– ¿Por qué no piensas dónde te gustaría ir? Tal vez esta primavera. A cualquier lugar del mundo.
Era un ofrecimiento genial y, como siempre, a Stevie le impresionó su jefa y amiga. Siempre hacía lo que tenía que hacer, para el bien de todos. Era una mujer extraordinaria y era una suerte conocerla.
– ¿Qué te parece Tahití? -dijo Chloe de un tirón-. Puedo tomarme unas vacaciones en marzo.
– Me parece fantástico. Creo que nunca he estado allí. Al menos eso me parece. Y si he estado en Tahití, no lo recuerdo, así que será nuevo para mí -comentó antes de echarse a reír-. Ya lo sabremos. En fin, espero volver a Los Ángeles el veintiuno. Tú podrías venir el veintidós. Los demás no llegan hasta Nochebuena. No es mucho tiempo, pero algo es algo. Estaré en París hasta entonces.
Sin embargo, sabía que Chloe tenía que ponerse al día con su trabajo en el Vogue británico y trabajar incluso los fines de semana para recuperar el tiempo perdido, así que Carole no esperaba verla hasta justo antes de Navidad en Los Ángeles. Ella misma aún no estaba lo bastante recuperada para ir a verla a Londres. Quería tomarse las cosas con calma hasta su vuelo de vuelta a Los Ángeles, un viaje que supondría una especie de reto, aunque ahora que un neurocirujano viajaría con ellas estaba más tranquila.
– Iré el veintidós, mamá. Y gracias -dijo Chloe.
Carole notó que su agradecimiento era sincero. Al menos, Chloe apreciaba el esfuerzo que hacía su madre. Carole se dijo que tal vez siempre había hecho el esfuerzo y su hija nunca se había dado cuenta, o no era lo bastante mayor para entenderlo y sentirse agradecida. Ahora ambas se esforzaban e intentaban mostrarse amables. Eso ya era un regalo enorme para las dos.
– Te avisaré cuando vuelva al hotel, mañana o pasado -dijo Carole con calma.
– Gracias, mamá. Te quiero -dijo Chloe en tono cariñoso.
– Y yo a ti.
La siguiente llamada de Carole fue para Anthony, en Nueva York. Estaba en la oficina y parecía ocupado, pero se alegró de oírla. Ella le explicó que volvería al hotel y que estaba deseando verle por Navidad. Él parecía de buen humor, aunque le advirtió que no volviese a trabar amistad con Matthieu. Era un tema recurrente en cada llamada.
– Es que no me fío de él, mamá. La gente no cambia. Y sé cómo te amargó la vida. Todo lo que recuerdo de nuestros últimos días en París es haberte visto llorando sin parar. Ni siquiera me acuerdo de por qué. Solo sé que estabas muy triste. No quiero que vuelva a ocurrirte eso. Ya lo has pasado bastante mal. Preferiría verte volver con papá.
Era la primera vez que él decía eso y Carole se sobresaltó. No quería decepcionarle, pero no iba a volver con Jason.
– Eso no va a suceder -dijo ella con calma-. Creo que estamos mejor como amigos.
– Pues Matthieu no es ningún amigo -masculló su hijo-. Fue un auténtico cabrón contigo cuando vivías con él. Estaba casado, ¿verdad?
Ahora Anthony solo tenía un vago recuerdo de aquello, pero la impresión negativa se había mantenido y era extrema. Habría hecho cualquier cosa por evitar que su madre volviese a sufrir aquel dolor. El simple hecho de recordarlo le hacía daño. Ella se merecía un trato mucho mejor que aquel, de cualquier hombre.
– Sí, estaba casado -dijo Carole en voz baja, temiendo verse forzada a defenderle.
– Eso me parecía. Entonces, ¿por qué vivía con nosotros?
– Los hombres hacen arreglos así en Francia. Tienen amantes además de esposas. No es una situación genial para nadie, pero aquí parecen aceptarla. En aquella época era mucho más difícil divorciarse, así que la gente vivía así. Yo quería que se divorciase, pero murió su hija y entonces su esposa amenazó con suicidarse. El tenía un cargo demasiado alto en el gobierno para romper su matrimonio sin que eso provocase un gran alboroto en la prensa. Parece una locura, pero resultaba menos escandaloso hacer lo que hacíamos. Dijo que se divorciaría y que luego nos casaríamos. Creo que creía realmente que lo haríamos, pero nunca encontraba el momento para romper su matrimonio. Así que nos marchamos -dijo Carole con un suspiro-. No quería irme, pero tampoco que todos nosotros viviésemos así para siempre. No me parecía bien, ni para vosotros ni para mí misma. Soy demasiado estadounidense para eso. No quería ser la amante permanente de alguien y tener que llevar una vida secreta.
– ¿Qué pasó con su esposa? -preguntó Anthony con severidad.
– Murió, al parecer el año pasado.
– Me voy a disgustar mucho si vuelves a tener una relación con él. Va a hacerte daño. Ya lo hizo antes -le advirtió en tono paternal.
– No tengo ninguna relación con él -dijo Carole, intentando tranquilizarle y calmarle.
– ¿Hay alguna posibilidad? Sé sincera, mamá.
A ella le encantó la palabra «mamá». Aún le sonaba nueva y llena de amor. Cada vez que alguno de sus hijos la pronunciaba sentía un estremecimiento.
– No lo sé. No me lo imagino. Todo eso pasó hace mucho tiempo.
– Sigue enamorado de ti. Me di cuenta en cuanto entró.
– Si es así, está enamorado del recuerdo de quién era yo entonces. Todos nos hemos hecho mayores -respondió cansada.
Le habían ocurrido muchas cosas desde su llegada a Francia. Tenía mucho que asimilar y aprender de nuevo. Además, tenía que recuperarse. Pensarlo resultaba abrumador.
– Tú no eres mayor. Es que no quiero que te hagan daño.
– Yo tampoco. Ahora mismo ni siquiera puedo pensar en algo así.
– Estupendo -contestó él, reconfortado-. Pronto estarás en casa. Pero no le permitas empezar algo antes de que te vayas.
– No lo haré, pero tienes que confiar en mí -dijo ella, sintiéndose como una madre.
Por mucho que su hijo la quisiera, tenía derecho a tomar sus propias decisiones y llevar su propia vida, y quiso recordárselo.
– No confío en él.
– ¿Por qué no le damos el beneficio de la duda de momento? No es que fuese un mal hombre; su situación era un desastre y por lo tanto la mía también. Fui imprudente al meterme en aquello, pero era joven, no mucho mayor de lo que eres tú ahora. Debería haberme dado cuenta de lo que ocurriría. El es francés. En aquellos tiempos, los franceses no se divorciaban. Ni siquiera estoy segura de que lo hagan ahora. Aquí es una tradición nacional tener una amante.
Ella sonrió y Anthony negó con la cabeza al otro lado del hilo.
– En mi opinión, eso es una mierda.
– Sí, lo era -reconoció ella, recordándolo claramente.
Entonces cambiaron de tema y él le dijo que estaba nevando en Nueva York. La imagen de la nieve acudió a su mente, y de pronto recordó haberles llevado a patinar al Rockefeller Center cuando eran pequeños, un día que ya estaba instalado el gran árbol de Navidad y nevaba. Fue justo antes de que fuesen a París, cuando en su mundo aún estaba todo en su sitio. Jason había venido a recogerles y les había llevado a tomar un helado. Carole recordaba aquellos días como los más felices de su vida. Todo parecía perfecto, aunque no lo fuese.
– Abrígate bien -le dijo Carole, y él se echó a reír.
– Lo haré, mamá. Cuídate tú también. No hagas ninguna locura cuando vuelvas al Ritz, como salir a bailar.
Carole se quedó en blanco. No sabía si su hijo hablaba en serio.
– ¿Me gusta bailar? -preguntó desconcertada.
– Te vuelve loca. Eres la reina de la pista. Cuando nos veamos por Navidad te lo recordaré. Pondremos música, o puedo llevarte a una discoteca.
– Eso suena divertido.
Si no perdía el equilibrio y se caía, pensó para sí, consternada al ver cuántas cosas ignoraba todavía de sí misma. Al menos había alguien que se las recordaba.
Charlaron durante unos minutos más y colgó, después de decirle que también le quería. Y luego la llamó Jason. Había entrado en el despacho de su hijo justo cuando Anthony colgaba, y este le dijo que su madre parecía estar bastante bien. Carole se sintió conmovida por la llamada de su ex marido.
– Anthony me ha dicho que está nevando en Nueva York – -le dijo a Jason.
– Así es, y con mucha fuerza. Han caído diez centímetros en la última hora. Dicen que esta noche tendremos más de medio metro de nieve. Tienes suerte de volver a Los Ángeles y no venir aquí. Me han dicho que hoy tienen allí veinticuatro grados. Estoy deseando ir por Navidad.
– Yo estoy deseando que estemos todos juntos -dijo ella con una sonrisa cálida y sincera-. Estaba recordando el día que llevamos a los niños a patinar al Rockefeller Center y tú nos llevaste a tomar un helado. Fue muy divertido.
– Ya recuerdas más cosas que yo -dijo él con una sonrisa-. Solíamos llevar a los niños a montar en trineo en el parque. Eso también era divertido.
Lo mismo ocurría con el tiovivo y el estanque para maquetas de veleros. El zoológico. Habían hecho muchas cosas juntos, y Carole había hecho otras a solas con sus hijos entre rodaje y rodaje. Tal vez Matthieu estuviese en lo cierto y no fuese la madre negligente que temía haber sido. Según Chloe, parecía que nunca estaba cuando la necesitaban.
– ¿Qué día te darán el alta? -quiso saber Jason.
– Espero que mañana. Hoy me lo dirán.
Entonces le contó que un médico volaría a Los Ángeles con ella y él pareció aliviado.
– Me parece muy acertado. No hagas ninguna locura antes de marcharte. Tómatelo con calma y dedícate a comer pasteles en el hotel.
– La doctora dice que debería caminar. Puede que haga algunas compras navideñas.
– No te preocupes por eso. Todos tenemos el único regalo de Navidad que queríamos. Te tenemos a ti.
Sus dulces palabras volvieron a conmoverla. Por mucho que rebuscase en su memoria, no podía hallar ningún sentimiento romántico hacia él, pero le quería como a un hermano. Era el padre de sus hijos, un hombre al que había amado y con el que había estado casada durante diez años, y que estaba entretejido para siempre en la tela de su corazón, aunque ahora de una forma distinta. Su relación y apego mutuo habían cambiado con los años. Al menos para ella. Con Matthieu era diferente. Carole tenía sentimientos mucho menos relajados y a veces se sentía tensa en su presencia. Con Jason eso nunca le ocurría. Jason era un lugar de cálida luz solar donde se sentía cómoda y segura. Matthieu era un misterioso jardín al que temía ir, pero aún recordaba su belleza y sus espinas.
– Nos veremos en Los Ángeles -dijo Jason alegremente antes de colgar.
Poco después entró la doctora con los resultados de sus escáneres. Mostraban que había mejorado.
– Puede irse -le dijo la doctora, sonriendo satisfecha-. Se marcha a casa… o de vuelta al Ritz, por ahora. Puede abandonar el hospital mañana.
Lo cierto es que les entristecía verla marchar, aunque se alegraban por ella. Carole también se alegraba de irse. Había sido un mes muy poco común.
Stevie le hizo la maleta e informó al departamento de seguridad del Ritz que llegarían al día siguiente. El jefe de seguridad aconsejó que entrasen por la puerta de la rue Cambon, en la parte trasera del hotel. Casi toda la prensa y los paparazzi esperaban en la place Vendôme. Carole quería entrar con el menor alboroto posible, aunque sabía que le harían fotografías tarde o temprano. Por ahora quería un respiro. Sería la primera vez que salía del hospital en un mes, después de estar a las puertas de la muerte. Stevie quería darle tiempo para recuperarse antes de que la prensa atacase. Carole Barber saliendo del hospital de París iba a ser primera plana de los periódicos de todo el mundo. No resultaba nada fácil ser una estrella y, desde luego, no permitía ninguna vida privada. Viva o muerta, el público la consideraba de su propiedad y Stevie debía protegerla de la curiosidad ajena. Los médicos le habían salvado la vida. A los CRS y al departamento de seguridad del hotel les correspondía mantenerla con vida. Así pues, Stevie suponía que su tarea era la más fácil.
Matthieu la llamó esa noche para ver cómo estaba. Por un asunto del bufete se encontraba en Lyon, donde tenía un caso pendiente.
– ¡Me marcho a casa! -exclamó con una risa placentera.
– ¿A Los Ángeles? -preguntó él abatido, tras un breve silencio.
– No, al hotel -contestó ella, con una carcajada-. Quieren que pase aquí dos semanas más antes de marcharme para asegurarse de que estoy bien-. Envían a un médico a casa en el avión conmigo, y me llevo a una enfermera al hotel. Estaré perfectamente. La doctora acudirá allí a comprobar cómo estoy. Mientras no haga ninguna locura o estupidez, y nadie trate de matarme otra vez, estaré muy bien. Tengo que pasear para recuperar el uso de las piernas. Tal vez pueda hacer ejercicio en la joyería de la place Vendôme.
Carole bromeaba, ya que nunca se compraba joyas, pero estaba muy animada. Matthieu se sintió aliviado al saber que de momento no se marcharía. Quería pasar algún tiempo con ella antes de que volviese a Los Ángeles. Era demasiado pronto para perderla otra vez.
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