– Espero que pronto dejemos eso atrás.
Mike quería que volviese a ser ella misma y retomase su carrera. No deseaba que Carole terminase afectada por una lesión cerebral.
– Yo también lo espero -convino Stevie.
Mike le contó que había concedido una breve entrevista en la puerta del hospital. Un periodista estadounidense le reconoció y preguntó cómo estaba Carole y si había venido a verla. Él dijo que sí y que ella se encontraba bien. Le dijo al reportero que su memoria estaba volviendo y que, en realidad, lo recordaba casi todo. No quería que corriese el rumor de que había perdido la cabeza. Pensaba que era importante para su carrera dar una visión favorable de sus progresos. Stevie no estaba segura de que tuviese razón, pero no se perdía nada. Carole no hablaba en persona con los reporteros, así que ellos no tenían forma de saber la verdad y sus médicos no estaban autorizados a hablar con ellos. Mike se preocupaba de verdad por Carole, pero siempre tenía su carrera en mente.
Al día siguiente apareció una información de su conversación con ellos en los telegramas de las agencias de prensa y se publicó en los periódicos de todo el mundo. Carole Barber, la estrella de cine, se recuperaba en París y había recobrado la memoria, en palabras textuales de Mike Appelsohn, productor y agente. Él decía que Carole volvería pronto a Los Ángeles para reanudar su carrera. El artículo no mencionaba que llevaba tres años sin hacer una película. Solo decía que había recuperado la memoria, pues eso era todo lo que le importaba a él. Como siempre había hecho, Mike Appelsohn la cuidaba y estaba considerando lo que era mejor para ella.
11
En los días que siguieron a la visita de Mike, Carole empezó a encontrarse fatal. Había pillado un resfriado tremendo. Seguía expuesta a los sufrimientos humanos corrientes y estos se sumaban al problema neurológico que estaba tratando de superar y a la necesidad de aprender de nuevo a caminar con soltura. Trabajaban con ella dos fisioterapeutas y también una logopeda que acudía a diario. Carole ya andaba mejor, pero se sentía desanimada por el resfriado. Stevie también estaba resfriada. Como no quería que Carole enfermase aún más, guardaba cama en el Ritz. El médico del hotel fue a comprobar su estado y le dio antibióticos por si empeoraba. Tenía una fortísima sinusitis y una tos terrible. Llamó a Carole, que estaba casi tan mal como ella.
Había una enfermera nueva de servicio que dejaba sola a Carole durante el almuerzo. Carole se sentía sola sin poder hablar con Stevie y, por primera vez desde que estaba allí, encendió la televisión y vio las noticias de la CNN. Así hacía algo. Aún no podía concentrarse lo suficiente para leer un libro. Leer seguía resultándole difícil. Y escribir era peor. Su caligrafía también se había resentido. Stevie se había dado cuenta hacía tiempo de que de momento no escribiría su libro, aunque no se lo había dicho a Carole. De todos modos, no podía escribirlo ahora. Ya no recordaba el argumento y su ordenador estaba en el hotel. Tenía problemas más esenciales que afrontar. Pero por ahora a Carole le gustaba ver la televisión mientras se hallaba a solas en su habitación. De todos modos la enfermera nueva no le hacía mucha compañía, y además era bastante adusta.
Con el ruido de la tele, Carole no oyó abrirse la puerta de la habitación y se sobresaltó al ver a alguien a los pies de su cama. Cuando volvió la cabeza, la estaba observando un chico joven, con vaqueros, que aparentaba unos dieciséis años. Tenía la piel oscura y grandes ojos rasgados. Al mirarle a los ojos, vio que parecía desnutrido y asustado. Carole no tenía ni idea de qué estaba haciendo en su habitación. No dejaba de mirarla. Supuso que el guardia de seguridad de la puerta le habría dejado entrar. Debía de ser el repartidor de alguna floristería, pero no vio ni rastro de flores. Trató de hablarle en un francés vacilante, pero él no la entendió. Entonces lo intentó en inglés.
– ¿Puedo ayudarte? ¿Buscas a alguien?
Tal vez se hubiese perdido o fuese un admirador. Habían venido algunos, aunque se suponía que el guardia no debía dejarles pasar.
– ¿Eres una estrella de cine? -preguntó con un acento desconocido.
Parecía español o portugués. Y ella no recordaba nada de español. También habría podido ser italiano o siciliano. Era moreno.
– Sí, lo soy -respondió ella con una sonrisa-. ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó con amabilidad.
Parecía muy joven. Llevaba una chaqueta holgada encima de un suéter azul marino. La chaqueta daba la impresión de pertenecer a otra persona, pues le venía enorme. Llevaba zapatillas deportivas con agujeros, como las que llevaba Anthony. Su hijo decía que eran sus zapatillas de la suerte y las había traído a París. Aquel chico parecía no tener nada mejor. Ella se preguntó si querría un autógrafo. Había firmado unos cuantos desde que estaba allí, aunque su firma actual no guardaba ningún parecido con la normal. La bomba también había hecho eso. Escribir a mano seguía resultándole difícil.
– Te estaba buscando -se limitó a decir el chico, mirándola a los ojos.
Carole sabía que nunca le había visto y, sin embargo, sus ojos le recordaban algo. Le vino a la mente la imagen de un coche y la cara de él en la ventanilla, mirándola fijamente. Y entonces lo supo. Le había visto en el túnel, en el coche situado junto al taxi, antes de que estallasen las bombas. Había salido de un salto y había echado a correr. Luego todo explotó a su alrededor y, segundos después, se vio envuelta en la negrura.
Al tiempo que surgía la visión en su mente, le vio sacarse de la chaqueta un horrible cuchillo con una siniestra hoja larga y curvada y un mango de hueso. Carole le miró fijamente mientras él daba un paso hacia ella y saltó de la cama por el otro lado.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó aterrada, de pie con su bata de hospital.
– Te acuerdas de mí, ¿verdad? El periódico decía que tu memoria ha vuelto -dijo el chico, que parecía casi tan aterrado como ella, limpiando la hoja en los vaqueros.
– No me acuerdo de ti, para nada -dijo ella con voz temblorosa, rogando que sus piernas la sostuviesen.
Estaba a pocos centímetros del botón de emergencia de la pared posterior. Si podía llegar hasta él, tal vez la salvasen. Si no, aquel muchacho iba a degollarla. Carole lo supo con absoluta certeza. El chico tenía la muerte en los ojos.
– ¡Eres una actriz y una mujer pecadora! ¡Eres una puta! -gritó él en la habitación silenciosa, embistiendo mientras Carole se alejaba de él.
Sin previo aviso, el chico se deslizó por encima de la cama amenazándola con el cuchillo y, en ese mismo instante, Carole golpeó el botón negro con todas sus fuerzas. Oyó que se disparaba una alarma en el corredor mientras el muchacho extendía la mano y trataba de agarrarla por el pelo, llamándola «puta» de nuevo. Carole le arrojó la bandeja del almuerzo, que le pilló desprevenido, y en ese instante cuatro enfermeras y dos médicos se precipitaron en la habitación esperando hallar a un paciente en condiciones críticas. En cambio, se encontraron con el chico del cuchillo, que se balanceaba descontroladamente hacia ellos sin dejar de intentar alcanzar a Carole, confiando en matarla antes de que pudiesen detenerle. Sin embargo, los dos médicos le sujetaron de los brazos mientras una de las enfermeras corría a buscar ayuda. Al cabo de unos segundos entró en la habitación un guardia de seguridad que arrancó literalmente al chico de sus manos, arrojó el cuchillo a un rincón, le sujetó y le puso unas esposas, mientras Carole se deslizaba despacio hasta el suelo, temblando de pies a cabeza.
Ahora lo recordaba todo: el taxi, el coche junto a este, los hombres que se reían en el asiento delantero, tocando la bocina en dirección al coche que iba delante, y el chico del asiento trasero que la miraba fijamente a los ojos y luego echaba a correr hacia la salida posterior del túnel… las explosiones… el fuego… volar por los aires… y luego la oscuridad interminable que la había reclamado… todo era de una claridad meridiana. El había vuelto para matarla después de ver en el periódico las palabras de Mike, que afirmaba textualmente que su memoria había regresado. Iba a degollarla para que no pudiese identificarle. Lo único que Carole no sabía era por qué le había dejado pasar el guardia.
En cuestión de minutos su doctora estaba en la habitación para examinarla y ayudarla a acostarse. Se sintió tremendamente aliviada al encontrarla ilesa, aunque traumatizada y temblando de terror. La policía ya se había llevado al chico del cuchillo.
– ¿Se encuentra bien? -le preguntó la doctora muy preocupada.
– Creo que sí… no lo sé… -dijo Carole sin dejar de temblar-. Me he acordado… me he acordado de todo al verle… en el túnel. Iba en el coche que estaba junto a mi taxi. Salió corriendo, pero antes me vio.
Carole temblaba muchísimo y le castañeteaban los dientes. La doctora le pidió a una enfermera unas mantas calientes, que llegaron enseguida.
– ¿Qué más recuerda? -preguntó la doctora.
– No lo sé.
Carole parecía hallarse en estado de shock y la doctora la tapó con una manta mientras le exigía detalles.
– ¿Recuerda su habitación en Los Ángeles? ¿De qué color es?
– Amarilla, creo.
Casi podía verla en su mente, aunque no del todo. Aún había neblina a su alrededor.
– ¿Tiene jardín? -Sí.
– ¿Qué aspecto tiene?
– Hay una fuente… y un estanque… rosas que planté… son rojas.
– ¿Tiene perro?
– No. Tenía una perra, pero murió hace mucho tiempo.
– ¿Recuerda qué hizo antes del atentado?
La doctora le estaba apretando mucho, aprovechando a fondo las puertas abiertas de pronto en su mente por causa del chico que había venido a matarla con el siniestro cuchillo.
– No -respondió ella, y entonces se acordó-. Sí… Fui a ver mi antigua casa… cerca de la rue Jacob.
Recordaba con toda claridad la dirección. Había caminado hasta allí, cogió un taxi para volver al hotel y quedó atrapada en el atasco del túnel.
– ¿Qué aspecto tiene?
– No lo sé, no me acuerdo -dijo Carole en voz baja, antes de que otra voz en la habitación respondiese por ella.
– Era una casita con un patio, un jardín y bonitas ventanas. Tenía mansarda y ventanas oeil de boeuf en el último piso.
Era Matthieu, de pie junto a su cama, con aspecto feroz. Carole le miró entre lágrimas sin querer verle, aunque aliviada al mismo tiempo. Se sentía confusa, y él miró a la doctora, al otro lado de la cama.
– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó con voz atronadora-. ¿Dónde estaba el guardia?
– Ha habido un malentendido. Ha salido a comer y la enfermera ha hecho lo mismo, pero su relevo no ha venido.
La doctora parecía angustiada ante la furia de Matthieu, que resultaba justificada.
– ¿Y la dejó sola? -le espetó él.
– Lo siento, monsieur le ministre, no volverá a ocurrir -respondió ella con voz glacial.
Por muy imponente que resultase, Matthieu de Billancourt no la asustaba. Solo estaba preocupada por su paciente y el horror que habría podido padecer a manos del joven árabe.
– Ese chico vino a matarla. Era uno de los autores del atentado del túnel. Debió de ver ese estúpido artículo del periódico de ayer que decía que había recuperado la memoria. Ahora quiero dos guardias en su puerta, día y noche. Y si no pueden defenderla como es debido, envíenla al hotel.
No tenía autoridad en el hospital, pero sin duda tenía razón.
– Me ocuparé de ello -le aseguró la doctora, y antes de que acabase de pronunciar las palabras entró el director del hospital.
Matthieu le había convocado de inmediato, tan pronto como vio que se llevaban al chico esposado y la policía le dijo lo que había ocurrido. Matthieu había subido corriendo las escaleras hasta la habitación de Carole. Venía a visitarla, pero al descubrir lo que el muchacho estuvo a punto de hacer puso el grito en el cielo. Si Carole no hubiese podido llegar al timbre, a esas alturas estaría muerta.
El director le preguntó a Carole en un inglés chapurreado si estaba bien y volvió a salir al cabo de un minuto para repartir broncas. Si asesinaban a una estrella de cine estadounidense en su hospital, tendrían muy mala prensa.
La doctora se marchó con una cálida sonrisa para Carole y una mirada fría para Matthieu. Le disgustaba que los profanos le dijesen lo que tenía que hacer, tanto si eran ministros retirados como si no, aunque en ese caso le daba la razón. Carole había estado a punto de ser asesinada. Era un milagro que el chico no hubiese tenido éxito en su misión. Si la hubiera encontrado dormida, la habría matado. Se le ocurrían una docena de siniestras situaciones hipotéticas.
Matthieu se sentó en la silla situada junto a su cama y le dio unas palmaditas en la mano. Luego la miró con una expresión tierna que nada tenía que ver con la forma en que le había hablado al personal del hospital. Estaba indignado por lo mal que la habían protegido. Habrían podido asesinarla con mucha facilidad. Matthieu agradecía a Dios que no lo hubiesen hecho.
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