– Encontrará helado en el congelador, por si Maisie quiere un poco -dijo-. A menos, claro está, que sea capaz de preparar también el postre.

Con aquel comentario casi había sido amable. Casi. Jacqui se dispuso a recompensarlo con una sonrisa, pero cuando se dio la vuelta, Harry se había marchado. Bañó a Maisie y la preparó para acostarse, dejándola abrazada a un osito de peluche y leyéndole un cuento de los muchos que ocupaban la estantería. Era una divertida historia sobre la hora de dormir de un osito. Nada que pudiera provocarle pesadillas.

Maisie se quedó dormida mucho antes que el osito, y Jacqui se quedó sentada a su lado durante un rato, contemplándola. Finalmente, le estiró la manta y bajó la luz hasta dejarla en un débil resplandor. En alguna parte, al otro lado del mundo, otra niña estaría a punto de comenzar un nuevo día. Despeinada y gruñona, esperando un abrazo de otra mujer…

Parpadeó furiosamente y se tocó el brazalete. Un baño. Necesitaba sumergirse en agua caliente y perfumada. Olvidar y sonreír. No lo creía posible, pero quizá pudiera concentrarse en el placer, en vez de la angustia. Como viajaba ligera de equipaje y no se había molestado en llevar un albornoz, se puso uno que colgaba de la puerta del baño y bajó a la cocina a prepararse una bebida caliente.

Sólo estaba encendida la luz de la encimera, dejando el centro de la cocina escasamente iluminado. La gallina se agitó y cloqueó desde la cesta. Jacqui se mantuvo a distancia. No le gustaban mucho las gallinas, ni siquiera de mascotas. Los gatos no se movieron, pero el perro, siempre esperando recibir comida, se deslizó por el suelo de baldosas y la hizo girarse. Harry Talbot había estado presumiblemente sentado a la mesa, acabando su cena. Pero ahora estaba de pie, y era difícil saber cuál de los dos estaba más sorprendido.

– Lo siento -dijo ella-. Pensaba que habría acabado hace rato.

– Sí, bueno, pero los malditos burros me han retrasado. Esas bestias desagradecidas salieron huyendo cuando fui a darles de comer -explicó, apartando la silla-. Cuando conseguí reunirlas de nuevo, estaba cubierto de barro.

Eso explicaba por qué su pelo oscuro estaba mojado y peinado hacia atrás, aunque donde se estaba secando empezaba a formar rizos, y por qué llevaba vaqueros limpios y una camisa de color azul marino.

– ¿Y la llama? -preguntó ella-. ¿También es una bestia desagradecida?

– ¿Quién le ha hablado de la llama?

– La mujer de la tienda me advirtió que tuviera cuidado con ella en la carretera.

– Estaba buscando compañía. Kate le encontró un hogar con una pequeña manada al otro lado del valle.

– Oh, pensé que se lo había inventado.

– Ojala -dijo él-. ¿Qué quiere?

– Nada. No quiero molestarlo.

– Ya me ha molestado, así que será mejor que se aproveche. ¿Qué quiere?

Sus modales no habían cambiado en absoluto, observó Jacqui.

– Iba a prepararme una bebida caliente para llevármela arriba.

– Haga lo que quiera. Yo ya he acabado -dijo él, dejando su plato a medio terminar.

– ¿Puedo prepararle algo? -ofreció ella, sintiéndose fatal por haber interrumpido su cena, aunque momentos antes hubiera deseado que se le atragantara. Pero uno de los dos tenía que esforzarse por ser educado, y estaba claro que no iba a ser él.

– Jugando a ser una buena ama de casa no hará que cambie de opinión, señorita Moore -replicó él-. Soy perfectamente capaz de preparar mi propio café.

– En realidad, iba a preparar un poco de té -dijo ella, obligándose a mantener la calma. -. Sin embargo, aun reconociendo sus indudables aptitudes domésticas, no me supondría ningún problema prepararle un café al mismo tiempo, ya que, de todos modos, tengo que calentar el agua. Puede bajar cuando yo haya subido y servirse usted mismo, si no quiere esperar ahora.

Hubo un momento de silencio total en el que las palabras parecían haber quedado suspendidas en el aire. Ni siquiera el perro se movió.

Harry se sintió como si tuviera los pies soldados al suelo. Su cabeza lo urgía a marcharse. No sabía cómo tratar a las personas. Y mucho menos a esa mujer, que pasaba de ser un monumento de tentadoras curvas a una lengua afilada y reprobatoria. Era demasiado compleja. Demasiado difícil. Él pensaba y se comportaba de una manera mucho más simple, centrándose en la supervivencia.

Y para sobrevivir tenía que estar solo. No había otra manera. Pero su cuerpo no parecía dispuesto a obedecer la más sencilla de las órdenes. Había exigido la comida que ella había cocinado, y ahora parecía incapaz de marcharse, atrapado entre la posibilidad de subir al cielo y la seguridad de permanecer en el infierno.

Jacqui aguardaba su reacción, sintiendo cómo el silencio se estiraba como un elástico a punto de romperse. No se imaginaba por qué a Harry le costaba tanto responder a una pregunta tan simple, pero percibía la batalla que se estaba librando en su cabeza. Dio un respingo cuando él se movió finalmente para agarrar su plato y llevarlo al fregadero. Tiró los restos al cubo de la basura y lo enjuagó antes de meterlo en el lavavajillas.

– Es usted una mujer muy irritante, ¿lo sabía? -dijo, cerrando el electrodoméstico con tanta fuerza que hizo vibrar el resto de la vajilla.

Él tampoco era un dechado de virtudes, pensó ella, pero los buenos modales, y el instinto de supervivencia, sugerían que no era aconsejable decirlo. De modo que se limitó a agarrar la tetera y llenarla de agua.

– Una buena cocinera, pero irritante -continuó él.

– Una de dos no está mal. Podría haber sido irritante y pésima cocinera -puso la tetera al fuego y se volvió hacia él-. Entonces nada me habría salvado.

El no pareció tener respuesta para eso.

– ¿Está Maisie en la cama?

– Son casi las diez. Por supuesto que está en la cama.

– «Por supuesto» no. Normalmente se queda levantada hasta medianoche, dando vueltas y siendo mimada por los ridículos amigos de Sally.

– ¿En serio? -preguntó Jacqui, nada sorprendida-, Bueno, ha tenido un día agotador. Ni siquiera llegó al final del cuento antes de quedarse dormida.

– Increíble.

– Maisie no le gusta mucho, ¿verdad?

– Sally debería limitarse a rescatar animales -dijo él, lo que no respondía a la pregunta-. Puede abandonarlos aquí una vez que se ha hecho las fotos para la prensa y nadie sufre.

¿Qué…? ¿Acaso estaba insinuando que…?

– Maisie no ha sido abandonada -declaro con vehemencia.

– ¿No? ¿Entonces cómo lo llamaría?

– Estoy segura de que lo que ha pasado hoy no es más que un malentendido -dijo, y no iba a permitir ninguna conclusión hasta conocer todos los hechos-. Quería preguntarle una cosa. ¿Sabe si tiene ropa aquí? ¿Ropa para jugar o para salir al campo? En su habitación no hay nada, aunque eso parece la gruta de un hada. Sin duda la tela vaquera estropearía la ilusión.

– Sin duda. Me temo que no puedo ayudarla. Pero Maisie no necesitará ropa, puesto que no va a quedarse.

Jacqui no era una mujer violenta, pero si él hubiera sido un par de centímetros más bajo, lo habría zarandeado por los hombros. Hizo acopio de paciencia e intentó sonreír…

No, no tenía sentido perder el tiempo sonriendo. Lo que tenía que hacer era evaluar la situación y razonar con él. La tetera empezó a silbar en ese momento, distrayéndola. Vertió el agua en una taza con una bolsita de té y preparó el café para Harry Talbot. Pero si intentaba razonar y fracasaba, él se mantendría con más firmeza en su postura. Y cada vez que dijera que Maisie no iba a quedarse, le sería más difícil retractarse. Y Maisie quería quedarse.

Lo mejor sería esperar hasta que Vickie hubiera hablado con Selina Talbot y todo se resolviera. Mientras tanto, se ocuparía de la crisis actual. Al menos, por una vez, él parecía reacio a marcharse corriendo, y Jacqui sabía que no tendría una oportunidad mejor para hablar. No tenía intención de amenazarlo, lo que sería bastante extraño teniendo en cuenta que el ogro era él, no ella, sino únicamente de buscar un acercamiento.

– ¿La gallina vive en la cocina? -preguntó, diciéndolo primero que se le pasó por la cabeza-. ¿O es que está enferma?

– Uno de los gatos la trajo un día que estaba lloviendo, cuando aún era un polluelo, y la trató como a una más de su carnada.

– ¿Está diciendo que la gallina cree ser un gato?

– Ésa es la teoría de tía Kate -dijo él, aunque su expresión sugería otra cosa.

– ¿Usted no se lo cree?

– No he notado ningún problema de identidad cuando el gallo se acicala las plumas, pero si usted tuviera que elegir entre una cesta frente a la estufa o el gallinero, ¿con qué se quedaría?

– Es un punto de vista bastante cínico.

– ¿Ésa es su respuesta?

– Es una gallina muy lista. Aunque seguro que los huevos confunden a los gatos.

¡Al fin! No fue exactamente una sonrisa, pero los labios de Harry se curvaron en una mueca delatora. Harry se apresuró a agarrar la cafetera y servirse una taza de café. Típica maniobra de distracción, pensó Jacqui. Ella habría hecho lo mismo si quisiera ocultar una carcajada. O un llanto. Tal vez aún había esperanza para Harry Talbot.

– ¿Adonde se dirigía? -le preguntó él, mirándola de reojo.

– A ningún sitio -respondió ella. ligeramente turbada porque la hubiese pillado mirándolo.

Él se giró y se apoyó contra la encimera, clavándole la mirada.

– Para sus vacaciones.

Oh, eso… Se había olvidado por completo de España. Además, en aquella cocina hacía bastante calor para tostarse la piel. La bata era demasiado cálida. Y también demasiado corta. Nunca había creído que tuviera que taparse los tobillos. Pero en esos momentos, unos tobillos desnudos sugerían unas piernas desnudas, y unas piernas desnudas sugerían un sinfín de posibilidades.

La bata era de su talla, pero había sido lavada a menudo y había encogido. Jacqui tuvo la incómoda sensación de que se le estaba abriendo a la altura de los muslos. No se atrevió a bajar la mirada para comprobarlo, pues con eso sólo conseguiría desviar la atención de Harry hacia sus piernas. Pero él parecía concentrado en la abertura de la bata sobre sus pechos. No la miraba con lujuria. Más bien parecía que intentaba recordar algo…

Se estaba volviendo loca. Se recordó que bajo aquella bata era la imagen de la pura modestia. Cuando había que levantarse en mitad de la noche para atender a un niño inquieto y asustado, lo más sensato para una niñera era dormir con pijama. En esos momentos sólo llevaba unos shorts y un top con finísimos tirantes, pero habría llevado aún menos ropa en una playa española. Pero no estaba en una playa. Estaba en una casa aislada del mundo con un hombre al que no conocía. Y ese hombre le estaba mirando el escote. Una situación bastante comprometida. Pero su escote estaba respondiendo.

Capítulo 5

QUIERE leche? -preguntó, pero no esperó su respuesta y se acercó al frigorífico, aprovechando para apretarse más el cinturón de la bata mientras estaba de espaldas a él.

– No, gracias -respondió cuando ella le ofreció la jarra. No esbozó ninguna sonrisa desdeñosa, pero Jacqui tuvo la sensación de que sabía lo que había hecho.

– ¿No es un poco tarde para tomar el café solo? -dijo, vertiendo leche en su propia taza.

Él no respondió, aunque su mirada le indicó a Jacqui que estaba caminando por una cuerda muy floja. Pero, a fin de cuentas, no la había mirado de otro modo desde su llegada.

– Es sólo mi opinión profesional -añadió.

– Guárdesela para Maisie, Mary Poppins.

Si quería que ella agachara la cabeza, tendría que hacerlo mejor. Después de todo, Mary Poppins era prácticamente perfecta en todo.

– La falta de sueño puede poner de malhumor a cualquiera -dijo, negándose a retroceder.

Mantener su mirada le estaba causando estragos en las rodillas, pero una vocecita no dejaba de susurrarle insidiosamente en su cabeza: «Tócalo. Necesita a alguien que lo abrace…»

– Pero tiene razón -añadió, intentando acallar la voz interior-. No es asunto mío. Pero luego no me culpe si no puede dormir.

– ¿Por qué no? Los dos sabemos que será usted la causa que me mantenga despierto…

Hizo una pausa, como si la imagen evocada por sus palabras lo hubiera pillado por sorpresa, haciéndole olvidar lo siguiente que iba a decir. El tiempo se ralentizó y Jacqui tomó conciencia de cada centímetro de su piel, mientras en su cabeza se formaba la imagen de Harry Talbot tendido en una cama, desnudo de cintura para arriba, pensando en ella…

No fueron sólo sus rodillas, sino todo el cuerpo lo que respondió a la inquietante imagen. Los pechos se le hincharon y los pezones se le endurecieron dolorosamente contra la bata. Había estado tan inmersa en un trabajo que lo exigía todo, que había olvidado las reacciones físicas de su cuerpo, y cómo éstas podían superar su fuerza de voluntad y dominar sus pensamientos…