Karl se mostraba despreocupado, confiado. Le dijo a James:

– Un caballo que no sabe qué significa “Ven” necesita un vocabulario algo más amplio. -Pero aun mientras decía esto, una sonrisa se esbozaba en sus labios y sus enormes manos alisaban la piel del caballo con afecto-. Recuérdalo, muchacho. Y recuerda que a los caballos se les habla con algo más que palabras; las palabras son tan importantes como el tono. El tono dice mucho. Las manos son las que más hablan. Un caballo aprende a confiar primero en las manos y en segundo lugar en el hombre mismo.

Durante todo este tiempo, las manos de Karl recorrieron el lomo del animal, descansaron en la cruz, se deslizaron hasta los hombros, palmearon los flancos y volvieron hasta la cabeza. Miró a Bill a los ojos y dijo:

– ¿Sabes de lo que estoy hablando, eh, Bill?

Llevó al caballo cerca de los dos gruesos percheros de madera de donde colgaban los arneses.

– Los caballos son cortos de vista, ¿sabías, muchacho? Por eso es que un movimiento a lo lejos los ahuyenta y al no poder ver claramente, desconfían. Pero si les muestras lo mismo de cerca, se quedan tranquilos.

“Primero, la collera -continuó Karl. Levantó el óvalo de cuero-. Ésta es de Bill. -Al oír su nombre, el animal movió la cabeza y Karl le habló-: Sí, sabes que estoy hablando de ti. Acá está tu collera, amigo curioso. -Con paciencia, le mostró al animal el cuero antes de pasárselo sobre la cabeza, mientras instruía a los dos novicios-. Deben tener cuidado en no confundir las colleras, pues si le colocan a un caballo la collera equivocada, tendrá dolor de hombros y de cuello. Un caballo se acostumbra a su propia collera, como ustedes se acostumbran a sus propios zapatos. No le darías a un soldado que debe marchar las botas de otro soldado, ¿no, James?

– No, señor, claro que no -contestó James sin dejar de observar a Karl mientras sujetaba la collera detrás del cuello de Bill y la desplazaba con firmeza hasta los hombros del macizo percherón.

Pasando su mano enorme entre el caballo y la collera, Karl continuó:

– Tiene que ajustar pero no demasiado. Debes asegurarte de ello, pues si le presiona la tráquea, el caballo puede ahogarse. Si le queda muy floja, el roce de la correa lo irritará y le producirá mataduras en los hombros.

Cuando bajó el primer arnés del perchero en la pared, sus músculos se tensaron. Acercándose a Bill desde la izquierda, Karl ubicó el horcate sobre la collera, lo sujetó con la correa, caminó hasta el flanco del caballo y ajustó el sillín. Luego, se adelantó para unir la correa del pecho al horcate. Antes de cualquier movimiento, deslizaba la mano a lo largo del cuerpo del animal y lo tranquilizaba con palabras suaves. Bill permanecía quieto; apenas un ligero movimiento de los ojos indicaba que estaba despierto.

Karl instruía a los dos aprendices usando el mismo tono de voz que empleaba para hablar con Bill. Las palabras eran a la vez instructivas y apaciguadoras y transmitían serenidad. A continuación, sujetó la barriguera, y mientras Karl hacía todo esto, Anna se sentía como hipnotizada por los suaves movimientos de sus manos sobre el cuerpo del caballo, por esa voz en el oído del animal y en el suyo. Se encontró, de pronto, pensando en esa noche y en cómo sería si Karl la trataba como a Bill.

Volvió en sí con un sobresalto, al darse cuenta de que Karl le había puesto el bocado al caballo. En tanto iba deslizando las riendas a través de los distintos anillos del freno, le preguntó si ella pensaba que podía hacer todo eso.

– No… no sé. Creo que si puedo bajar de la pared esa cosa tan pesada, podría hacer el resto.

– Tendré que alimentarte bien para agregar músculos a tus huesos -dijo Karl.

Anna descubrió que era capaz de mirarla de una manera divertida, lo que hacía que su comentario fuera más una broma que una crítica.

En cambio, James alardeaba, muy seguro de sí mismo:

– Creo que puedo hacerlo, Karl. ¿Puedo probar?

Con una risa ahogada, Karl le pasó al muchacho la tarea de ensillar a Belle. James se vio en dificultades bajo el peso del arnés, pero con algo de ayuda de su maestro, cometió muy pocos errores al ponerle los aparejos al caballo.

– Tienes muy buena memoria.

Karl felicitó a James cuando terminó con su tarea. El muchacho miró a su hermana complacido, como si hubiera inventado el arte del arreo.

Karl, con mucha paciencia, explicó el cómo y el porqué de enganchar el balancín redondo de roble a los dos travesaños más pequeños. En el centro iba la abrazadera y, por fin, todo estaba listo para la pesada cadena de troncos. Era un aparato enorme.

Una vez más, Anna pudo comprobar la fuerza que había dentro de ese hombre cuando levantó el rollo de cadenas y lo arrastró para sujetarlo a la abrazadera. Mientras se arrodillaba para asegurar el gancho de desplazamiento a un eslabón de la cadena, dijo:

– Cuando salgas sin carga, como ahora, no dejes el gancho colgando en el extremo de la cadena. Puede enredarse en las raíces y lastimar, de esa manera, a los caballos. -Se levantó y tocó otra vez el flanco tibio del animal-. Siempre hay que pensar primero en los caballos. Sin ellos, aquí un hombre se siente impotente.

– ¡Sí, s… s… señor! -respondió James.

Karl miró a Anna por un breve instante y ella le respondió con un saludo militar, repitiendo:

– ¡Sí, s… s… señor!

Karl sonrió. Parecía valerosa a pesar de sus hombros angostos y su delgadez de junco. Hoy usaba un vestido tan inadecuado como el de ayer para las tareas fuera de la casa. Pronto aprendería. Una vez que el trabajo empezara, se daría cuenta de que las ropas simples eran más apropiadas, y su elección sería diferente.

Entre tanto, el momento que Karl había soñado llegó, por fin: el momento de ir juntos, esposo y esposa, al encuentro de sus árboles; de trabajar al sol y forjar su futuro. Los tres partieron hacia la mañana de Minnesota. En medio del sol naciente, iban subiendo por el camino de arrastre detrás de la yunta. Los caballos con su marcha acompasada y sus trancos largos fijaban el ritmo. Con las mangas remangadas hasta el codo, Karl sostenía las cuatro riendas, inclinándose hacia atrás, de la cintura para arriba, para contrarrestar el tironeo de los caballos. El hombre y su yunta eran una misma cosa, cada uno bien templado y con los músculos preparados para el importante trabajo que los esperaba.

Anna, a pesar de sus piernas largas, se veía obligada a alargar sus pasos para no quedarse atrás. La falda larga rozaba el pasto de la mañana y pronto se humedeció hasta las rodillas. No hizo caso, escuchando, oliendo, paladeando el día. La mañana tenía su música propia, interpretada por el despertar de la vida silvestre, el crujir del cuero, el chirriar de las cadenas, el golpetear de los cascos. El rocío era denso todavía y la tierra estaba perfumada con el aroma del verano. Allí estaban el eterno olor a moho de las hojas muertas y el soplo vivificante de la vegetación que se renueva. Abedules, hayas, arces, nogales, olmos, álamos y sauces desbordaban de vida.

Karl iba señalando y nombrando cada árbol (“un tipo de madera para cada uso que el hombre le quiera dar”) como si nunca pudiera agotar esa riqueza que poseía, no importaba cuántas veces la había calculado.

– Es curioso… -musitó Anna-. Siempre pensé que la madera era sólo madera.

– ¡Ah! Cuánto tienes que aprender. Cada madera tiene su personalidad. Cada árbol tiene un rasgo que lo hace… humano, individual. Aquí, en Minnesota, un hombre no debe preocuparse pensando que no tendrá el árbol adecuado a su necesidad.

Llegaron al lugar de los alerces, pinos altos y afinados con los troncos escamados y las copas escalonadas, que se balanceaban en las nubes de la mañana.

– Y éstos son mis alerces -dijo Karl con orgullo, levantando la mirada-. Más de cinco metros de tronco antes de comenzar a afinarse -comentó, orgulloso-. ¿Te das cuenta de lo que digo? Es el mejor. ¿Te parece bien una cabaña de más de cinco metros?

Miró a Anna de soslayo, preguntándose si creería que él pudiera construir una casa tan grande.

– ¿Eso es grande? -preguntó, mirando ella también hacia la cima de los alerces.

– La mayoría es de cuatro metros. Algunos son de cuatro y medio. Depende de los árboles. Aquí, donde un hombre tiene alerces… aquí… un hombre tiene mucho. -Karl hizo una pausa nuevamente-. Mucho más que suficiente.

Al bajar la mirada por el tronco de los alerces, Anna notó que Karl la estaba observando, y sintió como un estremecimiento.

– Mucho. Suficiente -dijo suavemente, coincidiendo con Karl-. Cinco metros es mucho.

Karl miró a James como si de pronto hubiera recordado que estaba allí.

– Y mucho trabajo. Ven, muchacho, te enseñaré a derribar un árbol.

Tomó su hacha y se acercó al alerce; caminó alrededor, midiéndolo, estimando el curso de su caída, mirando hacia arriba y hacia abajo, calculando el peso de las ramas. Después de meditar un momento, dijo:

– Sí, éste es bueno. Tiene treinta y cinco centímetros de diámetro. Recuerda ahora, muchacho: la tarea te será más fácil si los árboles tienen el mismo tamaño. Antes de empezar, debes tener en cuenta el viento.

James miró hacia el cielo y dijo:

– Pero no hay viento.

– ¡Bien! Ahora ya lo tuviste en cuenta. Si hay viento, hay que calcularlo desde el primer golpe de hacha.

Anna observaba y escuchaba sólo a medias en tanto Karl pacientemente describía los principios básicos de la tala. Estaba más bien absorbida por el efecto que producía Karl en su hermano.

James bebía cada una de sus palabras y hasta imitaba, inconscientemente, la forma en que Karl se paraba con las piernas separadas, mientras los dos observaban el imponente tronco y planeaban cómo derribarlo. Cuando James le hizo una pregunta, Karl barrió con su bota las agujas de pino que cubrían el suelo para despejar un pequeño espacio. Quebró entonces una rama resistente y se arrodilló para hacer con ella un simple dibujo en la tierra.

Anna sonrió otra vez cuando James imitó al hombrón, arrodillándose con una sola pierna y apoyando el codo en la otra, en un gesto varonil. Pero la espalda de James se veía mucho más delgada al lado de la de Karl mientras los dos se inclinaban para estudiar el dibujo. Karl le mostró dónde estaban las muescas, que llamó “cortes”; luego le explicó que la primera muesca que marcarían en el árbol estaría del lado opuesto a la dirección de su caída. Anna prestó aún menos atención a las explicaciones cuando Karl se estiró, haciendo que la espalda de su camisa quedara tan tirante que amenazaba partirse en dos. Los ojos de la muchacha bajaron hasta la cintura de Karl, hipnotizada al ver una pequeña franja de piel expuesta al subírsele la camisa. Las caderas de Karl eran estrechas pero los muslos sobresalían al estar arrodillado de esa manera.

Cuando Karl dio una media vuelta, Anna dirigió la mirada hacia los alerces. Justo en ese momento, James sorprendió a Karl al pronunciar la palabra “cortes” y preguntar dónde deberían ir y qué profundidad deberían tener. Karl le sonrió a James y levantó los ojos hacia Anna, mientras instruía al muchacho al mismo tiempo que le hacía bromas. Entonces dijo:

– Yo aprendí derribando árboles -muchos, muchos árboles- en Suecia, con mi padre y mis hermanos, y aquí, en este lugar, antes de que tú vinieras. Se requiere mucha práctica para hacer estas cosas.

“Qué paciencia tiene”, pensó Anna, con admiración. Hasta su voz y su actitud eran pacientes, tanto como la expresión en su rostro. “Aun si yo supiera leer y escribir, cualquier chico sería mucho más feliz en tener un maestro como Karl”. Anna no era muy tolerante. El semblante de James irradiaba puro placer mientras estudiaba el simple dibujo, tratando de memorizar las lecciones.

Karl se incorporó apoyándose en el hacha. Se movió con agilidad, el hacha siempre en la mano, formando parte integral de su postura. Anna comenzó a comprender el significado de las palabras: “adonde va el hombre, va el hacha”. Karl la usaba como una extensión de sí mismo.

A pesar de que la herramienta era pesada, Karl la sostenía por el extremo del mango, perpendicular a su cuerpo, midiendo la distancia entre él y el árbol. Las venas del brazo se destacaban como ríos azules que desaparecían en la manga arrollada de la camisa. Los poderosos músculos del antebrazo parecían tener bordes cuadrados. Karl explicó que el primer corte debía ser horizontal, a la altura de la cintura, y se balanceó levemente para demostrarlo. Al girar la cadera y el hombro, Anna pudo ver cómo cada músculo se tensaba, y percibió la fortaleza que encerraba ese cuerpo tan bien adiestrado.

Karl levantó la herramienta y deslizó el mango por la palma hasta que el cotillo del hacha descansó sobre el borde de su mano. Señaló, entonces, con el borde afilado: