– Me gustaría que tú también vinieras -dijo ella-. En los sitios que no conozco me desoriento con facilidad.
Allí estaba. La luz en la oscuridad.
– Por supuesto -respondió-. ¿Sabes lo que necesita?
– Haré una lista -dijo ella. El asintió y se giró para marcharse- Harry… -lo llamó. Él se detuvo y espero-. Te he dejado algo de cena en el frigorífico.
El destello se hizo más brillante y más cálido. A Harry le pareció que había pasado una eternidad hasta que Jacqui fue a verlo a la biblioteca con una bandeja.
– He hecho café.
– No tenías que molestarte -dijo él, tomando la bandeja y dejándola sobre la mesita.
Aunque tal vez Jacqui hubiera hecho bien en molestarse. La bandeja, el café… no eran más que una manera de mantenerse ocupada y así evitar mirarlo. Y era sólo en esos momentos, cuando ella no lo miraba, cuando comprendía lo directa y penetrante que era su mirada. Era curioso cómo podía ver en su interior, sin importar la máscara que llevara. Después de verse a sí mismo con claridad por primera vez en mucho tiempo, no la culpaba por no querer mirarlo a los ojos en esos momentos. Jacqui sirvió el café en dos tazas y le tendió una a él sin leche ni azúcar. Entonces se sentó en el sillón más alejado de la chimenea y esperó a que él también se sentara.
– Debes de estar preguntándote… -empezó a decir él.
– Sí, pero antes de que digas nada, Harry, tienes que saber que Maisie y yo hemos tenido una charla por lo de los teléfonos y las mentiras. Ella ha confesado que escondió mi móvil y que sacó de su bolsa la ropa para el campo que su madre había metido y la cambió por sus vestidos más bonitos. Por lo visto, quería que te fijaras en ella.
– Pues dile que lo ha conseguido.
– Te sugiero que se lo digas tú mismo -replicó ella, muy seria.
– Lo haré -prometió él, consciente de que estaba en un serio problema, y no sólo por Maisie.
– Bien. A partir de ahí todo será más fácil. Maisie estaba muy preocupada por lo que pudieras pensar de ella-se metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja plegada-. Por eso me dio su certificado de nacimiento.
– ¿Su certificado de nacimiento? -repitió él, perplejo-. ¿Qué demonios hacía con eso? Debería estar guardado bajo llave. Para no hacer daño a nadie…
– Dijo que lo había encontrado tirado por ahí, aunque sospecho que en realidad lo estaba buscando y que tal vez se aprovechó de algún cajón abierto -sonrió y él se olvidó de respirar-. No sé tú, pero yo confío en la habilidad de Maisie para crear una distracción conveniente cuando quiere conseguir algo.
– Es un pequeño demonio -corroboró él, y se sorprendió a sí mismo devolviéndole la sonrisa.
– Y en caso de que te preguntes por qué, diría que estaba intentando averiguar quién era ella.
La sonrisa se borró del rostro de Harry.
– Ella sabe quién es.
– ¿Eso crees? Si estuvieras en su lugar, ¿no tendrías unas cuantas preguntas?
– Debería habérselo preguntado a Sally -dijo él-. Su certificado de nacimiento no le dirá nada.
– ¿No? -preguntó ella, y abrió el documento-. A mí me parece que este pedazo de papel nos dirá bastante. Por ejemplo, no es un certificado de nacimiento normal y corriente. Ni siquiera un certificado de adopción. Es un certificado de nacimiento consular expedido en Digali, un pequeño país subsahariano que sufre desde hace muchos años una terrible guerra civil -levantó la mirada, desafiante-. ¿Estuviste trabajando allí?
– Para una ONG, sí.
– ¿De verdad? -preguntó con repentino interés, y soltó un pequeño suspiro-. Cómo te envidio.
– Deberías haber seguido con tu carrera si querías trabajar sobre el terreno. ¿Tienes idea de cuánta ayuda se necesita?
– Lo sé, pero la vida se interpuso en mi camino -dijo ella con una triste sonrisa, y pareció perderse en sus pensamientos por un momento.
– ¿Me contarás qué pasó? -le preguntó. Tenía que saber lo que la había vuelto tan triste.
Ella lo miró en silencio durante un rato.
– Tal vez. Más tarde, quizá…
¿Dependiendo de lo franco que fuera con ella? No tenía intención de mentirle.
– ¿Es una promesa? -preguntó, inclinándose hacia delante y aguardando su respuesta con la respiración contenida. Y cuando ella asintió, Harry supo que no había sido una decisión fácil y que lo había pensado muy seriamente antes de confiar en él.
– Es un trato, Harry. Tú me cuentas tus secretos y yo te cuento los míos.
– Mis secretos están ahí, en tu regazo, en un documento público.
– Quiero saber algo más aparte de que eres un mentiroso, Harry Talbot -las palabras eran duras, pero su voz no. Ni tampoco su mirada-. Muy bien -dijo ella, cuando él no dijo nada-. Vamos a ver -.desdobló la hoja y empezó a leer.
Padre: Henry Charles Talbot. Profesión: cirujano.
Madre: Rose Ngei.
Nombre del bebé: Margaret Rose.
Lugar de nacimiento…
– ¿Cómo lo hiciste, Harry? -le preguntó-. ¿Por qué lo hiciste?
– Porque no podía dejar que Maisie se convirtiera en otra estadística de guerra.
– Tiene que haber docenas de bebés. Cientos…
– Miles -corrigió él-. Siempre son los inocentes quienes más sufren.
– Pero ¿por qué ella?
Él negó con la cabeza, reacio a revivir el horror. Quería levantarse, salir de la biblioteca, perderse en las colinas… Pero eso era lo que había estado haciendo durante años. Huir hacia delante, refugiarse en el trabajo. El hecho de haber llegado finalmente a un punto muerto demostraba que no era ésa la respuesta. E ir de un sitio para otro no había supuesto la menor diferencia. Pero había mantenido su dolor encerrado durante tanto tiempo que no podía expresarlo con palabras. Se arrodilló frente al fuego, removió las cenizas con un atizador y añadió un par de troncos, observando cómo empezaban a arder. Quería retrasar el momento lo más posible. Ella no lo presionó. Permaneció callada mientras él organizaba sus pensamientos.
– Su madre era una refugiada que huía de los combates -dijo él finalmente-. Nunca supe su nombre… Tuve que inventármelo -la miró para asegurarse de que lo entendía y ella le puso una mano en el hombro para confirmárselo-. Ni siquiera sé de dónde era, sólo que había tenido la desgracia de meterse en un campo de minas. La llevaron al hospital donde yo trabajaba. Lo único que pude hacer fue traer al mundo a Maisie con una cesárea de emergencia.
Jacqui no dijo nada. Se limitó a cubrirse la boca con la mano. Podía imaginar el horror que Harry describía sin necesidad de más detalles.
– Maisie era pequeña y débil, pero cuando saqué su cuerpecito de los restos de su madre y la lavé, soltó un grito de… triunfo. Era como si exclamase: «¡Lo he conseguido! ¡Estoy viva!». Y me agarró el dedo como si nunca fuera a soltarlo. En aquel lugar tan espantoso, fue como un milagro, Jacqui.
– Lo fue. Tú la salvaste.
– ¿Pero para qué? La cruda realidad era que no sobreviviría ni un solo día en un campo de refugiados sin una madre que la cuidara.
– Pero sobrevivió.
– Le hice una promesa. Le prometí que no se convertiría en otra víctima anónima de una guerra sin sentido.
– La salvaste -repitió Jacqui en un susurro-. ¿Cómo lo hiciste?
– Me la quedé yo. Dormía a mi lado y viajaba conmigo. Yo le daba de comer, la cuidaba y en una ocasión realicé una operación con ella sujeta a mi espalda.
Debió de estremecerse al pensar en lo cerca que había estado de perderla, porque de repente Jacqui estuvo arrodillada junto a él, tomándole la mano y sosteniéndosela por un momento, antes de rodearle el cuello con un brazo y apretarlo contra su pecho.
– Cuéntamelo -le susurró-. Cuéntame lo que ocurrió.
El calor y el olor de Jacqui parecieron filtrarse en el interior de Harry, reavivando algo que había intentado eliminar con todas sus fuerzas. Le produjo dolor, pero era como si una herida estuviese cicatrizando.
– Lo recuerdo todo con demasiada claridad -dijo él. El calor de la tarde. El polvo. Las moscas. El cálido peso de Maisie colgada de su espalda…
– Había acabado en el hospital y volvía al campamento, con Maisie sujeta a mi espalda. Ella se despertó, empezó a llorar y yo me detuve y la tomé en mis brazos. Lo último que recuerdo es su carita iluminándose con una sonrisa… -hizo una pausa y sacudió la cabeza-. Entonces el mundo explotó a mi alrededor cuando un proyectil cayó en alguna parte, detrás de nosotros, y salí despedido por los aires.
– ¿Y Maisie? ¿Qué le pasó?
– Cuando cesó el bombardeo, me encontraron en un refugio, protegiéndola con mi cuerpo. Debí de arrastrarme hasta allí, aunque no recuerdo cómo conseguí llegar.
– La salvaste otra vez.
– Un momento antes…
– Shhh -lo interrumpió ella-. La salvaste -le susurró, acariciándole la espalda-. ¡Oh! Por eso son las heridas de tu espalda…
Pareció que iba a desmayarse, y Harry se apresuró a sujetarla.
– Olvídalo -le dijo-. Olvida que las has visto.
– ¡No! -exclamó ella, echándose hacia atrás-. Quiero verlas. Ahora -sin esperar, empezó a desabrocharle la camisa.
Él le agarró las manos para detenerla, pero ella lo miró fijamente a los ojos y él la soltó y le permitió hacer lo que quería. Entonces ella se inclinó hacia delante y lo besó con tanta dulzura que la respuesta inmediata de un cuerpo sobrecargado de estímulos pareció casi…profana.
Harry contuvo la respiración y se esforzó por reprimir la imperiosa necesidad que lo dejaba indefenso, mientras ella seguía desabrochándole la camisa. Sacó los faldones de la cintura y la tiró al suelo. Y entonces lo tocó. Primero lo hizo con mucho tiempo, trazando el contorno de sus hombros con la punta de los dedos, luego sus brazos, hasta extender las palmas sobre las cicatrices.
– ¿Te duele? -preguntó ella.
¿Doler? Con la mejilla de Jacqui presionada contra su pecho y el pelo rozándole el rostro, estaba lejos de sentir dolor, pero sí sentía la molestia de su miembro endurecido presionándose contra la cremallera del pantalón.
– Sí -consiguió responder, y volvió a ponerse la camisa.
Ella se sentó sobre sus talones y lo miró con el ceño fruncido.
– No me mires así-dijo él-. Estoy bien.
– ¿De verdad? Entonces, ¿por qué está Maisie viviendo con tu prima? ¿Y por qué eres tan desgraciado?
– ¿Desgraciado? -se echó hacia atrás para poner distancia entre ellos y tomó un sorbo de café. Necesitaba tiempo para recomponerse y pensar.
– ¿No vas a negarlo?
– No, no voy a negarlo, pero, como tú has dicho, la vida se interpone en nuestro camino. Mis heridas eran demasiado graves como para que las pudieran tratar allí, donde apenas había medios, pero me negué a que me mandaran a casa sin Maisie, y eso era un problema, porque ella no tenía ningún documento de identidad. Yo no tenía ningún derecho sobre ella. Necesitaba otro milagro.
– Y lo tuviste.
– Cuando se convirtió en un asunto de vida o muerte, el jefe de la unidad médica avisó al cónsul para intentar hacerme entrar en razón. Era un hombre muy compasivo. No me dejó ni que explicara la situación. Se limitó a mostrarme su libro de registros y me sugirió que era el momento de registrar a mi pequeña. No me preguntó el nombre del padre, únicamente el mío. Y cuando le di a Maisie el apellido de mi madre, pareció entenderlo. Entonces me dio una copia del certificado y me felicitó por mi nueva hija -levantó la mirada y se encontró con la de Jacqui-. Es mía, Jacqui. En todos los aspectos, y habría hecho mucho más que mentirle a un cónsul con tal de quedármela Yo la quería, Jacqui. La quiero. No podía dejarla en un orfanato.
– Pues claro que no podías. La trajiste a casa, a High Tops.
– Ojala. La verdad es que después de que me evacuaran del país, pasé una larga temporada en el hospital. Injertos de piel y ese tipo de cosas. Sally me echó una mano, se quedó con Maisie, contrató a una niñera y se entretuvo vistiéndola con ropa bonita.
– Como jugar con muñecas -dijo Jacqui-. Pero con una niña de verdad.
– Era inevitable que algún sabueso de la prensa lo descubriera. Le sacaron varias fotos con Maisie y a los pocos días el rumor se había difundido por todas las revistas.
– Así que ella fingió haber adoptado a una huérfana de guerra.
– No podía decir la verdad, pues entonces se habría sabido todo. Lo hizo para protegerme. A mí y a Maisie. Además, las grandes estrellas siempre están haciendo ese tipo de cosas. Es bueno para la publicidad.
– Debes de odiarla mucho.
– No. La conozco. Por eso me evita a toda costa.
– ¿Y Maisie?
– Cuando yo me vi con fuerzas para reclamar su custodia, ya tenía una nueva vida. No podía llevármela al extranjero, a zonas en conflicto con epidemias y hambrunas donde habría vivido en un riesgo permanente.
– Podías haberte quedado en casa con ella.
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