solicité el divorcio. Tú no me pediste nada, salvo la pensión para los niños. Estabas ganando mucho dinero por tu cuenta y tenías demasiado orgullo para aceptar nada mío. Te dije que Natalya estaba en estado y te quedaste hecha polvo. Me porté como un grandísimo hijo de puta. Creo que pretendía desquitarme por cada minuto de tu éxito, por cada segundo que no pasaste conmigo. Seis meses después me casé con ella. Tú seguías en París. Como es lógico, no querías hablar conmigo. Viajé un par de veces para ver a los niños y tú hiciste que me los entregase la niñera en el Ritz. Me evitabas por completo. De hecho, te pasaste dos años sin hablarme directamente, solo a través de abogados, secretarias y niñeras. Los tenías de sobra. Lo gracioso fue que dos años y medio después, cuando te mudaste a Los Ángeles, redujiste la velocidad de tu carrera a un tenue rugido. Seguías haciendo películas, pero menos, y pasabas tiempo con los niños. Eso no habría sido un problema para mí, comparado con el ritmo que llevabas antes. Nunca supe que harías eso. Pero no tuve valor para esperar a que pasara o pedírtelo.

»Natalya tuvo al bebé dos días después de nuestra boda, y al cabo de un año dio a luz a nuestra segunda hija. Renunció a su carrera de modelo durante esos dos años, pero entonces me dijo que se moría de aburrimiento. Me abandonó y volvió a trabajar como modelo. Dejó a las niñas conmigo durante algún tiempo y luego se las llevó. Conoció a un vividor tremendamente rico, se divorció de mí y se casó con él. Al divorciarse me desplumó. No me preguntes por qué, pero no me molesté en firmar capitulaciones, así que se largó y me dejó sin blanca. Ni siquiera vi a aquellas niñas durante cinco años. No me lo permitió. Estaban fuera de nuestra jurisdicción y ella iba dando vueltas por Europa y Sudamérica, coleccionando maridos. En el fondo lo que hacía era prostitución de gama alta. Eso se le da muy bien. Mientras tanto, yo te había hecho daño a ti y había destruido nuestro matrimonio.

»Cuando regresaste a Los Ángeles, la verdad es que esperé a que las aguas volvieran a su cauce y al final fui a visitarte, supuestamente para ver a los niños, aunque a quien quería ver en realidad era a ti. Te habías calmado y te conté lo que había pasado. Fui sincero contigo y te dije la verdad tal como la veía. No creo que me diese cuenta entonces de que envidiaba tu carrera y tu fama. Te pedí que me dieras otra oportunidad. Dije que era por el bien de los niños, pero era por el mío. Todavía te quería. Todavía te quiero -dijo con sencillez-. Siempre te he querido.

»Me volví totalmente majareta por esa chica rusa. Pero tú ya no me querías cuando te lo pregunté, aunque no te lo reprocho. Yo no podía haberlo hecho peor. Te mostraste educada y elegante, y con mucha amabilidad me mandaste a la mierda. Dijiste que para ti todo había terminado, que había destruido lo que sentías por mí, que me habías querido de verdad y que lamentabas mucho que me disgustase tu carrera y tu obligación de pasar tanto tiempo fuera de casa. Dijiste que te lo habrías tomado con más calma si te lo hubiese pedido, aunque no estoy del todo seguro de que eso sea verdad, al menos al principio. Habías tomado mucho ímpetu y habría resultado difícil bajar el ritmo en ese momento.

»Así que yo volví a Nueva York y tú te quedaste en Los Ángeles. Con el tiempo nos hicimos amigos. Los niños crecieron y nosotros maduramos. Te casaste con Sean cuatro años después de mi visita y yo me alegré por ti. Era muy buena persona y se portaba de forma estupenda con nuestros hijos. Cuando murió, lo sentí por ti. Merecías un hombre como ese, no un cabrón como yo había sido contigo. Y entonces murió. Me sentí fatal por ti. Y aquí estamos ahora. Somos amigos. El año que viene cumpliré los sesenta. He sido lo bastante listo para no volver a casarme nunca desde lo de Natalya. Vive en Hong Kong y veo a las chicas dos veces al año. Me tratan como a un extraño, y eso es lo que soy para ellas. Natalya sigue siendo guapa, con ayuda del bisturí. ¡Solo tiene treinta y nueve años! Las chicas tienen diecisiete y dieciocho, y un aspecto muy exótico. La pensión que les sigo pasando podría financiar a un país pequeño, pero tienen un estilo de vida bastante caro. Ahora ambas trabajan como modelos. Chloe y Anthony no las conocen, y me alegro.