Carole dio un profundo suspiro en su cama, pensando en la suerte que había tenido. Cuando lo pensaba, todavía se estremecía. Se alegraba de que Matthieu hubiese llegado enseguida.

– Voy ahora mismo. Pueden poner un catre en tu habitación. No pienso volver a dejarte sola.

– No seas tonta. Tú estás enferma y yo estoy bien. No van a permitir que vuelva a suceder algo así. Matthieu llegaba en ese momento y ha armado una bronca tremenda. Debe de conservar cierta influencia. Al cabo de cinco minutos el director del hospital estaba aquí en plan servil. Y la policía ha tardado horas en marcharse. Ahora no van a permitir que pase nada. Me he llevado un susto de muerte.

– No me extraña.

La policía había dicho que acudiría al día siguiente para tomarle una declaración detallada. No habían querido disgustarla aún más presionándola justo después del ataque. Además, su agresor estaba detenido, así que ella estaba segura.

– Le recordé del túnel -dijo Carole, con voz aún conmocionada.

Stevie decidió cambiar de tema para distraerla y le preguntó por Matthieu.

– ¿Conseguiste que el hombre misterioso arrojara algo más de luz sobre vuestra aventura? -quiso saber Stevie.

– Sí. Yo misma recordé gran parte. También recordé al chico del cuchillo -dijo, volviendo al ataque-. Iba en el taxi que estaba junto a mí en el túnel y salió corriendo. Los terroristas suicidas debieron de decirle que iba a morir. Al parecer no estaba preparado para las setenta y siete vírgenes que iba a tener en el paraíso.

– No, habría preferido matarte. ¡Dios, estoy deseando llegar a casa!

– Yo también -dijo Carole con un suspiro-. En este viaje las he pasado moradas. Pero creo que tengo mis respuestas. Si alguna vez recobro la memoria y aprendo de nuevo a utilizar un ordenador, creo que estaré lista para escribir el libro. Tendré que añadir algo acerca de todo lo que me ha ocurrido. Es demasiado bueno para no usarlo.

– ¿No crees que la próxima vez podrías hacer un libro de cocina o uno infantil? No me gusta cómo te has documentado para esta historia.

Sin embargo, las respuestas que había conseguido acerca de Jason y Matthieu eran lo que necesitaba. Ahora lo sabía. Y, lo que era aún mejor, las había recibido de labios de los propios interesados, en lugar de adivinarlas y entenderlas por su cuenta.

– ¿Qué noticias tienes de Alan? -preguntó Carole.

Charlar con Stevie la estaba ayudando a relajarse. Resultaba agradable tener a alguien con quien hablar a altas horas de la noche. Echaba de menos eso con Sean. Estaba empezando a recordar pequeños fragmentos de su vida con él. Las cosas que Stevie le contaba de él le habían traído algunos recuerdos.

– Dice que me echa de menos -le respondió Stevie-. Se está poniendo nervioso y quiere que vuelva a casa. Dice que añora mi comida. Debe de haber perdido la memoria también. ¿Qué puede echar de menos, la comida china para llevar o los platos preparados de la tienda de ultramarinos? En cuatro años no le he preparado ni una comida decente.

– No se lo reprocho. Yo también te he echado de menos hoy.

– Iré mañana. Y por la noche duermo ahí.

– Nadie me persigue -dijo Carole para tranquilizarla-. Todos los demás tipos saltaron por los aires. -Y estuvieron a punto de matarla también a ella-. No queda nadie.

– No me importa. Prefiero estar ahí contigo.

– Yo preferiría estar en el Ritz que en La Pitié Salpétrière. -Se rió Carole-. No dudaría ni un momento. El servicio de habitaciones del hotel es mucho mejor.

– Da igual -dijo Stevie con firmeza-. Me traslado allí. Y si no les gusta, que se fastidien. Si ni siquiera pueden mantener a un guardia de seguridad en tu puerta a la hora de comer, necesitas ahí a un perro guardián.

– Creo que Matthieu se encargó de eso. Parecían tenerle mucho miedo. Esta noche hay montones de guardias en el pasillo.

– A mí también me asusta -dijo Stevie con sinceridad-. Parece un tipo duro.

– Lo es. -Carole recordaba eso de él-. Pero no lo fue conmigo. Estaba casado. Sencillamente no quiso dejar a su mujer. Hoy hemos hablado de ello. Vivimos juntos durante dos años y medio. No quiso divorciarse de ella, así que me marché.

– Una vez tropecé con uno de esos. Son difíciles de conseguir. La mayoría de la gente no lo logra. Nunca volví a hacerlo. Puede que Alan sea a veces un cabrón, pero al menos es mío.

– Sí, supongo que tardé algún tiempo en entender eso con Matthieu. Cuando nos conocimos me dijo que iba a dejarla, que su matrimonio había terminado hacía diez años.

– Siempre dicen gilipolleces así. La última en enterarse es la esposa. Nunca se marchan.

– Permaneció casado con ella hasta el año pasado. Dijo que hice bien en marcharme.

– Eso parece. ¿Y se ha divorciado ahora? -Se sorprendió Stevie.

Nadie se divorciaba a la edad de él, y menos en Francia.

– No, murió. Se quedó con ella hasta el final. Cuarenta y seis años. De un matrimonio supuestamente sin amor. ¿Qué sentido tiene eso?

– Costumbre. Pereza. Cobardía. Sabe Dios por qué se queda la gente.

– Su hija murió cuando yo vivía con él. Y entonces su mujer amenazó con suicidarse. Hubo una retahíla inacabable de excusas, algunas de ellas incluso válidas, aunque la mayoría no, hasta que por fin me rendí. Estaba casado con ella y con Francia.

– Me da la impresión de que no tuviste ninguna oportunidad.

– Él también lo dice ahora. Desde luego, no lo decía entonces.

No le contó a Stevie lo del bebé que había perdido, pero algún día hablaría de ello con Anthony, por si se acordaba. Él nunca le había dicho nada, pero cuando se encontraron en el hospital resultó evidente lo mucho que acabó odiando a Matthieu. Incluso sus hijos se habían sentido traicionados. Aquello había dejado una impresión duradera en su hijo, fuesen cuales fuesen los detalles.

– Cuando volvimos para vaciar la casa, te vi deprimida.

– Lo estaba.

– Parece que estás recordando muchas cosas -comentó Stevie.

En los últimos días, Carole se había remontado a muchos años atrás, y el chico del cuchillo había contribuido a refrescar su memoria.

– Es verdad. Poco a poco me acuerdo de cosas, de sentimientos más que de acontecimientos.

– Por algo se empieza -dijo Stevie.

Mike Appelsohn también la ayudó, salvo por la entrevista con la prensa.

– Espero que te envíen pronto de regreso al hotel -añadió.

Stevie estaba muy preocupada por el riesgo de que quedasen terroristas vivos. Sin embargo, ahora la policía estaba alerta.

– Yo también.

Acto seguido se despidieron y colgaron. Carole permaneció en la cama durante un buen rato pensando en la suerte que tenía, en sus maravillosos hijos, en lo milagrosa que había sido su supervivencia y en lo afortunada que era de tener una amiga como Stevie. Trató de no pensar en Matthieu ni en el chico que había venido para matarla con su aterrador cuchillo. Permaneció en la cama con los ojos cerrados, respirando hondo. Pero, hiciera lo que hiciese, no dejaba de ver en su cabeza al chico del cuchillo y entonces su mente corría hacia la seguridad y protección que Matthieu parecía ofrecerle. Era como si después de todos aquellos años él siguiera siendo un refugio, un remanso de paz, y fuese a protegerla de todo daño. Carole no quería creer eso, pero en algún lugar guardado en la memoria de su corazón seguía creyéndolo. Casi pudo sentir los brazos de él que la estrechaban mientras se quedaba dormida por fin.

13

La policía llegó al día siguiente para tomarle declaración a Carole. El joven detenido era sirio y tenía diecisiete años. Era miembro de un grupo fundamentalista responsable de tres atentados terroristas recientes, dos en Francia y uno en España. Aparte de eso, sabían muy poco de él y Carole era la única persona que podía relacionarle con el atentado del túnel. Aunque gran parte de sus recuerdos acerca del ataque terrorista seguían siendo vagos, como le ocurría con los detalles de su propia vida, sí recordaba con toda claridad haberle visto en el coche situado junto al taxi, atrapado en el atasco. Al ver su cara en la habitación de La Pitié Salpétrière se acordó de todo. Los ojos de aquel chico la fascinaron mientras se precipitaba contra ella con su cuchillo de hoja curva y alargada.

Los policías la interrogaron durante casi tres horas y le mostraron fotografías de una docena de hombres. Carole no reconoció a ninguno, solo al joven que había entrado en su habitación para matarla. Una de las fotografías le recordó levemente al conductor del coche situado junto al taxi, pero Carole no le había prestado tanta atención como al chico del asiento trasero y no pudo estar tan segura. No tenía la menor duda acerca de la identidad del muchacho que la había atacado; su mirada entristecida se le había quedado grabada. Su ataque se lo había traído a la memoria de nuevo. Las imágenes eran muy nítidas.

También estaban volviendo otros recuerdos, aunque a menudo aparecían desordenados y carentes de sentido para ella. Se hacía una imagen mental del establo de su padre y se veía ordeñando las vacas como si fuese ayer. Oía la risa de su padre, pero por más que se concentrase no visualizaba su cara. No se acordaba de ningún detalle del encuentro con Mike Appelsohn en Nueva Orleans, cuando él la descubrió, pero ahora recordaba la prueba de cámara y haber trabajado en su primera película. Esa mañana se había despertado pensando en ello, pero el día en que conoció a Jason y sus primeros tiempos con él se habían esfumado. También le vino a la memoria el día de su boda y el piso de Nueva York en el que vivieron después de casarse, y tenía alguna imagen del nacimiento de Anthony, pero no se acordaba en absoluto del parto de Chloe, de las películas que había hecho ni de los Oscar que ganó. Y seguía recordando muy poco a Sean.

Todo resultaba inconexo y desordenado, como escenas de una película que se hubiesen eliminado del montaje. Acudían a su mente rostros y nombres, a menudo sin relación entre sí, y luego aparecían sucesos enteros y de una claridad meridiana. Era como un edredón irregular de retales de su vida que trataba sin cesar de arreglar, organizar y ordenar, y, justo cuando pensaba que todo iba bien y que sabía lo que estaba recordando, aparecía otro detalle, rostro, nombre o acontecimiento, y toda la historia volvía a cambiar. Era como un caleidoscopio en continuo movimiento cuyos colores y formas se alterasen sin parar. Resultaba agotador tratar de asimilarlo y entenderlo todo. Durante varias horas seguidas hacía memoria de todo, y luego, durante muchas más, su mente parecía apagarse, como si se hubiera hartado del proceso de cuidadoso examen y selección que ocupaba todas sus horas de vigilia. Hacía esfuerzos por recordarlo todo y, cuando acudían imágenes a su mente, no se cansaba de hacer preguntas, tratando de enfocar con mayor nitidez la lente de su memoria. Era un trabajo a tiempo completo, el más difícil que había hecho en su vida.

Stevie era consciente de lo agotador que resultaba y se sentaba en silencio cuando veía que Carole reflexionaba. Al final, Carole decía algo, pero se pasaba largas horas tendida en la cama con la mirada perdida, pensando en todo ello. Una parte seguía sin tener sentido, como un álbum de fotos sin etiquetas que indicasen quiénes habían sido aquellas personas o por qué estaban allí. Recordaba mucho ciertas cosas; otras, demasiado poco. Todo estaba revuelto. A veces tardaba horas en identificar una escena, cara o nombre y, cuando lo hacía, era una verdadera victoria. Se sentía triunfante cada vez; luego permanecía exhausta y callada durante mucho rato.

A los policías les sorprendió lo mucho que Carole podía recordar. Al principio les informaron que lo había olvidado todo. Eso les sucedía a muchas de las víctimas. Dentro del túnel estaban distraídas, hablando con otros pasajeros o jugueteando con la radio, o bien la conmoción y las heridas sufridas habían borrado todo recuerdo de su mente. La policía y una unidad especial de información llevaban semanas entrevistando a los testigos. Hasta entonces, les habían dicho que Carole no podría aportar nada a su investigación. Sin embargo, las cosas habían cambiado de pronto y ella podía prestarles una ayuda inestimable. Ahora le proporcionaban seguridad adicional en el hospital. Había en su puerta dos miembros de un grupo especial de operaciones y los CRS, con sus botas de combate y su mono azul marino. Estaba bien claro quiénes eran y por qué estaban allí. Las ametralladoras que llevaban lo decían todo. Los CRS eran la unidad más temible de París. Las autoridades recurrían a ellos para disolver disturbios o en caso de ataque terrorista. Su presencia confirmaba la gravedad del suceso que llevó a Carole a La Pitié Salpétrière.

No había ninguna razón sólida para creer que otros miembros del grupo fuesen a intentar otro ataque contra ella. Por lo que sabían, todos los autores habían muerto en el atentado suicida del túnel, a excepción del único chico que había huido. Carole le recordaba con toda claridad corriendo hacia la entrada del túnel justo antes de que estallara la primera bomba. Su recuerdo de las siguientes era más vago, porque para entonces ella misma había salido despedida del taxi y caía hacia el suelo del túnel. Pero la policía seguía teniendo una preocupación razonable, ya que ella era una víctima muy visible del suceso. Eliminarla sería una ventaja para los terroristas, además de la victoria adicional de matar a una persona conocida para llamar la atención hacia su causa. En cualquier caso, la policía y las unidades especiales de información no tenían deseo alguno de que Carole muriese en territorio francés. Querían hacer todo lo posible para mantenerla con vida, al menos hasta que abandonase Francia. Y, como era estadounidense, también se habían puesto en contacto con el FBI, que había prometido vigilar su hogar en Bel-Air durante los próximos meses, sobre todo una vez que estuviese en casa. Esa perspectiva resultaba aterradora y tranquilizadora al mismo tiempo.