Jacqui se inclinó hacia el interior del coche, presumiblemente para agarrar otra bolsa, pero en realidad para ganar espacio. Entendía que Harry Talbot no las quisiera allí. Lo entendía y lamentaba ser una molestia, pero su primera preocupación era Maisie. Odiaba los enfrentamientos, pero como no le quedaba otra opción, lo mejor sería acabar cuanto antes.

– Lleva tu bolsa dentro, Maisie. y quédate junto a la estufa -le ordenó a la niña, y a continuación le dedicó toda su atención a Harry.

No le resultó muy difícil. La camisa gris de lana le colgaba holgadamente de los hombros, sugiriendo, aunque pareciera imposible, una pérdida de peso y músculo. Los vaqueros, en cambio, se ceñían a unos muslos poderosos, y la cinturilla se extendía sobre un vientre liso.

– ¿Y bien? -la increpó él, devolviéndola bruscamente a la realidad.

Ella tragó saliva.

– Bueno, señor Talbot. Esto es un coche, esto es una bolsa, y lo que hago es sacar lo segundo de lo primero.

Harry se dio cuenta de que el sarcasmo había sido una equivocación. Lo había sabido desde que abrió la boca. Que Jacqui Moore fuera rubia y guapa no la convertía en una mujer estúpida. A pesar de su carnoso labio inferior y el atractivo sexual que irradiaba, era una niñera, y las niñeras no aceptaban tonterías de nadie. Para confirmarlo, Jacqui lo miró fríamente con sus ojos grises, dejándole muy claro que no aceptaría nada de él.

– ¿Por qué? -preguntó Harry. Era una pregunta justa.

– ¿No lo imagina? -dijo ella, sacudiendo la cabeza. Su melena se meció suavemente, invitando a tocarla-. No parece tonto -añadió, sacando una segunda bolsa del coche.

Harry no quería discutir. Ya había hablado bastante.

– No puede quedarse aquí.

Ella sonrió.

– ¿Lo ve? Tenía razón. Sabía cuál iba a ser su respuesta.

– Lo digo en serio.

– Lo sé, y de verdad que lo siento. Pero mi coche está averiado, Maisie está cansada, y cómo usted mismo dijo, no puede ocuparse de ella.

– Eso no es lo que yo… -se detuvo a tiempo. Si declaraba ser capaz de cuidar a una niña pequeña, Jacqui se marcharía y dejaría que lo hiciera.

El había ido a High Tops en busca de paz y soledad. Para pensar en su futuro. Ella tenía que irse y llevarse a la niña. Enseguida.

– ¿No tenía un avión que tomar? -preguntó.

– Siempre podré tomar otro -respondió ella, y alargó una mano como si fuera a tocarle el brazo-. Tranquilo, señor Talbot. Le aseguro que lo molestaremos lo menos posible.

El apartó el brazo antes de que pudiera entrar en contacto.

– Esto es intolerable. Hablaré con Sally y la haré entrar en razón.

– Tendrá que ponerse a la cola. Hay más gente esperando para hablar con ella, pero nadie podrá hacerlo hasta mañana. Su prima está de camino a China.

– ¿A China?

– De donde viene la seda -dijo una voz infantil.

Los dos se volvieron y vieron a Maisie en la puerta.

– ¿Estabas escuchando? -le preguntó Jacqui, pero sin reprenderla ni acusarla.

– No -respondió Maisie, mirándola con expresión inocente- Estaba esperando a que acabaras -se dio la Vuelta y entró en la casa, seguida por el perro.

– ¿Cuándo llega Sally a China? -preguntó él.

– No tengo ni idea -respondió Jacqui. Agarró otra cerró la puerta del coche-. Mañana, supongo. Puede que oiga los mensajes antes, si hace escala. Aunque aquí será de noche, así que seguramente esperará a una hora más propicia para llamar.

– En otras palabras, no me queda más remedio que aguantarlas esta noche.

– Muchas gracias por su calurosa bienvenida -dijo ella con una sonrisa. Pero no era una sonrisa cálida ni efusiva. Era una sonrisa que sugería que, a su debido tiempo, él se arrepentiría de ser tan grosero-. Y por el té. Al menos no estaba frío cuando lo tomé. ¿A qué hora cena?

– A la hora que usted quiera preparar la cena, señorita Moore. El té es la única labor doméstica que hago -mintió, sin molestarse en cruzar los dedos. Sólo quería que se fuera, y no le importaba lo que tuviera que hacer para conseguirlo.

Ella lo miró fijamente.

– ¿Alguien le ha metido en la cabeza un chip con todos los clichés machistas?

– No es necesario -respondió él-. Siempre he creído que es un rasgo genético.

– No, eso es lo que se inventan, los hombres despreciables para no compartir las tareas domésticas.

– Es posible -admitió él-. Aunque mi teoría es que se lo inventaron las mujeres patéticas para justificar su incapacidad para controlarlos.

Vio que sus ojos adquirían el color de la plata fundida, una clara señal de que su temperamento se estaba calentando.

– Sólo le he preguntado a qué hora cena para que no lo molestemos -dijo ella, demostrando una calma impresionante-. Como es natural, será bienvenido si quiere tomar con nosotras el té de las cinco.

– No va a encontrar palitos de pescado en mi nevera.

– ¿No? Bueno, seguro que nos arreglaremos.

Él se encogió de hombros,

– Maisie tiene una habitación en la torre este -dijo reprimiendo su impulso natural de agarrar las bolsas y llevarlas dentro. Cuanto peor fuera la opinión de Jacqui hacia él, más probable sería que se mantuviera a distancia-. Ella sabe dónde está. Usted puede quedarse en la habitación contigua. No se ponga muy cómoda, pues no va a permanecer aquí ni un minuto más de lo necesario.

– ¡Extraordinario! Habría dicho que no teníamos nada en común, pero ¿sabe que es precisamente eso lo que le prometí a Maisie? -preguntó, pero él la miró con el ceño fruncido, sin comprender-. Le prometí que sólo me quedaría hasta que encontráramos a alguien que fuera de su agrado para cuidarla -volvió a sonreír, como si supiera algo que él ignoraba.

– Me alegro de saberlo. Deme sus llaves. Llevaré el coche a la cochera.

– Oh, estupendo -dijo ella, claramente desconcertada por el ofrecimiento-. Gracias.

– Un trasto tan viejo no debe permanecer toda la noche la intemperie. Le echaré un vistazo al tubo de escape. No quiero que nada retrase su marcha por la mañana.

Capítulo 4

A JACQUI le temblaban tanto las piernas por su enfrentamiento con Harry Talbot que apenas podía subir las escaleras. Por suerte, Maisie iba dando brincos alegremente delante de ella, indicándole el camino, y sin parecer en absoluto afectada por la falta de bienvenida.

– Ésta es mi habitación -anunció, abriendo la puerta.

Jacqui pudo ver por qué la niña quería quedarse a pesar de Harry Talbot. La habitación, situada en lo alto de la torre, parecía sacada de un cuento de hadas, con su pequeña cama de columnas con cortinas de encaje y muebles pintados con flores malvas y moradas. Y Harry Talbot debía de haber arreglado la caldera, porque la estancia estaba caldeada, y a pesar del mal tiempo, no había ni rastro de humedad en la cama.

– Es preciosa, Maisie. ¿Tu abuela hizo todo esto para ti?

– No digas tonterías. Mi madre contrató a un decorador -corrió hacia la ventana-. Desde aquí puedes ver a Pudge.

Jacqui la siguió, preparada para colmar de alabanzas a un pequeño pony, pero la niebla empañaba el cristal, ocultando la vista.

– Seguro que tiene frío ahí fuera -dijo Maisie con el ceño fruncido.

– ¿No está en el establo?

– A lo mejor. ¿Podemos ir a comprobarlo?

Jacqui habría preferido mantenerse lejos de las dependencias. Harry Talbot le había dicho que le echaría un vistazo al coche, y ella no tenía el menor deseo de encontrarse con él hasta que pudiera olvidarse de sus groserías. Pero sospechaba que Maisie no tenía por costumbre aceptar un no por respuesta.

– Bueno, está bien, pero creo que deberías cambiarte de ropa. ¿Tienes algo más… adecuado? Ya sabes, algo para montar.

– ¿Pantalones, por ejemplo? -sugirió la niña, y abrió

La bolsa para buscar ella misma. No había vaqueros. Ni siquiera unos pantalones de montar. De hecho, no había pantalones de ningún tipo. Ni de botas ni un casco. Sólo más pares de zapatillas de satén que hacían juego con los vestidos.

Incluso había metido en la bolsa un par de alas para alguna ocasión especial. Adornadas con abalorios de plata y con los inevitables bordados malvas. Muy bonitas, pero no precisamente adecuadas para montar.

– Hay botas de agua y abrigos en la cocina -sugirió Maisie-. Pruébatelos hasta que encuentres algo que te sirvan.

– De acuerdo. Dejaré mi bolsa en la habitación de al Lado y veremos qué encontramos.

La habitación contigua no se había beneficiado de ningún decorador en los últimos cincuenta años, por lo Menos. Pero era cálida y confortable. Jacqui decidió que dejaría las camas para más tarde. Lo más importante en esos momentos era ir a ver al poni. Diez minutos más tarde las dos estaban caminando Por el patio. Jacqui, con botas altas, no quiso buscar unas botas de agua que le vinieran bien, pero había tomado prestado uno de los viejos chubasqueros de la cocina.

También había tomado otro para Maisie. Aun siendo el menor de todos, tuvo que arremangárselo para que pudiera sacar las manos, y no pudo evitar una sonrisa al ver a Maisie saltando por el patio con un par de enormes botas verdes, la falda blanca asomando bajo el chubasquero y la tiara todavía coronándole los rizos oscuros. Maisie Talbot podía ser una niña precoz, pero desde luego no era aburrida.

– ¿Adonde van? -espetó Harry Talbot, apareciendo en la entrada de la cochera. Con un trapo se limpiaba las manos, manchadas de grasa.

– Maisie quería saludar a Fudge -explicó Jacqui a la defensiva-. Su pony -añadió cuando él no pareció saber de qué estaba hablando.

– ¿Así se llama? De acuerdo. Pero no se puede vagar por ahí con esta niebla. Es muy fácil perderse.

– Y supongo que no habrá ninguna posibilidad de que se pierda usted, ¿verdad?

Nada más decirlo se arrepintió, incluso antes de que él la fulminara con la mirada.

– ¿Ésa es su idea de un chiste?

Si lo era, y no estaba preparada para analizar el comentario, había fracasado en su intento, pues Harry no había soltado precisamente una carcajada.

– Sí… No… Lo siento -se disculpó sinceramente.

Él asintió con la cabeza hacia el extremo del patio.

– El poni está en la caseta del fondo. No le des azúcar -le dijo a Maisie-. Es viejo y sus dientes no toleran más abusos. Encontrarás zanahorias en una red colgada de la pared.

Maisie echó a correr, pero Jacqui permaneció inmóvil. Por muy incómoda que se sintiera, no iba a darle la satisfacción de salir huyendo.

– ¿Cuál es su opinión sobre el coche?

– No soy mecánico, pero diría que su tubo de escape está completamente inutilizado. Voy a llamar al taller. Tranquila. No se lo cobraré.

– Gracias.

– Creo que por hoy ya ha sufrido bastante por culpa De los Talbot -repuso él encogiéndose de hombros-. ¿No debería ir a asegurarse de que Maisie no acabe pisoteada por su poni?

– El animal no se atrevería a pisotearla -dijo ella.

Aquel comentario logró un atisbo de sonrisa en Harry. Por unos segundos ninguno de los dos se movió del sitio

– Será mejor que vaya a llamar a…

– Debería ir a vigilar a…

El se movió primero y volvió a la casa sin decir más. Ella lo observó durante un momento y, controlando sus hormonas, fue a ver a Maisie.

– ¿Ha encontrado algo para el té de Maisie?

Jacqui levantó la mirada de la salsa que estaba removiendo al fuego. No había visto a Harry desde que él la dejara junto a la cochera, y no había esperado con impaciencia su próximo encuentro, pero en esos momentos no parecía muy amenazador. Ojala pudiera ella dejar de decir estupideces y conseguir que estuviera de su parte…

– Sí. gracias. Estoy preparando unos espaguetis carbonará.

El arqueó las cejas.

– El té de las cinco ha mejorado bastante desde mi infancia. Lo máximo a lo que yo podía aspirar era macarrones al gratén.

– Las niñeras evolucionan con el tiempo, igual que todo el mundo, señor Talbot. Y también lo hacen los niños. Por lo visto, éste es uno de sus platos favoritos, y como en la cocina tenía todos los ingredientes a mano…

– No sabía que supiera cocinar.

La tentación de responderle con algún comentario mordaz fue muy fuerte, pero Jacqui se contuvo. Maisie quería quedarse allí, por lo que no serviría de nada enfadarlo.

– ¿Tiene hambre? -le preguntó, concentrándose en la salsa para no tener que mirarlo-. He hecho más de lo que Maisie y yo podamos comer. Dejaré un plato para usted en la nevera. Así podrá calentárselo cuando nosotras no estemos.

Sintió que Harry estaba dudando, debatiéndose entre el deseo de comer algo que no estuviese enlatado y el impulso de mandarla al infierno.

– Gracias -fue todo lo que dijo.

No era exactamente decepción lo que atenazó el corazón de Jacqui. Pero, por un momento, había esperado que él apartara una silla y se uniera a ellas en la cena. Se había imaginado a Maisie y a Harry congeniando mientras comían. Y a ella haciendo el papel de hada. Patético. Maisie era la única persona que tenía alas en aquella casa. Sin embargo, él seguía en la cocina. Jacqui estaba concentrada en la salsa, pero podía sentir su presencia tras ella.