El asintió con expresión angustiada.

– En ese momento te supliqué que te divorciaras de tu esposa, ¿no es así?

El volvió a asentir, humillado.

– En aquella época se incluía en mis contratos una cláusula de moralidad y, si alguien se hubiese enterado de que estaba viviendo con un hombre casado e iba a tener un hijo suyo, mi carrera habría terminado para siempre. Los estudios habrían vetado mi presencia y me habría quedado sin trabajo. Por ti me arriesgué a eso -dijo ella con tristeza.

Ambos conocían los riesgos. El país de él le habría perdonado que tuviese una amante y engañase a su esposa, era perfectamente aceptable en Francia. El país de ella, o al menos su mundo, no le habría perdonado ser la amante de un hombre casado ni verse implicada en un escándalo público con un alto funcionario del gobierno. Por no hablar de un bebé ilegítimo. La cláusula de moralidad de sus contratos era estricta. De la noche a la mañana se habría convertido en una paria. Se había arriesgado porque él había insistido en que se divorciaría, aunque ni siquiera había ido nunca a ver a un abogado. Su esposa le había suplicado que no lo hiciera, así que nunca lo hizo. Se limitó a ganar tiempo con Carole. Cada vez más.

– ¿Qué pasó con el bebé? -preguntó con voz ahogada, mirándole a los ojos.

Carole continuaba sin acordarse de algunas cosas, aunque en ese momento estaba recordando una parte importante de su propia historia.

– Lo perdiste. Era un niño. Estabas casi de seis meses. Te caíste de la escalera al decorar el árbol de Navidad. Aunque intenté agarrarte, no pude evitar tu caída. Pasaste tres días en el hospital, pero lo perdimos. Chloe no llegó a enterarse de que estabas embarazada, pero Anthony sí. Se lo explicamos. Me preguntó si íbamos a casarnos y yo dije que sí. Y entonces murió mi hija y Arlette sufrió una depresión nerviosa y me suplicó que no lo hiciese. Amenazó con suicidarse. Para entonces habías perdido al bebé, así que no era tan urgente que nos casáramos. Te supliqué que lo entendieses. Iba a dimitir en primavera y pensaba que Arlette podría aguantarlo. Necesitaba más tiempo, o al menos eso dije -explicó él, mirando a Carole con ojos apesadumbrados-. Al final, pienso que hiciste lo correcto -añadió, aunque le costaba decirlo-. Me parece que nunca la habría dejado. Quería hacerlo. Creía que lo haría, pero no pude. No pude dejarla a ella ni abandonar mi cargo. Después de que te marcharas de París, tardé otros seis años en retirarme. No estoy seguro de que hubiese podido dejar a Arlette. Siempre habría habido alguna razón que me impidiese abandonarla. Ni siquiera creo que me amara, al menos no como me amabas tú o como yo te amaba a ti. No quería que la dejase por otra mujer. Si hubieses sido francesa lo habrías soportado, pero no lo eras. Todo te parecía mentira, y a veces lo era. No tenía valor para decirte que no podía hacerlo. Me mentía a mí mismo más que a ti. Cuando te decía que me divorciaría de ella, hablaba en serio. Te odié por dejarme. Pensé que eras cruel conmigo, pero hiciste bien. Al final te habría roto el corazón aún más. Los últimos seis meses fueron una pesadilla. Peleas constantes, llanto constante… Te quedaste destrozada después de perder al bebé, y a mí me ocurrió lo mismo.

– ¿Qué hice al final? ¿Qué hizo que me marchara? -preguntó ella en un susurro.

– Otro día, otra mentira, otro retraso. Sencillamente te levantaste una mañana y empezaste a hacer las maletas. Esperaste hasta fin de curso. Yo no había hecho nada acerca del divorcio y me pedían que cumpliese otra legislatura en el ministerio. Traté de explicártelo y no me escuchaste. Te marchaste al cabo de una semana. Te llevé al aeropuerto y ninguno de los dos pudimos dejar de llorar. Me dijiste que te llamara si me divorciaba. Llamé, pero nunca me divorcié, y me quedé en el gobierno. Me necesitaban. Y Arlette también, a su manera. No me quería, pero estábamos acostumbrados el uno al otro. Ella creía que tenía la obligación de quedarme a su lado. Cuando volviste a Los Ángeles te llamé varias veces, pero con el tiempo dejaste de contestar. Me enteré de que habías vendido la casa. Un día fui solo para mirarla. Casi se me rompió el corazón al recordar lo felices que habíamos sido allí.

– Fui a verla aquel día, antes de que las bombas explotaran en el túnel. Regresaba al hotel cuando sucedió -dijo ella.

Matthieu asintió. Aquella casa había sido un refugio para ambos, una guarida, el nido de amor que compartieron y en el que concibieron a su bebé. Carole no pudo evitar preguntarse qué habría ocurrido si hubiese tenido aquel hijo, si en ese caso se habría divorciado él por fin de su esposa. Pero seguramente no. Era francés, y los franceses tenían amantes e hijos ilegítimos. Llevaban años haciéndolo y nada había cambiado. Aquello seguía siendo aceptable, aunque no para Carole. Ella era una chica de granja de Mississippi, por muy famosa que fuese, y no quería vivir con el marido de otra mujer. Se lo dijo desde el principio.

– Nunca debimos empezar -dijo, mirándole desde la cama, donde yacía con la cabeza sobre la almohada.

– No pudimos elegir -dijo Matthieu con sencillez-. Estábamos demasiado enamorados.

– Yo no lo creo -dijo ella con firmeza-. A mí me parece que la gente siempre puede elegir. Nosotros lo hicimos. Elegimos mal y pagamos un precio alto por ello. No estoy segura, pero creo que nunca te perdoné. Tardé mucho en olvidarte, hasta que conocí a mi último marido.

Ahora lo recordaba con claridad.

– Leí que te casaste hace unos diez años -dijo él, y ella asintió-. Me alegré por ti -añadió, sonriendo con pesar-, aunque me puse muy celoso. Es un hombre afortunado.

– No, no lo es. Hace dos años murió de cáncer. Todo el mundo dice que era una persona maravillosa.

– ¡Ah, por eso estaba aquí Jason! Me preguntaba por qué razón.

– Habría venido de todos modos. También es un buen hombre.

– Hace dieciocho años no pensabas eso -dijo Matthieu, irritado.

No estaba seguro de que ella hubiese dicho lo mismo de él, que era un buen hombre, ni siquiera ahora. A ojos de ella, no lo había sido. Carole se lo dijo en su momento. Dijo que le había mentido y le había hecho creer cosas falsas, y que era una persona deshonesta e indigna. En su momento, aquello le había herido en lo más profundo. Nadie le había acusado jamás de eso en su vida, pero ella tenía razón.

– Creo que ahora Jason es una buena persona -dijo Carole-. Al final todos pagamos por nuestros pecados. La chica rusa le dejó cuando me marché de París.

– ¿Intentó volver contigo? -preguntó Matthieu con curiosidad.

– Al parecer sí. Dice que le rechacé. En aquella época debía de seguir enamorada de ti.

– ¿Lo lamentas?

– Pues sí -dijo ella con sinceridad-. Desperdicié dos años y medio de mi vida contigo y seguramente otros cinco olvidándote. Es mucho tiempo para darle a un hombre que no piensa dejar a su esposa. ¿Dónde está ella ahora?

– Murió hace un año, tras una larga enfermedad. Se pasó muy enferma los últimos tres años de su vida. Me alegro de haber estado con ella. Se lo debía. Estuvimos casados durante cuarenta y seis años. Aunque no era el matrimonio que yo hubiese querido, ni el que esperaba cuando me casé con ella a los veintiuno, fue el que tuvimos. Éramos amigos. Ella se tomó lo tuyo con mucha elegancia. No creo que me perdonase, pero lo entendió. Sabía lo enamorado que estaba de ti. Nunca sentí eso por ella. Arlette era una persona muy fría. Pero era una buena mujer, muy sincera.

Así pues, se había quedado, tal como Carole siempre pensó que haría. E incluso Matthieu acababa de decir que ella hizo bien en marcharse. Ahora tenía las respuestas que había venido a buscar a París. Sabía que era demasiado tarde para volver con Jason cuando él se lo pidió. Ella ya no le amaba, y además no había podido impedir que se casara con la supermodelo rusa. Carole no pudo elegir en aquel momento, y, cuando pudo, ya no le amaba. Tampoco le amaba ahora. Era demasiado tarde. Y en cuanto a Matthieu, solo habría podido ser su amante. El se habría quedado con su mujer hasta la muerte. Carole lo entendió y por eso se marchó de París. Sin embargo, solo ahora sabía que tomó una decisión acertada. El se lo había confirmado. Eso era una especie de regalo, aunque hubiese pasado tanto tiempo.

Ya tenía presente gran parte de aquello, algunos de los acontecimientos y demasiados sentimientos. Casi podía notar su decepción y desesperación cuando por fin se había rendido y le había abandonado. El estuvo a punto de destruirla a ella y a su carrera. Incluso decepcionó a sus hijos. Fueran cuales fuesen sus intenciones al principio, o su amor por ella, no había sido honorable con ella. Al menos lo que Jason había hecho, por muy horrible que hubiese sido para ella, había sido claro y sincero. Se había divorciado de ella y se había casado con la otra mujer. Matthieu nunca lo había hecho.

– ¿A qué te dedicas ahora? ¿Sigues estando en el gobierno? -quiso saber.

– Lo estuve hasta hace diez años, cuando me retiré y volví al bufete de abogados de mi familia. Ejerzo con dos hermanos míos.

– Y fuiste el hombre más poderoso de Francia. Entonces lo controlabas todo y te encantaba.

– Así es.

Al menos era sincero en ese aspecto, y ahora también había sido sincero sobre lo demás. Eso demostraba por fin que ella estaba en lo cierto, pero oírlo resultaba doloroso, incluso ahora. Recordaba demasiado bien cuánto le había amado y cuánto daño le había hecho él.

– El poder es como una droga para los hombres. Es difícil renunciar a él. Yo era adicto al poder, aunque todavía era más adicto a ti. Cuando me dejaste me quedé destrozado, pero aun así no pude divorciarme de ella ni renunciar a mi puesto.

– Yo nunca pretendí que renunciases a tu puesto. Esa no era la cuestión. Lo que quería era que te divorciases.

– No pude -dijo, bajando la cabeza-. No tuve valor -añadió, mirándola a los ojos de nuevo.

Era una confesión descomunal y Carole tardó unos instantes en responder.

– Por eso te dejé.

– Hiciste bien -contestó él en un susurro.

Ella asintió.

Permanecieron juntos en silencio durante un buen rato, y luego, mientras él la miraba, Carole cerró los ojos y se quedó dormida. Por primera vez en mucho tiempo estaba en paz. Él se quedó allí sentado, contemplándola, y luego por fin se puso en pie y salió de la habitación sin hacer ruido.

12

Carole se despertó en mitad de la noche. Se sentía mejor tras un largo sueño. Recordó entonces que Matthieu la había visitado y lo que le había dicho, y se quedó despierta pensando en él durante mucho rato. A pesar de la pérdida de memoria, Matthieu había conjurado muchos fantasmas. Carole se sentía agradecida hacia él; por fin le había dicho con sinceridad que hizo bien en marcharse. Haber oído eso de sus labios le regalaba la libertad. Siempre se había preguntado qué habría ocurrido de haberse quedado y haber esperado un poco más. Ahora Matthieu le había confirmado que nada habría cambiado.

Cuando volvió a despertarse había una enfermera en la habitación y dos guardias en la puerta, gracias al alboroto que había armado Matthieu. Carole llamó a Jason y a sus hijos para contarles lo del ataque. Les aseguró que estaba perfectamente y que había tenido suerte una vez más. Jason se ofreció a volver a París, pero ella le aseguró que la policía tenía la situación bajo control. Aún estaba conmocionada, pero le dijo que estaba segura. Todos se horrorizaron al saber que había sido víctima de otro incidente terrorista. Y Anthony volvió a advertirla sobre Matthieu. Amenazaba con ir a protegerla él mismo, pero ella le dijo que todo iba bien.

Se hallaba en la cama pensando en tocio eso en mitad de la noche. El terrorista, Matthieu y las piezas de la historia de ambos que él le había contado. Todo aquello le provocaba ansiedad y nerviosismo.

Entonces llamó a Stevie al hotel, sintiéndose como una idiota por molestarla, pero necesitaba oír una voz familiar, a pesar de lo avanzado de la hora. Stevie estaba durmiendo.

– ¿Cómo va tu resfriado? -le preguntó Carole.

Ella misma se encontraba mejor, aunque seguía estando enferma y conmocionada por los acontecimientos del día. Le daba miedo pensar en lo que podía haber pasado.

– Mejor, creo, aunque no es para tirar cohetes -dijo Stevie-. ¿Qué haces despierta a estas horas?

Carole le contó lo que había ocurrido, cuando el chico del cuchillo había entrado en la habitación.

– ¿Qué? ¡No me digas! ¿Dónde puñetas estaba el tío de seguridad?

Stevie se horrorizó, como le había ocurrido a la familia de Carole. Resultaba increíble que hubiese sido víctima de dos incidentes. El suceso saldría en las noticias del día siguiente.

– Salió a comer y no vino su relevo. Casi me muero del susto.