– Como si fuera una espina en su colchón -dijo-. Iba a España -añadió para cambiar rápidamente de tema, respondiendo a su pregunta anterior.

– ¿España? -repitió él-. Ah, sí, sus vacaciones. ¿Se iba sola?

Jacqui tomó un sorbo de té, pues se había quedado con la boca seca.

– ¿Importa eso?

– Si fuera con su novio, imagino que estaría harto.

– Si fuera con mi novio, créame, sería yo la que estuviese harta. Pero no se preocupe. Ningún hombre fuera de sí va a presentarse en su puerta para empeorar aún más la situación.

Harry no pareció especialmente aliviado, aunque un hombre fuera de sí posiblemente hubiera sido un aliado para él.

– Hay muchos vuelos a España -dijo-. Sólo habrá perdido un día.

Jacqui no se dejó engañar. No era que Harry Talbot se preocupara por su bienestar. Simplemente, quería que se marchara de allí lo antes posible.

– Me temo que no es tan sencillo. Era una oferta de última hora. Si no me presento, pierdo el billete y su importe.

– ¿No puede cambiarlo?


¿Pero en qué planeta vivía ese hombre?

– No se moleste en intentar buscar una solución. Su prima y la agencia me compensarán por todo. Me han prometido que no perderé el dinero.

– Me alegra oírlo, pero no recuperará el dinero hasta dentro de un par de semanas, ¿verdad?

– No importa. En estos momentos sólo me dedico a hacer trabajos temporales, así que puedo programar mis vacaciones como mejor me convenga.

– Eso no me parece justo. Si le sirve de algo, yo correré con sus gastos y luego lo solucionaré con Sally.

– Santo Dios, sí que está desesperado por librarse de mí -dijo ella, intentando poner una mueca divertida-. Primero se ofrece a pagar la reparación de mi coche, y ahora a compensar la pérdida de mis vacaciones.

– Sólo intento hacer lo que es más razonable.

– ¡Razonable! Razonable sería lamentarse por las molestias y ofrecerle que se quedara en la casa mientras su incompetente familia solucionaba aquel desaguisado.

– No lo entiende, ¿verdad?

– ¿Entender el qué?

Jacqui tomó un sorbo de té y se arriesgó a mirarlo sobre el borde de la taza. No parecía tan insensible, sino más bien un poco desesperado, pero ella no quería sentirse culpable. No tenía motivos para ello. Era él quien se comportaba como un cretino.

– Tiene que entender que no podré ir a ninguna parte hasta asegurarme de que Maisie se queda en buenas manos.

– En ese caso le sugiero otra cosa, señorita Moore. Váyase a España y llévese a Maisie con usted -sugirió, y aguardó en silencio, como esperando una respuesta entusiasta que, obviamente, no se produjo-. De ese modo cobrará por estar tomando el sol.

Ella se echó a reír.

– Obviamente, tiene usted una idea muy limitada de lo que implica cuidar a un niño.

– Le pagaré la diferencia.

– Lo siento -dijo ella, sin lamentarlo en absoluto-. Pero, por muy atractiva que sea su oferta, hay dos buenas razones que me impiden aceptarla. Una, necesitaría contar con la autorización de la responsable legal de Maisie antes de sacarla del país… algo que seguro que hasta usted comprende que es indispensable. ¿Tiene idea de cómo se trafica con niñas pequeñas en el negocio de las adopciones ilegales?

– Creo que tengo bastante más idea que usted -respondió él-. Y como no soy el estúpido por el que usted me toma -siguió, sin darle tiempo a asimilar la primera respuesta-, he llamado a su agencia esta tarde y le he pedido a la encantadora señora Campbell que me enviara un e-mail con su curriculum y sus cartas de recomendación.

– ¿Y se lo ha enviado?

– ¿Por qué dejó la universidad a mitad del segundo año?

– Se lo ha enviado.

Lo dejó en eso. El no quería una respuesta a su pregunta. Simplemente había sido un juego de poder, una demostración de que lo sabía todo sobre ella, mientras que ella no sabía casi nada sobre él. No podía decir que estuviera teniendo un buen día.

– Y ahora que hemos aclarado ese pequeño detalle -siguió él-, y que gracias a la tecnología moderna Sally puede enviar por fax su autorización a la agencia, ¿cuál es su segunda objeción?

– Maisie quiere quedarse aquí. Y mi trabajo… es hacerla feliz -decidió que no era el mejor momento para decirle que no le estaban pagando por eso-. ¿Por qué no llama a su nueva amiga, la señora Campbell, y le pregunta si estaría preparada para confiar en que lo haga? -anticipándose a una respuesta negativa, decidió no perder más tiempo y marcharse-. Buenas noches, señor Talbot -se despidió, dirigiéndose hacia la puerta-. Que duerma bien.

– Llámame, Harry, por favor -dijo él de improviso-. Creo que hemos intercambiado los suficientes insultos para tuteamos, ¿no?

Jacqui tuvo que admitir que se sentía tentada. Y no era para menos. Aquel hombre era la tentación encamada. Con un buen corte de pelo y un afeitado, sería pura dinamita. Qué lástima que no tuviera un corazón digno de ese cuerpo.

– ¿Se está rindiendo, señor Talbot?

Él apretó brevemente la mandíbula, y Jacqui tuvo la impresión de que era ella la que tenía la lengua más afilada. Era imposible que un hombre de su estatura y su personalidad pudiera sentirse vulnerable, pero Jacqui deseó haber mantenido la boca cerrada por una vez y haber respondido a su invitación con una sonrisa alentadora.

– No, señorita Moore -dijo él-. Simplemente estoy ofreciendo una tregua por esta noche.

Por lo visto no se sentía afectado en absoluto. Seguía siendo el mismo de siempre. Jacqui podía estar atrapada en una colina brumosa con una princesita y un ogro, pero aquello no era un cuento de hadas. Y aunque el café le salía bastante bueno, iba a hacer falta algo más que una taza para transformar a Harry Talbot en el príncipe azul. ¿Un beso, quizá?

– En ese caso -se apresuró a decir-, y hasta que se reanuden las hostilidades al amanecer, buenas noches, Harry.

Por un momento, pareció que él iba a responder, y Jacqui esperó con la mano en la puerta, confiando en que se ablandara y le ofreciera algo más.

– Buenas noches, Jacqui -fue todo lo que dijo.

A Jacqui no le quedó más elección que cerrar la puerta y alejarse, pero al subir las escaleras la acompañó una sensación de arrepentimiento. Tenía la inquietante certeza de que se había acercado a algo importante, pero había estado demasiado ocupada defendiéndose a sí misma como para identificar de qué se trataba. Fue a ver a Maisie, que dormía plácidamente. Le estiró las sábanas y la contempló un rato más antes de retirarse a su habitación. Harry permaneció inmóvil durante largo rato. El café se le enfrió en la taza y en la cafetera, mientras él aguardaba a que las aguas volvieran a su cauce.

Finalmente, un gato se estiró y salió por la puerta de la cocina, en busca de su caza nocturna. El perro de caza también se levantó y se acercó a Harry para rozarle la mano con el hocico, sugiriéndole que era hora de dar un paseo. Los animales no parecían conscientes del remolino que había provocado la presencia de Jacqui. Un remolino que lo había alterado todo; el aire, la atmósfera, la soledad, a él mismo…

Salió rápidamente de la cocina, agarrando el abrigo del perchero y se internó en la oscuridad. Los viejos labradores se dieron la vuelta al cabo de un rato, pero el sabueso permaneció a su lado mientras Harry recorría los campos con la única determinación de sacar a Jacqui de su cabeza. Y de su corazón.

Jacqui dejó a Maisie decidiendo entre el tafetán rosa y la seda amarilla, y bajó las escaleras con la intención de buscar una ropa más adecuada para ella misma. Miró en el despacho, pero no había ni rastro de Harry Talbot. Ni tampoco parecía que hubiese estado allí, pues la bolsa con el correo seguía en el mismo lugar donde ella la había dejado. Tuvo más suerte en la cocina, donde había una mujer mayor ocupada en vaciar el lavavajillas.


– ¿Es usted Susan? -le preguntó, contenta de encontrar a una posible aliada-. Soy Jacqui. La niñera de Maisie. Temporalmente -no tenía sentido crear más confusión intentando explicar cuál era exactamente la situación-. ¿Le ha explicado el señor Talbot el malentendido?

– ¿El señor Harry? No, pero la verdad es que lo evito tanto como puedo -respondió la mujer, secándose las manos en su delantal-. Sólo vengo a diario porque la señora se negó a marcharse hasta que le prometí que me encargaría de todo. Y que me aseguraría de que él tuviera algo que llevarse a la boca -se encogió de hombros-. Como es natural, me he enterado de que alguien se presentó ayer por la tarde con la señorita Maisie.

A Jacqui no la sorprendió lo rápidamente que se propagaban los cotillees por el pueblo.

– Esperaba encontrar aquí a la señora Talbot. El plan era que Maisie se quedara con ella mientras su madre estaba de viaje.

– ¿Ah, sí? No sé nada de eso. La señora se fue a Nueva Zelanda, ¿sabe? A visitar a su hermana.

– El señor Talbot me dijo que estaba fuera.

– Él lo pagó todo. Incluso un billete en primera clase.

– Qué generoso…

– Sí, supongo que sí -dijo la mujer, sin mucha convicción.

– ¿No le dijo que Maisie vendría para quedarse?

– Pues no. La señorita Sally no hizo preparativos para eso.

Jacqui frunció el ceño.

– ¿Cuándo se marchó a Nueva Zelanda la señora Talbot?

– En noviembre.

– ¡Pero de eso hace cinco meses!

– Correcto. Y parte del trayecto la hizo en barco. Aunque llegó a tiempo para la Navidad.

– Oh.

– No tendría sentido recorrer un camino largo para quedarse sólo cinco minutos, ¿verdad?

– Eh… no. ¿Y tiene previsto volver pronto?

– No que yo sepa. En su última carta decía que, siempre que al señor Harry no le importe ocuparse de todo, se quedará una temporada.

– ¿Y el señor Ha… el señor Talbot está de acuerdo?

– Bueno, no está precisamente contento, pero al menos no tiene prisa por marcharse. Esto es lo más parecido que tiene a un hogar.

Jacqui se obligó a refrenar su curiosidad. Una pregunta en falso sería cotillear.

– No entiendo por qué la señorita Talbot ha enviado a Maisie aquí. Debería haber sabido que su madre no estaba.

– Vive en su propio mundo. Siempre ha sido así.

– Aun así, es difícil creer que alguien pueda cometer un error semejante. ¿Quiere una taza de té? -le ofreció Jacqui.

– No, gracias. Voy a ocuparme de las gallinas. Pero tomaré una cuando vuelva, si no le importa. Esta mañana hace mucho frío ahí fuera.

Le echó una mirada reprobatoria a su ropa y se dirigió hacia la puerta. Jacqui no pudo evitar sentirse decepcionada. No le gustaban los cotillees, pero había esperado mantener una conversación agradable que respondiera a las preguntas que no le habían dejado dormir por la noche.

– Por supuesto. Pero antes de que se vaya, ¿puedo hacerle una pregunta?

– Pregunte -dijo la mujer con cierto recelo-. Pero no le prometo que responda.

– Maisie no ha traído ropa para salir al campo. No tiene nada en su habitación, y el señor Talbot no parece saber dónde guarda sus cosas.

– ¿Por qué habría de saberlo?

– No lo sé. La verdad es que no sé nada.

Tal vez la humildad fuera la respuesta adecuada, porque la expresión de Susan cambió.

– Bueno, siempre está vagando de un sitio a otro. Pueden pasar meses, incluso años, sin que sepa nada de él, hasta que de pronto aparece.

Vaya suerte la suya, pensó Jacqui, de que sus visitas a High Tops hubieran coincidido. Le habría gustado obtener más detalles, pero Susan ya se dirigía hacia la puerta.

– ¿Lo sabe usted? -le preguntó, en un último y desesperado intento.

La mujer reflexionó un momento, pero negó con la cabeza.

– No -respondió secamente.

– Tal vez podría buscarla yo misma. ¿Por dónde podría empezar?

– Ya se lo he dicho; no guarda ninguna ropa aquí -agarró un abrigo del perchero-. Su última niñera siempre traía todo lo que necesitaba -dijo, sin ocultar su cinismo.

– Pues yo no he tenido ese privilegio. Tengo que arreglármelas con lo único que hay: tafetán rosa y seda amarilla.

– Supongo que podría echar un vistazo en el viejo cuarto de los niños -dijo Susan, sacando un pañuelo para la cabeza del bolsillo del delantal-. Quizá encuentre algo de la señorita Sally. Está arriba… -pensó por un momento-. La quinta puerta del pasillo.

– Gracias, Susan -respondió Jacqui con una sonrisa-. Espero que esté lista para un sándwich de beicon cuando vuelva, para acompañar a su té.

La mujer le devolvió la sonrisa.

– De acuerdo. Si insiste, estaré de vuelta en media hora.

Jacqui subió las escaleras y recorrió el largo y ancho pasillo, iluminado por una serie de ventanas que, en un día despejado, seguro que ofrecían una hermosa vista. Una alfombra turca cubría el suelo encerado, y las paredes estaban repletas de cofres antiguos y cuadros.