– Y quiero beber algo -añadió Maisie, sin hacer caso de la orden.

– Por favor -corrigió Jacqui automaticamente.

Maisie suspiró.

– Por favor.

– Hay zumo en mi bolsa. Está en el asiento delantero…

– Una bebida caliente.

Princesita, 2. Adulta estúpida, 0.

Pero la niña tenía razón. La propia Jacqui empezaba a sentir la necesidad de tomar algo caliente y descansar un poco.

– Oye, dame un minuto, ¿quieres? Tengo que hacer una llamada y luego pensaremos en lo que podemos hacer.

Maisie se encogió de hombros y Jacqui devolvió la atención al teléfono.

– Vamos, vamos… -murmuró, impaciente-. Tienes que esperar en el coche, Maisie. Hace frío y tu vestido se estropeará con este tiempo -dijo apelando a las prioridades de la niña.

Al no recibir respuesta, giró la cabeza a tiempo para ver un vestido blanco desapareciendo por un lateral de la casa.

Capítulo 2

OH, DEMONIOS! Jacqui no tuvo más remedio que olvidarse de la llamada y seguir a Maisie. Al rodear la casa vio un inmenso patio pavimentado con un establo. Atrapó a Maisie justo cuando la niña iba a entrar por la puerta trasera, que, a pesar del tiempo, estaba abierta.

– ¿Qué estás haciendo?

– Nadie entra por la puerta principal -respondió Maisie.

– ¿No?

– Pues claro que no. Te lo habría dicho si me hubieras preguntado.

Completamente ajena al barro que le manchaba los zapatos, entró en la casa como si fuera la dueña. Sin poder hacer otra cosa, Jacqui la siguió por una habitación llena de botas, paraguas y chubasqueros, y entraron en una inmensa cocina caldeada por una vieja estufa de combustible sólido. Junto a la estufa había una gran cesta para perros, ocupada por una gallina y dos o tres gatos atigrados. Estaban tan unidos que era casi imposible distinguirlos. Un perro grande y peludo, de aspecto deprimido, yacía al lado, secándose las garras llenas de barro. De no ser por la gallina, Jacqui se habría sentido tentada de unirse a ellos.

– A veces es mejor no esperar a que te lo pregunten-dijo volviéndose hacia Maisie-. Por si acaso la persona que debería preguntártelo no se acuerda de hacerlo…

Se calló. Aquélla no era la clase de conversación que una niñera mantenía con una niña de seis años. Pero ella ya no era una niñera. Y Maisie que no era precisamente la típica niña de seis años se encogió de hombros.

– No me escuchaste cuando te dije que conocía el camino -dijo-. No creí que me escucharas si te decía lo de la puerta.

Jacqui rezó en silencio pidiendo paciencia a la deidad responsable del bienestar de las niñeras no practicantes, fuera cual fuera.

– Vamos -dijo Maisie, y sin esperar respuesta, abrió otra puerta.

Jacqui siguió a la niña por un pasillo con corrientes de aire que conducía a una escalera ascendente. El tipo de escalera usada por el servicio.

– Por aquí.

– ¿Qué? -espetó Jacqui, estremeciéndose por el frío que acentuaba la humedad de su ropa. Enseguida recordó que Maisie sólo tenía seis años y que ella era la adulta responsable-. Lo siento. No era mi intención hablarte de mala manera.

– Está bien.

No, no estaba bien, pensó Jacqui cerrando los ojos. Sólo era el último de la larga serie de errores que había cometido aquel día el mayor de los cuales había sido responder a la llamada de Vickie. Lo había hecho creyendo que podría convencerla de que ya no se dedicaba a hacer de niñera. Había roto todas las reglas y había sido castigada por ello, pero no tan duramente como se estaba castigando a sí misma. Y luego Vickie le había dicho que tenía un paquete para ella y Jacqui había descubierto que no era tan objetiva ni tan fuerte como pensaba. Respiró hondo, abrió los ojos y descubrió que había cometido otro error. Maisie había desaparecido.

– ¡Oh, genial!

Seis meses trabajando en una oficina habían atontado su instinto. Los ordenadores no hacían travesuras, ni desaparecían en cuanto se apartaba la vista de ellos. Había perdido su preciado autocontrol. Miró alrededor. Había media docena de puertas para elegir. Abrió la más cercana y se encontró con una enorme despensa repleta de estanterías y conservas suficientes para alimentar a una familia numerosa durante meses. Pero ni rastro de Maisie.

Mientras se movía hacia la puerta siguiente, su móvil empezó a sonar. Miró la pantalla y se dio cuenta de que, en su loca carrera tras la princesita, no se había detenido para cortar la llamada a la oficina.

– Vickie, tienes un verdadero problema… -empezó a decir, sin ningún preámbulo, tras llevarse el móvil a la oreja.

– ¿Jacqui? ¿Eres tú?

– Sí, Vickie, soy yo -confirmó, abriendo la segunda puerta. Otra despensa-. Jacqui, a quien has enviado a hacer el tonto.

La tercera puerta, ligeramente entreabierta, reveló una pequeña sala de estar. Dos viejos perros labradores ocupaban el sofá, y a juzgar por la cantidad de pelo desperdigado por los cojines, lo consideraban de su exclusiva propiedad.

– Calma, chicos -dijo Jacqui cuando los perros menearon el rabo-. Jacqui -volvió a repetirle a Vickie, quien había caído en la cuenta de que estaba irritada y no había querido interrumpirla-. La que va a mandarte una factura por un tubo de escape nuevo.

– ¡Un tubo de escape! -exclamó Vickie sin poder contenerse.

– Jacqui que está perdida en medio de ninguna parte con una niña precoz de seis años que no sólo viste como una princesa, sino que cree serlo.

En aquel momento se dio cuenta de lo que estaba pasando. Vickie le había dicho que la nueva niñera que había elegido para Selina Talbot estaba de vacaciones. Era obvio que ella, Jacqui, era esa niñera. ¡Qué tonta había sido! Se había percatado de la coincidencia y aun así había picado. «Llévala a casa de su abuela…». Eso era todo lo que le había pedido que hiciera. No «llévala con su abuela».

Nunca había habido una abuela en aquella casa. Y cuando, horror, resultó que no había ninguna viejecita encantadora esperándolas, sino un hombre refunfuñón que ni siquiera les había permitido pasar, Vickie confiaba en que su instinto de niñera la ayudara a hacerse cargo de la situación. Sabía que Jacqui renunciaría a sus vacaciones para cuidar de la niña hasta que regresara su madre. Después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer?

– ¿Jacqui? ¿Sigues ahí?

– Oh sí. Sigo aquí, pero no por mucho tiempo. He tardado un poco pero al fin he descubierto tu jugada, Vickie Campbell. Y te aseguro que no va a funcionar.

– ¿De qué estás hablando?

¡Qué inocente parecía! Como si realmente no tuviera ni idea…

– De tu malévolo plan para volver a incluirme en tu base de datos y hacerte ganar dinero, cariño, de eso estoy hablando. No voy a hacerlo más, Vickie. Ya te lo dije. No puedo…

– Jacqui, pareces turbada. ¿Has tenido un accidente? ¿Maisie está bien?

– ¿Maisie? ¿Estás preocupada por Maisie?

Y mientras tanto, ¿dónde estaba la princesa fugitiva? Abrió otra puerta. Un despacho pequeño y desordenado. Jacqui no estaba segura de qué sensación predominaba: gratitud por no haberse encontrado aún al ogro, irritación por la desaparición de Maisie o simplemente disgusto consigo misma por ser tan ingenua.

– Me preocupo por las dos -dijo Vickie.

– Yo también, pero sobre todo me preocupa perder mi vuelo -respondió ella-. Era una oferta de último minuto. No me devolverán el dinero. Te advierto que tendrás que compensarme con creces si la pierdo… -suavizó un poco el tono-. Espero que Selina Talbot entienda por qué un simple trabajo de dos horas le cueste tan caro -abandonó la búsqueda y recurrió a toda la fuerza de sus pulmones-. ¡Maisie! ¿Dónde estás?

– ¿Jacqui? ¿La has perdido? -preguntó Vickie. Empezaba a mostrarse preocupada, lo cual agradó bastante a Jacqui.

– Sólo temporalmente. Te la encontrarás sana y salva cuando vengas a recogerla.

– ¿Yo? No puedo ir a recogerla. Tengo una cita con el director del banco y… ¿Dónde estás, exactamente?

– ¿Exactamente? En un pasillo de High Tops. Maisie también está por aquí, pero dónde exactamente no lo sé. La única persona que no está en High Tops es su abuela.

– No lo entiendo. ¿Dónde está?

– En Nueva Zelanda.

– ¿Se puede saber qué está haciendo en Nueva Zelanda?

– Supongo que estará… de vacaciones -respondió Jacqui con soma.

– Está bien. Está bien. Lo siento…

– No lo sientas y ven enseguida. Tardarás una hora y media en llegar. Si sales ahora mismo hay posibilidad de que pueda tomar mi vuelo. Si lo consigo, tal vez te perdone.

– Jacqui sé razonable. No puedo irme en este momento…

– Me temo que tendrás que hacerlo. El tiempo corre. Ya has perdido otro minuto…

– ¡Dame diez minutos! Intentaré localizar a Selina y averiguar qué está pasando.

– Buen intento, pero no podrás volver a engañarme. Voy a dejártelo muy claro: no hay nada que puedas decirme ni ofrecerme para que acepte ser la niñera de Maisie Talbot.

– Pero…

– Por cierto, lo del ogro ha sido un detalle muy agradable. ¿De dónde lo has sacado? No, no me lo digas. Del casting para la representación local de Jack y las judías mágicas. Con esa cara no le haría falta maquillaje.

– De acuerdo, dale el teléfono a una enfermera para que pueda decirme en qué hospital estás ingresada y…

– ¡Jacqui! ¿Dónde estás? Se me han enredado las medias…

El grito de Maisie procedente de la planta alta devolvió a Jacqui a la realidad.

High Tops en Little Hinton. Vickie. No es el pequeño desvío que me hiciste creer, pero te darán las indicaciones en la tienda del pueblo… después de someterte al tercer grado. Conduce con cuidado al subir -le advirtió-. Los baches son profundos, y una vez que dejes atrás la civilización, los nativos no son exactamente… -se dio la vuelta y vio que ya no estaba sola. El ogro, sin duda alertado de su presencia por el grito de Maisie le bloqueaba el paso-… hospitalarios. Jacqui se enorgullecía de ser una mujer moderna y sensata que nunca sucumbía a los nervios, cualquiera que fuese la provocación, pero ante aquella inesperada aparición el corazón estuvo a punto de salírsele del pecho. Lo que sí le salió fue un chillido, no muy fuerte pero sí expresivo. La clase de chillido que emitiría un ratón al verse, no frente a un gato doméstico bien alimentado sino ante un tigre salvaje y hambriento.

– Aún sigue aquí -dijo él. Era una afirmación, no una pregunta. No estaba nada contento de verla, pero al menos tampoco parecía sorprendido.

– Maisie tenía que ir al baño -explicó ella-. Jamás se me habría ocurrido entrar, pero me temo que la niña decidió por sí misma… y entró por la puerta trasera. «Dejándome sin más opción que seguirla», pensó. «Conozco su modo de operar. Lo aprendió de una experta».

– Ésta es la casa de su abuela -continuó. Odiaba disculparse cuando era él quien debía hacerlo por sus bastos modales. Maisie tenía tanto derecho como él a estar allí. Y, en cualquier caso. ¿qué estaba haciendo él allí?

– Por desgracia -replicó el hombre-, su abuela no se encuentra aquí para hacerse cargo de ella.

– Es obvio que ha habido un malentendido.

– Eso es algo que tendrá que hablar usted con Sally. Yo ya tengo bastante con cuidar a sus animales perdidos mientras su madre está fuera.

– Sí bueno, eso es lo que intento hacer -dijo Jacqui mostrándole el móvil para hacerle ver que sus intenciones eran buenas.

¿De dónde habría surgido tan repentinamente? Sin duda había oído el grito de Maisie, pero ¿cómo había aparecido tras ella?

– En ese caso dejaré que lo haga -dijo él-. Tengo que ocuparme de un problema en el sótano -se dio la vuelta y abrió una puerta escondida en los paneles de la pared.

Una escalera de piedra bajaba a los cimientos de la casa. Con su imaginación y su corazón desatados, Jacqui no preguntó qué clase de problema tenía en el sótano. No quería saberlo. Sólo quería que el gigante se fuera.

– ¡Jacqui! ¿Dónde estás?

El gigante miró hacia las escaleras.

– Será mejor que no haga esperar a su alteza -le aconsejó.

– No -admitió ella retrocediendo hacia las escaleras-. Tiene razón -añadió, consciente de que parecía estar calmando a una bestia peligrosa. Era absurdo. La irritación en la mirada de aquel hombre era evidente, pero no había nada amenazador en su comportamiento. Se trataba sólo del hecho de que fuera inquietantemente… grande. Y de que estuviera allí. Aunque, puestos a pensar en ello, debería estar agradecida. Si la casa hubiese estado cerrada y desierta, no habría tenido más remedio que volver a Londres y despedirse de sus dos semanas al sol. Sabía que un clima más cálido no aliviaría el dolor de su corazón, pero necesitaba alejarse de su familia y sus amigos, que la trataban como si alguien hubiese muerto.