Stevie desapareció y regresó con una taza de té. Té descafeinado de vainilla. Stevie lo encargaba para ella en Mariage Frères de París. Carole se había aficionado a él cuando vivía en la capital francesa y seguía siendo su favorito. Agradecía las tazas humeantes que Stevie le llevaba. El té la reconfortaba. Con la mirada perdida, Carole se llevó la taza a los labios y dio un sorbo.

– Puede que tengas razón -dijo con aire pensativo, echándole un vistazo a la mujer que llevaba años acompañándola.

Viajaban juntas, puesto que Carole la llevaba al plato cuando participaba en una película. A Stevie le gustaba encargarse de todo y hacer que la vida de Carole discurriese con suavidad. Le encantaba su empleo y acudir cada día a trabajar. Cada jornada suponía un reto distinto. Además, después de todos aquellos años aún le hacía ilusión trabajar para Carole Barber.

– ¿En qué tengo razón? -preguntó Stevie, apoyando sus largos brazos en la cómoda butaca de cuero de la habitación.

Pasaban muchas horas juntas en esa habitación, hablando y haciendo planes. Carole siempre estaba dispuesta a escuchar las opiniones de Stevie, aunque al final hiciese algo diferente. Sin embargo, los consejos de su asistente solían parecerle sensatos y valiosos. Para Stevie, Carole no era solo una jefa, sino que más bien parecía su tía. Las dos mujeres compartían opiniones acerca de la vida y a menudo veían las cosas de la misma forma, sobre todo en cuestión de hombres.

– Puede que necesite un viaje.

En este caso Carole no pretendía evitar el libro, sino tal vez resolverlo, como si fuese una cáscara dura que se resistiese y solo pudiese abrirse con un golpe.

– Podrías ir a visitar a los chicos -sugirió Stevie.

A Carole le encantaba visitar a sus hijos, puesto que ya no iban mucho a verla. A Anthony le resultaba difícil escaparse de la oficina, aunque siempre encontraba tiempo para quedar por la noche cuando ella viajaba a Nueva York, por muy ocupado que estuviese. Quería a su madre, al igual que Chloe, que lo dejaba todo para ir con ella de compras por Londres. La muchacha se impregnaba del amor y el tiempo de su madre como una flor bajo la lluvia.

– Lo hice hace solo unas semanas. No sé… Creo que necesito hacer algo muy distinto… Ir a algún sitio donde nunca haya estado, como Praga o algo así… o Rumania… Suecia…

No quedaban muchos lugares en el planeta que no hubiese visitado. Había dado conferencias sobre la mujer en la India, Pakistán y Pekín. Había conocido a jefes de Estado de todo el mundo, había trabajado con UNICEF y se había dirigido al Senado estadounidense.

Stevie dudaba si debía decir lo obvio. París. Sabía cuánto significaba la ciudad para ella. Carole había vivido en París durante dos años y medio y solo había regresado dos veces. Decía que allí ya no había nada que le interesase. Llevó a Sean a París poco después de su boda, pero a él no le caían bien los franceses y prefería ir a Londres. Stevie sabía que hacía unos diez años que ella no visitaba la ciudad y que solo había estado en París una vez en los cinco años transcurridos antes de que conociera a Sean, cuando vendió la casa que tenía en la rue Jacob o, mejor dicho, en un estrecho callejón situado detrás de esta. Stevie fue con ella para cerrar la casa, que le encantó. Sin embargo, para entonces Carole, cuya vida había vuelto a establecerse en Los Ángeles, decía que no tenía sentido mantener una casa en París, aunque le resultó duro cerrarla. No regresó allí hasta su viaje con Sean, en el que se alojaron en el Ritz. Sean no paró de quejarse. Le encantaban Italia e Inglaterra, pero Francia no.

– Tal vez sea hora de que vuelvas a París -dijo Stevie con prudencia.

Sabía que allí persistían fantasmas para ella, pero, quince años después y tras vivir ocho años con Sean, suponía que ya no afectarían a Carole. Fuera lo que fuese lo que le sucedió a Carole en París, se había curado hacía mucho y de vez en cuando aún hablaba con cariño de la ciudad.

– No lo sé -dijo Carole, pensando en ello-. Llueve mucho en noviembre. Aquí hace muy buen tiempo.

– No parece que el buen tiempo te ayude a escribir el libro, pero puedes pensar en otro sitio. Viena, Milán, Venecia, Buenos Aires, Ciudad de México… Hawai… Puede que necesites pasar unas semanas en la playa, si buscas buen tiempo.

Pero ambas sabían que la meteorología no era el problema.

– Ya veremos -dijo Carole con un suspiro mientras se levantaba de la silla-. Lo pensaré.

Carole era alta, aunque no tanto como su asistente. Era delgada, ágil y conservaba una bonita figura. Hacía ejercicio, pero no lo suficiente para justificar su apariencia. Tenía unos genes estupendos, una buena estructura ósea, un cuerpo que desafiaba sus años y un rostro que mentía acerca de su edad, y no había recurrido a la cirugía.

Carole Barber era una mujer hermosa. Su cabello seguía siendo rubio y lo llevaba largo y liso, a menudo recogido en una cola de caballo o un moño. Desde que tenía dieciocho años, los peluqueros del plato se lo pasaban en grande con su sedoso pelo rubio. Sus ojos eran enormes y verdes; sus pómulos, altos; sus rasgos, delicados y perfectos. Tenía el rostro y la figura de una modelo. Además, su porte expresaba confianza, aplomo y gracia. No era arrogante; simplemente estaba cómoda consigo misma y se movía con la elegancia de una bailarina clásica. El primer estudio que la contrató la obligó a tomar clases de ballet. Ahora seguía moviéndose como una bailarina, con una postura perfecta. Era una mujer espectacular que no solía llevar maquillaje. Tenía una sencillez de estilo que la hacía aún más deslumbrante. Stevie se sentía intimidada cuando empezó a trabajar para ella. Entonces Carole tenía solo treinta y cinco años y ahora que tenía cincuenta resulta difícil creerlo, pues aparentaba diez años menos. Aunque contaba cinco años menos que ella, Sean siempre pareció mayor. Era atractivo pero calvo y tenía tendencia a engordar. Carole seguía teniendo la misma figura que a los veinte años. Cuidaba su alimentación, pero sobre todo era afortunada. Había sido bendecida por los dioses al nacer.

– Salgo a hacer unos recados -le dijo a Stevie al cabo de unos minutos.

Se había puesto un suéter blanco de cachemira sobre los hombros y llevaba un bolso de cocodrilo beis de Hermès. Le gustaba la ropa sencilla pero buena, sobre todo si era francesa. A sus cincuenta años, Carole tenía algo que te recordaba a Grace Kelly a los veinte. Poseía la misma elegancia aristocrática, aunque Carole parecía más cálida. Carole no tenía nada de austero y, habida cuenta de quién era y de la fama de que había disfrutado durante toda su vida adulta, era sorprendentemente humilde. Como a todo el mundo, a Stevie le encantaba ese aspecto de ella. Carole no se lo tenía nada creído.

– ¿Quieres que haga algo por ti? -se ofreció Stevie.

– Sí, escribe el libro mientras estoy fuera. Mañana se lo enviaré a mi agente.

Carole había contactado con una agente literaria, pero no tenía nada que enviarle.

– Hecho -le respondió Stevie con una sonrisa-. Me quedaré al cargo del fuerte. Tú vete a Rodeo Drive.

– No pienso ir a Rodeo -dijo Carole en tono remilgado-. Quiero mirar unas sillas nuevas. Creo que el comedor necesita un lavado de cara. Ahora que lo pienso, yo también necesitaría unos arreglillos, pero soy demasiado miedica para hacérmelos. No quiero despertar por la mañana y parecer otra persona. He tardado cincuenta años en acostumbrarme a la cara que tengo. No me gustaría quedarme sin ella.

– No necesitas un lifting -dijo Stevie con la intención de tranquilizarla.

– Gracias, pero he visto en el espejo los estragos del tiempo.

– Yo tengo más arrugas que tú -dijo Stevie.

Era cierto. Tenía una fina piel irlandesa que, muy a su pesar, no envejecía tan bien como la de su jefa.

Cinco minutos más tarde, Carole se fue en su ranchera. Llevaba seis años conduciendo el mismo coche. A diferencia de otras estrellas de Hollywood, no sentía la necesidad de que la viesen en un Rolls o un Bentley. Tenía bastante con la ranchera. Las únicas joyas que llevaba eran un par de pendientes de diamantes y, cuando Sean estaba vivo, su sencillo anillo de casada, que por fin se había quitado ese verano. Consideraba innecesaria cualquier otra cosa, y los productores pedían joyas prestadas para ella cuando tenía que hacer la promoción de una película. En su vida privada la joya más exótica que llevaba Carole era un sencillo reloj de oro. Lo más deslumbrante de Carole era ella misma.

Volvió dos horas más tarde y encontró a Stevie comiendo un bocadillo en la cocina. Había un pequeño despacho en el que trabajaba y su principal queja era que estaba muy cerca de la nevera, que visitaba con demasiada frecuencia. Hacía ejercicio en el gimnasio cada noche para compensar lo que comía en el trabajo.

– ¿Ya has acabado el libro? -preguntó Carole al entrar, mucho más animada que cuando se marchó.

– Casi. Voy por el último capítulo. Dame media hora más y estaré lista. ¿Qué tal las sillas?

– No pegaban con la mesa. El tamaño no era el apropiado, a menos que compre una mesa nueva.

Carole no paraba de buscar nuevos proyectos, pero ambas sabían que tenía que volver a trabajar o escribir el libro. La indolencia no era propia de ella. Después de trabajar sin parar durante toda la vida, y ahora que Sean había desaparecido, Carole necesitaba ocupaciones.

– He decidido seguir tu consejo -añadió, sentándose con gesto solemne ante la mesa de la cocina, frente a Stevie.

– ¿Qué consejo?

Stevie ya no recordaba qué había dicho.

– Lo de hacer un viaje. Necesito marcharme de aquí. Me llevaré el ordenador. Tal vez sentada en una habitación de hotel pueda empezar de nuevo con el libro. Ni siquiera me gusta lo que tengo hasta ahora.

– A mí sí. Los dos primeros capítulos están muy bien. Solo tienes que seguir avanzando a partir de eso y continuar adelante. Es como escalar una montaña. No mires hacia abajo ni te pares hasta llegar a la cima.

Era un buen consejo.

– Tal vez, ya veremos. De todas formas, necesito despejarme -dijo con un suspiro-. Resérvame un vuelo a París para pasado mañana. No tengo nada que hacer aquí y aún faltan tres semanas y media para el día de Acción de Gracias. Más vale que me marche antes de que vengan los chicos a celebrarlo. Es el momento perfecto.

Había estado pensándolo de camino a casa y se había decidido. Ya se sentía mejor.

Stevie se abstuvo de hacer comentarios. Estaba convencida de que a Carole le vendría bien marcharse, sobre todo tratándose de un lugar que le encantaba.

– Creo que estoy preparada para volver -dijo Carole con voz suave y mirada pensativa-. Puedes reservarme una habitación en el Ritz. A Sean no le gustaba, pero a mí me encanta.

– ¿Cuánto tiempo quieres quedarte?

– No lo sé. Mejor que reserves la habitación para dos semanas. He decidido utilizar París como base. La verdad es que quiero ir a Praga, y tampoco he estado nunca en Budapest. Quiero pasear un poco y ver cómo me siento cuando esté allí. Soy libre como el viento, así que más vale que lo aproveche. Tal vez me inspire si veo algo nuevo. Si quiero volver a casa antes puedo hacerlo. Además, de regreso me detendré un par de días en Londres para ver a Chloe. Si falta poco para el día de Acción de Gracias, puede que mi hija quiera volver conmigo en el avión. Podría ser divertido. Anthony también viene a pasar el día de Acción de Gracias, por lo que no hace falta que pare en Nueva York a la vuelta.

Siempre trataba de ver a sus hijos cuando iba a alguna parte, si había tiempo. Sin embargo, aquel viaje era para ella.

Stevie le sonrió mientras anotaba los detalles.

– Será divertido ir a París. No he estado allí desde que cerraste la casa. Han pasado catorce años.

Entonces Carole pareció un poco violenta. No se había expresado con claridad.

– Vas a pensar que soy una borde. Me encanta que viajemos juntas, pero quiero hacer este viaje sola. No sé por qué, pero creo que necesito entrar en mi propia mente. Si te llevo, me pasaría el tiempo hablando contigo en vez de profundizar en mí misma. Busco algo y ni siquiera sé con certeza qué es. Yo misma, creo.

Tenía la profunda convicción de que las respuestas a su futuro y al libro estaban enterradas en el pasado. Quería volver para desenterrar todo lo que dejó atrás y trató de olvidar hacía tiempo.

Stevie pareció sorprenderse, pero sonrió.

– Me parece perfecto. Lo único que pasa es que me preocupo por ti cuando viajas sola.

Carole no lo hacía a menudo y a Stevie no le gustaba demasiado la idea.

– Yo también me preocupo -confesó Carole-. Además, soy tremendamente perezosa. Me tienes mimada. Detesto tratar con los conserjes y pedir mi propio té, pero puede que me vaya bien. Por otra parte, ¿hasta qué punto puede ser dura la vida en el Ritz?