La posibilidad de que Carole continuase estando en peligro no resultaba nada alentadora. Ya había pagado un precio muy alto por su presencia en el túnel durante el atentado suicida. Ahora solo quería recobrar la memoria, salir del hospital y seguir con su vida una vez que llegase a casa. Conservaba la esperanza de escribir su novela. Y ahora todo lo relacionado con su vida, presente y pasado, le parecía más valioso, sobre todo sus hijos.

Matthieu apareció en mitad de la entrevista con la policía. Sin decir nada se coló en la habitación, saludó a Carole con la cabeza y se quedó de pie, observando y escuchando con expresión seria y preocupada. Había telefoneado varias veces a la unidad de información que se ocupaba del caso y al director del CRS. El actual ministro del Interior también había recibido una llamada suya el día anterior. Matthieu quería que la investigación y la protección de Carole se llevasen sin errores ni fallos. Había dejado muy claro que el asunto tenía la máxima importancia para él. No necesitaba explicar por qué. Carole Barber era una visitante importante para Francia y ante el ministro del Interior reconoció que había sido una amiga personal íntima durante muchos años. El ministro no le preguntó por la naturaleza de aquella amistad.

Matthieu estuvo mirándola mientras la interrogaban. Le extrañó lo mucho que recordaba. Podía aportar muchos detalles que antes se le habían escapado por completo. Esta vez a Carole no le importó que Matthieu estuviese allí. Era un consuelo tener cerca a alguien conocido. El ya no le daba miedo. Su temor inicial cuando la visitó se debía a que percibía que había sido importante para ella, pero ignoraba por qué. Sin embargo, ahora se acordaba de más cosas de su convivencia que de otras personas y sucesos.

Tenía grabados con fuerza en la memoria los puntos culminantes de su vida con él, emergiendo de los mares que los habían cubierto, y también recordaba numerosos detalles, momentos importantes, días soleados, noches ardientes, momentos tiernos y la angustia que sentía ella al ver que no dejaba a su esposa, así como las discusiones que tenían por ese motivo. Las explicaciones y excusas de él destacaban en su mente, además del viaje en velero por el sur de Francia. Carole tenía presentes casi todas las conversaciones que habían tenido mientras navegaban a la deriva cerca de Saint Tropez, y también la pena inconsolable de él cuando su hija murió un año más tarde, al igual que su dolor y desengaño cuando abortó. Esos momentos angustiosos ahogaban todo lo demás. Recordaba la aflicción que él le había causado como si fuera ayer, y el día en que abandonó Francia. Para entonces había renunciado a toda esperanza de tener una vida con Matthieu. Sabiendo todo eso, estar en una habitación con él era extraño. No aterrador, aunque sí desestabilizador. Aquel hombre tenía una expresión austera e infeliz que a Carole le pareció siniestra al principio, pero, ahora que recordaba la historia de ambos, su aspecto sombrío le resultaba familiar. No parecía un hombre feliz y daba la impresión de vivir atormentado por sus recuerdos. Matthieu llevaba años queriendo disculparse, y el destino le había dado esa oportunidad.

Cuando la policía y los funcionarios salieron de la habitación, Carole parecía agotada. Matthieu se sentó junto a ella y, sin preguntarle, le puso en la mano una taza de té. Carole le miró agradecida y sonrió. Casi estaba demasiado cansada para llevársela a los labios. El vio que le temblaba la mano y le sujetó la taza. La enfermera seguía fuera de la habitación, charlando con los dos miembros del CRS. Habían hecho caso omiso de las protestas del hospital acerca de sus ametralladoras. La protección de Carole era primordial y tenía prioridad sobre las normas del hospital. Las ametralladoras se quedaron. La propia Carole las había visto cuando dio un paseo por el corredor con la enfermera, antes de que llegase la unidad de interrogatorios para tomarle declaración. Al ver sus armas se quedó conmocionada y, sin embargo, al mismo tiempo más tranquila. Como la presencia de Matthieu a su lado, parecía tanto una maldición como una bendición.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Matthieu en voz baja.

Carole asintió mientras se bebía a sorbos el té que él le sostenía. Estaba temblando de pies a cabeza.

Había sido una mañana demoledora, aunque menos que el día anterior, cuando entró en la habitación el muchacho del cuchillo. Nunca olvidaría el suceso ni la sensación que tuvo. Había tenido la certeza de que iba a morir, aún más que mientras volaba por el túnel. Ese ataque era mucho más personal y estaba destinado específicamente a hacerle daño a ella, como un misil dirigido contra su persona. Cuando lo pensaba, aún se sentía asustada. Mirar a Matthieu la calmaba. Allí sentado, junto a la cama, parecía muy tierno. Poseía una amabilidad que ella no había olvidado y que resultaba claramente visible en ese momento. El amor que sentía por ella resplandecía en sus ojos. Carole no sabía con certeza si era el recuerdo o un fuego que nunca se había apagado, y no deseaba preguntárselo. Era preferible dejar algunas puertas cerradas para siempre. Lo que se hallaba tras esa puerta en concreto era demasiado doloroso para ambos, o al menos eso creía ella. Matthieu no le había hecho ninguna aclaración acerca del presente, solo acerca del pasado, y eso era suficiente para ella.

– Estoy bien -suspiró, apoyando la cabeza en la almohada y mirándole a los ojos-. Ha sido duro -dijo refiriéndose a la investigación, y él asintió.

– Lo has hecho muy bien.

Matthieu se sentía orgulloso de ella. Carole se había mantenido serena y despejada y se había esforzado por sacar todos los detalles de su destrozado banco de memoria. Había estado impresionante, aunque a Matthieu no le sorprendía. Siempre fue una mujer excepcional. También se portó de forma extraordinaria cuando murió su hija, y un millón de veces más. Nunca le falló en ningún aspecto, algo que no podía decir de sí mismo. Demasiado lo sabía, y en los años transcurridos lo había repasado en su mente innumerables veces. Durante quince años había vivido obsesionado por su cara, su voz y su contacto, y ahora estaba sentado junto a ella. Casi resultaba demasiado extraño para creerlo.

– ¿Has hablado con ellos antes? -quiso saber Carole.

Los policías habían sido amables y respetuosos con ella, si bien fueron implacables al exigirle cualquier posible detalle. Pero la forma en que la habían tratado parecía insólitamente tierna y respetuosa y Carole sospechaba que el responsable era él. Los agentes habrían podido pisotearla. Ese era su estilo, pero no lo habían hecho. Habían llevado el interrogatorio con delicadeza.

– Anoche llamé al ministro del Interior.

En última instancia era este quien se hallaba a cargo de la investigación y el responsable de la manera de llevarla, así como de su posible éxito. Era el mismo cargo que tenía Matthieu cuando se conocieron.

– Gracias -dijo ella, mirándole agradecida-. ¿Echas de menos tu antiguo cargo?

A Carole le parecía natural que así fuera. Matthieu había tenido mucho poder; había sido el hombre más poderoso de Francia. A cualquiera le resultaría difícil renunciar a eso, sobre todo a un hombre. Cuando ella le conoció, le gustaba implicarse en todos los aspectos del poder, motivo por el cual nunca habría podido dejarlo. Le parecía que estaba a su cargo en todo momento el bienestar de su país, ese país que amaba. Ma patrie, como tantas veces le había dicho, encendido de pasión tanto por su tierra natal como por sus gentes. Era improbable que eso hubiese cambiado, aunque se hubiera retirado de la política.

– A veces -dijo él con sinceridad-. Es difícil renunciar a una responsabilidad como esa. Es como el amor; nunca se acaba, aunque cambie de dirección. Pero ahora los tiempos son distintos. Hoy en día es un trabajo más duro, no es tan limpio. El terrorismo ha cambiado muchas cosas en todos los países. Ahora ningún dirigente lo tiene fácil. Era más sencillo cuando yo estaba en el gobierno. Sabías quiénes eran los malos. Ahora no tienen rostro y no les ves hasta que el daño está hecho, como te sucedió a ti. Es más difícil proteger el país y a la gente. Todo el mundo está desencantado y algunos, muy amargados. Es difícil ser un héroe. Todos se enfadan con todos, no solo con sus enemigos, sino también con sus dirigentes -añadió con un suspiro-. No envidio a los gobernantes actuales, aunque sí, lo echo de menos -reconoció, regalándole una de sus escasas sonrisas-. ¿Qué hombre no lo haría? Era muy divertido.

– Recuerdo que te encantaba -dijo ella en respuesta, con una sonrisa empañada-. Trabajabas hasta horas imposibles y recibías llamadas durante toda la noche.

Era así como él lo quería. Le gustaba conocer cada detalle de lo que ocurría en todo momento. Había sido una obsesión para él.

Y esa mañana, de pie en la habitación de Carole, había supervisado la investigación como si todavía estuviese al mando. A veces olvidaba que ya no lo estaba. Aún era profundamente respetado por el público y los hombres que le habían sucedido en el cargo. Con frecuencia adoptaba una postura propia sobre cuestiones políticas y los periódicos le citaban a menudo. Le habían llamado varios días antes para conocer su opinión acerca del atentado en el túnel y la forma en que se llevaba el asunto. El se mostró diplomático, cosa que no siempre hacía. Cuando estaba disgustado por algo o criticaba al gobierno, no tenía pelos en la lengua. Nunca los había tenido.

– Francia siempre fue mi primer amor -contestó él-. Hasta que llegaste tú -añadió en voz baja.

Sin embargo, Carole no estaba segura de que eso fuese cierto. A ella le parecía que había ocupado el tercer lugar, por detrás de su país y su matrimonio.

– ¿Por qué te retiraste? -le preguntó Carole.

Volvió a coger su té. Esta vez sostuvo la taza ella misma. Ya se sentía mejor y más tranquila. El interrogatorio la había puesto nerviosa, pero por fin se estaba calmando. Él también se daba cuenta.

– Pensé que ya era hora. Serví a mi país durante mucho tiempo. Había hecho mi tarea. Mi legislatura terminó y el gobierno cambió. Tenía algunos problemas de salud, que seguramente estaban relacionados con el trabajo. Ahora estoy bien. Al principio lo eché muchísimo de menos y desde entonces me han ofrecido cargos menores, como gesto simbólico. No quiero eso. No quiero un premio de consolación. Tuve lo que quería. Pensé que ya era hora de dejarlo. Además, me gusta ejercer de abogado. Me han pedido varias veces que me convierta en magistrado, en juez, pero eso me resultaría aburrido. Es más divertido ser abogado que juez, al menos para mí, aunque también tengo previsto retirarme de eso este año.

– ¿Por qué? -preguntó preocupada.

Era un hombre que necesitaba trabajar. A sus sesenta y ocho años tenía el brío y la energía de un hombre mucho más joven. Carole había vuelto a comprobarlo cuando la estaban interrogando. Estaba verdaderamente eléctrico, como un cable vivo. Para un hombre como él no era saludable jubilarse. Era suficiente haber dejado el ministerio; a Carole no le parecía sensato que también dejase la abogacía.

– Soy viejo, querida. Es momento de hacer otras cosas. Escribir, leer, viajar, pensar, descubrir nuevos mundos… Tengo previsto viajar un poco por el Sudeste Asiático. El año pasado estuve en África. Ahora quiero hacer las cosas más despacio y saborearlas, antes de que ya no pueda hacerlas.

– Te quedan muchos años por delante. Sigues siendo un hombre vital y juvenil.

El se echó a reír ante las palabras elegidas por Carole.

– Sí, juvenil, pero no joven. No es lo mismo. Quiero disfrutar de mi vida y de la libertad que nunca tuve. Ahora no tengo que responder ante nadie. Eso tiene una ventaja y un inconveniente. Mis hijos son mayores, incluso mis nietos son mayores -dijo, y soltó una carcajada; resultaba difícil imaginarlo, pero se dio cuenta de que era verdad-. Arlette ya no está. A nadie le importa dónde estoy ni qué hago, lo cual es triste pero cierto. Más vale que lo aproveche mientras pueda, antes de que mis hijos empiecen a llamar a casa para preguntarle a la doncella si he comido o he mojado la cama.

Faltaba mucho para eso y la imagen que esbozaba de su futuro conmovió a Carole. En cierto modo, también era su caso. Sus hijos eran mucho más jóvenes que los de Matthieu. Carole calculó que el hijo mayor de este debía de contar más de cuarenta años, no muchos menos que ella misma. Matthieu se había casado joven y había tenido hijos pronto, así que no estaba ligado a unos hijos jóvenes, como ella. Pero incluso los de Carole habían acabado sus estudios, eran supuestamente adultos y vivían en otra ciudad. Si Stevie no le hiciese compañía a diario, su casa sería una tumba. No había ningún hombre en su vida, ningún niño en casa, nadie ante quien responder, con quien pasar el tiempo o a quien cuidar, nadie que se preocupase por su hora de cenar o por si cenaba siquiera. Tenía casi veinte años menos que él, pero ahora también era libre. Eso era lo que la había llevado a escribir el libro y a hacer el viaje por Europa, para encontrar las respuestas que no había conseguido hasta entonces.