A pesar de su descuidado aspecto exterior, aquélla había sido sin duda la residencia de un caballero. Lástima que ahora la ocupara un caballero semejante, pensó Jacqui mientras contaba las puertas hasta llegar a la quinta. Estaba junto al final de un tramo de escaleras, en lo que parecía la parte principal de la casa. A Jacqui le pareció extraño que el cuarto de los niños estuviera allí, pero se encogió de hombros y abrió la puerta. Aún era muy temprano y la niebla que rodeaba la casa oscurecía las habitaciones, así que buscó el interruptor de la luz.

La estancia se iluminó y Jacqui vio enseguida que sus sospechas no eran infundadas. Aquélla no era la habitación de los niños, sino el dormitorio principal. Amueblado al estilo regencia, elegante, caro y con una enorme cama de columnas.

Se dio la vuelta con la intención de salir inmediatamente… y se encontró con Harry Talbot, que estaba de pie frente a un aparador, buscando ropa interior. Ya era bastante embarazoso haber entrado sin llamar, pero a eso había que añadir que él acababa de salir de la ducha y que estaba desnudo, salvo una toalla envolviéndole las caderas. Y al girarse para mirarla, la toalla se soltó y cayó al suelo.

Él no hizo el menor movimiento para recuperarla, y Jacqui, a pesar de abrir la boca con intención de disculparse, fue incapaz de emitir sonido alguno. Era hermoso y esbelto, esculpido en fibra y músculo; la clase de cuerpo que los pintores ansiaban como modelo. De sus cabellos caían gotas de agua, que resbalaban sensualmente por sus hombros y su pecho hasta fundirse con su carne.

Representaba la perfección del David de Miguel Ángel.

Y esa perfección hacía aún más terrible las cicatrices que cubrían su espalda. Unas cicatrices que Harry no fue lo suficiente rápido en ocultar. Sin pensar en lo que hacía, Jacqui alargó un brazo dispuesta a tocarlo, como si quisiera traspasar el dolor a su propio cuerpo. Pero antes de que sus dedos tomaran contacto, él le sujetó la muñeca y, en un rápido y brusco tirón, la sacó de la habitación.

– Quédate ahí. No te muevas -sin esperar a ver si lo obedecía, le cerró la puerta en las narices.

El instinto urgía a Jacqui a que echara a correr, pero sus piernas no respondían. El cuerpo entero le temblaba y se tapó la boca con la mano para no gritar. ¿Qué le había pasado a Harry? Las marcas donde su piel había sido arrancada no se parecían a nada que ella hubiera visto antes. Ni a nada que quisiera volver a ver. Gimió y se apoyó contra la puerta, casi cayéndose de bruces cuando él volvió a abrirla, esa vez vestido con un albornoz.

– ¿Estás bien? -le preguntó. La agarró con tanta fuerza por los brazos que sus dedos se le clavaron en la carne.

Ella no se quejó. Ni por un momento creyó que lo hiciera a propósito. Simplemente asintió y él aflojó la presión para que la sangre volviera a circular, pero no la soltó.

Tal vez porque era él quien necesitaba un punto de apoyo, pensó Jacqui al ver su rostro cansado y enjuto, como si no hubiera dormido en mucho tiempo.

– ¿Y bien? -la apremió él-. ¿Qué querías que no podía esperar? ¿Has localizado a Sally?

Demasiado tranquilo. Demasiado frío y despreocupado, aunque ella habría pensado otra cosa por la dolorosa presión en sus brazos.

– No. Es demasiado pronto para llamar a la agencia -dijo, y como él no parecía interesado en saber lo que no había hecho, sino en qué demonios pretendía al entrar en su habitación sin llamar, respiró hondo para intentar calmarse y continuó-. No te estaba buscando. Buscaba el cuarto de los niños. Su… Susan me dijo que allí tal vez encontrara ropa adecuada para Maisie. Me dijo que es… estaba arriba, la quinta puerta del pasillo…

Le daba igual lo que Susan hubiera dicho y lo que Maisie llevara puesto, siempre que no pasara frió. Pero tenía que saber qué eran esas marcas…

– Harry…

– Susan asumió que subirías por la escalera principal -la interrumpió él-. Es por aquí -la hizo retroceder por el pasillo, agarrándola firmemente por el codo-. Esta es -abrió una puerta y se giró bruscamente para marcharse.

– ¡ Harry!

Él se detuvo en la puerta de su habitación, pero no la miró.

– No preguntes -le advirtió.

Por un momento ninguno de los dos se movió ni habló. Y entonces, aparentemente satisfecho de haber dejado clara su postura, Harry entró en la habitación y cerró la puerta.

Capítulo 6

HABIÉNDOSE decidido finalmente por el tafetán rosa, Maisie no quedó impresionada con la ropa que había encontrado Jacqui.

– Huele -dijo, arrugando la nariz con disgusto.

– Sólo huele porque ha estado guardada mucho tiempo. Y no te estoy pidiendo que te la pongas. No hasta que se haya lavado. Sólo quiero asegurarme de que te queda bien.

– No me quedará bien.

– Seguramente no -corroboró Jacqui-. Tu madre debió de ser más alta que tú.

– No, no lo era. Me dijo que medía lo mismo que yo a mi edad.

– Oh, entonces seguro que te está bien, ya que era de tu madre.

– Oh, vamos… -dijo Maisie, recuperándose rápidamente de su error. Agarró una sudadera con un personaje de dibujos animados estampado y la sostuvo a lo largo del brazo-. Mi madre jamás se habría puesto algo así.

Habiendo previsto aquella reacción, Jacqui sacó una foto que había encontrado en el cuarto de los niños, clavada en un tablero. Estaba curvada por los bordes y muy descolorida, y sin duda estaba allí por el cachorro que una Selina Talbot muy joven apretaba en sus brazos, más que por razones estéticas. O tal vez fuera porque, tras ella, estaba su primo mayor, alto y protector. Harry. La razón no importaba. Lo que importaba era que en aquella foto Selina Talbot llevaba aquella sudadera.

– ¿Por qué guardó esta sudadera tan horrible? -preguntó Maisie.

– ¿Tu nunca has guardado un vestido, después de que ya no pudieras ponértelo, aunque sólo fuera para recordar cómo te sentías al llevarlo?

Maisie se encogió de hombros.

– Sí, supongo… ¿Ése que está con mi madre es Harry?

Jacqui volvió a mirar la fotografía y se la tendió a la niña.

– ¿Por qué no se lo preguntas?

– No -respondió Maisie, sin tomar la foto-. Es él.

Pensándolo bien, era obvio por qué Selina había mantenido la foto donde pudiera verse. Aquel hombre podía tener muchos defectos, pero su prima lo había venerado de niña. Y seguro que aquella mano en su hombro también habría hecho especial la sudadera.

– Bueno, fuera hace un tiempo de perros, así que de momento no puedes salir a jugar. Aprovecharé para lavar la ropa, y si esta tarde sale el sol, podría sacarte una foto con esta sudadera. No hubo respuesta.

– ¿Y con uno de los cachorros? Seguro que a tu madre le encantaría.

– Sólo si Harry aparece también en la foto -insistió Maisie-. Para que sea exactamente igual.

– Es una magnífica idea -dijo Jacqui, aunque no estaba segura de que Harry pensara lo mismo.

– ¿Se lo pedirás por mí?

– Sí, cariño. Claro que se lo pediré.

– Antes de que me ponga la sudadera.

Maisie era pequeña, pero desde luego era una niña precoz. Jacqui se libró de un duelo inmediato en el que poner a prueba sus habilidades negociadoras, ya que Harry no se quedó esperando para hablar con ella. Después del desayuno, dejó a Maisie «ayudando» a Susan en la cocina y fue a llamar a Vickie. Al abrir la puerta del despacho, Harry levantó la vista del montón de cartas que había sacado de bolsa y la miró con tanta fiereza que Jacqui dio un paso atrás.

– Lo siento. No pretendía molestarte.

– Tu presencia en esta casa molesta hasta el aire -declaró él, y respiró hondo, como si estuviera contando hasta diez-. Sin embargo, he de aceptar que no puedes hacer nada al respecto, así que, ¿puedes dejar de ir de puntillas a mi alrededor, por favor?

– Ayudaría mucho si no me miraras como si te ofendieras al verme -señaló ella.

– Yo no… -empezó él con irritación, pero se interrumpió y desechó el asunto con un gesto, como dando a entender que Jacqui era demasiado sensible-. ¿Has dejado tu aquí este montón de basura?

– Si te refieres al correo, sí. La mujer de la tienda del pueblo me pidió que te lo trajera cuando me detuve para preguntarle el camino.

– Pues cuando te marches te sugiero que se lo devuelvas y le digas que…

– Tengo una idea mejor -lo interrumpió ella, cansada de su malhumor-. ¿Por qué no hablas tú mismo con ella? -se atrevió a preguntarle, y decidió cambiar rápidamente de tema-. ¿Has sabido algo de tu prima?

El negó con la cabeza.

– Y supongo que tú no has recibido ninguna alegría de la agencia.

– Estaba a punto de llamar.

– Adelante.

Empujó el teléfono hacia ella y Jacqui levantó el auricular, pero no parecía haber línea.

– No hay línea.

Él le quitó el auricular y se lo pegó a la oreja.

– ¿Me equivoco? -le preguntó ella con engañosa dulzura.

Podía ser que la grosería de Harry Talbot fuese un escudo contra la compasión. De ser así, estaba funcionando. Harry masculló algo incomprensible, pero ella no le pidió que lo repitiera. No creía que fuese algo que quisiera ni debiera oír.

– Ocurre todo el tiempo aquí arriba -dijo en voz alta-. Es una sueñe que tengas móvil.

– ¿Quieres que informe de la avería?

– Si crees que debes hacerlo…

En realidad, Jacqui estaba contenta de dejarlo sin comunicación con el mundo exterior, y estaba convencida de que el mundo exterior se lo agradecería. Pero no tenía sentido expresar su opinión y enfadarlo aún más, y menos cuando tenía que pedirle un favor.

Pero lo primero era llamar por teléfono. Si las noticias que recibía eran buenas, Harry estaría de mejor humor. El único problema era que no recordaba dónde había metido su móvil. Dejó a Harry en el despacho y buscó en sus bolsillos, que era donde lo llevaba durante el día, y en la mesilla de noche, donde sólo encontró el brazalete de plata. Se abrochó la cadena en la muñeca y miró bajo la cama, por si acaso el aparato había caído al suelo. Nada. Tampoco estaba en la cocina, y Maisie, ataviada con un gran delantal y con las mejillas cubiertas de harina, no supo responderle cuando le preguntó si lo había visto. Sólo quedaba el despacho, ya que era el último lugar donde recordaba haber estado, así que no tenía más remedio que entrar en la guarida del león por segunda vez aquella mañana. Aunque esa vez tuvo la precaución de llamar a la puerta antes de abrir.

– ¿Y bien? -preguntó Harry, levantando la mirada.

– No encuentro mi móvil por ninguna parte. No sé dónde más buscar.

– No lo he visto, pero tampoco estaba prestando atención -dijo él, y señaló el correo desperdigado por el escritorio-. Tal vez encuentres algo bajo todo esto.

Ella agarró un puñado de propaganda y la tiró directamente a la papelera. Después de haberla llevado a la casa, lo menos que podía hacer era separar el correo personal y las facturas en montones diferenciados. Entonces se percató de que la estaba mirando.

– ¿Qué?

– Sigue. Estás haciendo un buen trabajo.

– Es bueno saber que soy útil en algo, aunque sólo sea en tirar la basura -dijo ella-. Tendrías que hacer algo para que dejaran de enviarte tanta propaganda inútil -tiró el último folleto a la papelera y ordenó los papeles de la mesa-. No está aquí -observó, empezando a sentirse un poco desesperada-. Esto es increíble. Tiene que estar en alguna parte. ¿Te importaría levantarte? Él obedeció y ella buscó entre el respaldo y los laterales del sillón, calentado por su cuerpo. Un calor provocado por el duro trasero y los muslos que tenía a escasos centímetros del rostro…

– No está aquí -dijo, retirándose.

– Tal vez haya caído al suelo.

Jacqui ya se había arrodillado antes de darse cuenta de que, en vez de permanecer de pie, Harry había hecho lo mismo. Y al levantar la mirada, esperando no ver nada más peligroso que sus rodillas, se encontró mirando directamente a sus ojos. Lo apropiado habría sido sonreír y mantenerle la mirada. Pero la cercanía de sus ojos leonados le provocó tanto calor que se vio obligada a retroceder. Al hacerlo, se chocó con el borde de la mesa y cayó sobre sus rodillas con un grito de dolor. Lo siguiente que supo fue que estaba sentada en el sillón de Harry y que él estaba agachado frente a ella, mirándola atentamente.

– ¿Jacqui?

– No pasa nada… -dijo, intentando levantarse-. Estoy bien.

Él le puso una mano en el hombro para que no se moviera.

– Estate un minuto sin moverte. Te has dado un buen golpe.

– No, de verdad que no -insistió, pero se sentía como si le hubiera explotado la cabeza y tenía las rodillas muy débiles-. Estaré bien enseguida.

– Mírame -le ordenó él-. ¿Cuántos dedos hay?

Tras quedar convencido de que Jacqui no veía doble, se levantó y le apartó suavemente el pelo de la frente.