– Anna no es muy buena para limpiar cosas -explicó Karl, con lo cual la enojó todavía más-. Nunca aprendió a limpiar el pescado, de todos modos. Ésta es la primera vez que traemos pescado desde que ella vino aquí.
– Mal comienzo para un matrimonio -fue el consenso general del grupo.
Anna dedujo que jamás verían a un indio que se respetara a sí mismo, limpiando pescado si tenía una esposa que lo hiciera por él. Empezó a sentir menos resentimiento hacia Karl por eximirla de esa aborrecible tarea. Fue al manantial a buscar agua y accedió a lavar cada filete después de que Karl lo raspaba con el cuchillo.
Los indios habían admitido a James en su círculo; lo apodaron Ojos de Gato porque tenía ojos verdes, algo nuevo para ellos. Cuando sacaron sus pipas, incluyeron a James en su invitación a fumar.
– ¡Oh, no, no lo hagan! -objetó Anna-. No le van a enseñar ninguno de esos malos hábitos a su edad. Es un chico todavía.
Vieron cómo el muchacho retiraba la mano de la pipa y, una vez más, expresaron su aprobación, diciendo: “Tonka Squaw”. Pero cuando llegó la hora de freír el pescado, se divirtieron a expensas del gran sueco blanco cuya mujer no sabía hacer una cosa tan simple como ésa. No obstante comieron su porción y se deleitaron sobre todo con las papas. Las únicas papas que ellos comían eran las silvestres; no tan deliciosas como estas que el hombre blanco cultivaba.
Cuando terminó la comida, Anna se quedó lavando los platos, mientras los hombres se sentaron en círculo fumando sus pipas otra vez. Anna se preguntaba si los indios tardarían mucho en irse porque ya estaba harta de que la llamaran Tonka Squaw después de cada movimiento, harta de que escudriñaran sus pantalones y la criticaran porque no cumplía con los deberes que estos tiranos hacían cumplir a sus mujeres.
Pero se fueron, por fin, mucho después del anochecer, y Anna se preguntó cómo encontrarían su camino en la oscuridad. Karl los acompañó hasta la puerta y todos los saludaron levantando las palmas. Hicieron lo mismo con James pero a Anna ni siquiera le dirigieron la mirada, lo que le provocó un nuevo arrebato de ira, después de haber sido ella quien los había invitado en primer lugar.
Cuando Karl entró, se dio cuenta de que Anna estaba furiosa, así que la dejó sola. Él y James hablaron sobre los indios. Karl estaba seguro de que, tarde o temprano, vendrían a darle una mirada a su nueva squaw.
Anna se metió resueltamente en la cama enfrentando la pared, enojada con Karl porque la había llamado squaw. Ya estaba harta de ese apodo que habían usado los indios todo el tiempo.
Después de acomodar el fuego y de dejar la cabaña a oscuras, Karl se acostó a su lado. En lugar de aceptar su indirecta y dejarla sola, se inclinó sobre su hombro para susurrarle al oído:
– ¿Mi Tonka Squaw está enojada con su marido?
Hirviendo de indignación, Anna susurró:
– ¡No te atrevas a llamarme squaw otra vez! ¡Ya tuve bastante para un día! ¡Contigo y con esos indios tiranos amigos tuyos!
– Sí, tienes razón. Somos unos tiranos al llamarte Tonka Squaw. Tal vez no lo merezcas, después de todo.
Karl la dejó pensando. Anna giró la cabeza un poco hacia él, y le preguntó, por sobre el hombro:
– ¿Que no lo merezco?
– Sí. ¿Crees que lo mereces?
– Bueno, ¿cómo podría saberlo? ¿Qué significa?
– Significa “Gran Mujer” y es el mejor cumplido que un indio puede hacerte. Debes de haber hecho algo para que piensen que eres realmente fuerte.
– ¿Fuerte? -Por fin, todas las emociones reprimidas esa tarde y esa noche comenzaron a aflorar-. Karl, ¡estaba tan aterrorizada cuando los vi aparecer en la puerta de la casa del manantial, que desparramé las arvejas en veinte hectáreas a la redonda!
– ¿Por eso las arvejas están cubriendo el escalón de la entrada?
– Estaba aterrorizada -repitió, buscando su compasión.
– Te dije que eran mis amigos.
– Pero nunca los había visto antes. No sabía quiénes eran. El de la sonrisa llena de dientes se burló de mi pelo; luego, Dos Cuernos ridiculizó mis pantalones. Todo lo que pude hacer fue ponerlos en su lugar por ser tan groseros conmigo… y en mi propia casa, además.
– Ya me lo imaginaba. No estás habituada a sus costumbres. Los indios respetan la autoridad. Cuando los pones en su lugar, tú también te ubicas en el tuyo; es entonces cuando te admiran.
– ¿En serio? -preguntó, sorprendida.
– Por eso te llamaron Tonka Squaw, Gran Mujer, porque hiciste que se portaran bien, a pesar de que están acostumbrados a dominar a sus mujeres.
– ¿De verdad?
– De verdad.
Anna no pudo contener la risa.
– Oh, Karl, ¿sabes lo que hice? Le di un golpe tan fuerte a Nariz de Castor con la cuchara de madera que, antes de oscurecer, tenía los nudillos cubiertos de manchas negras y azules.
– ¿Hiciste eso? -preguntó, azorado ante esa mujer que tenía por esposa.
– Bueno, ¡metió la mano sucia dentro de la olla donde tenía la comida!
– ¿De modo que le diste un golpe con la cuchara de madera?
– Lo hice, Karl, lo hice -dijo Anna, riendo ahora-. Fue una cosa horrible lo que hice, ¿No? -Su risa fue creciendo al pensar en su propia temeridad.
– Parece que eres la clase de squaw que a estos indios les gustaría tener, ¡ten cuidado! Alguien que los mantenga a raya.
– ¡Oh, vamos! -exclamó Anna-. Olvídate de llamarme Tonka Squaw, ya mismo. Me gusta Anna, no importa qué clase de squaw sea.
– Tonka -reiteró Karl.
– Bueno, a ti te habrá parecido que yo me estaba divirtiendo, pero te repito que estaba totalmente aterrada. Además estaba furiosa con ellos porque se reían de mis pantalones y de mi pelo.
– ¿También se rieron de tu cabello? -preguntó Karl.
– Del tuyo y del mío, creo.
Demasiado tarde se dio cuenta de que había entrado en un tema que era mejor evitar.
– ¿Qué dijeron?
Karl estaba ansioso por escuchar el resto.
– Nada.
– ¿Nada?
– Nada, dije.
Pero en la oscuridad, Karl se inclinó y le dijo, cerca del lóbulo:
– Cuando dices que no es nada, yo sé que es algo. Pero tal vez sea algo que no quieres que tu esposo sepa.
Anna ahogó una risita cuando él le pellizcó el cachete.
– Algo por el estilo -admitió.
– ¿Qué tal si limpias el pescado la próxima vez que lo traiga a casa? -bromeó-. Apuesto a que te encantaría.
Karl sintió, a través de sus labios burlones, que las mejillas de Anna se redondeaban en una sonrisa.
– ¿Qué tal un golpe en tus nudillos con el cazo de madera? Después de todo, es a Tonka Squaw a quien estás amenazando.
– No estoy aterrorizado, como podrás darte cuenta -susurró contra sus mejillas-. Estoy temblando por otra cosa.
– ¿Por qué estás temblando, ahora, Pelo Blanco? -Anna le devolvió el susurro.
La mano de Karl se acercó, buscando.
– Estoy temblando de risa al pensar en esos indios tontos que creen que tengo una Gran Mujer. -La mano exploratoria encontró el pecho; casi cabía en una cuchara.
Anna le agarró la mano y se la llevó a su boca.
– Supongo que tengo que probar que esos indios tienen razón -dijo, y mordió la mano de Karl.
Cuando Karl gritó fuerte, James preguntó qué estaba pasando allí.
– Tonka Squaw está demostrando que es más tonka de lo que realmente es.
– Una de las razones que al principio me enfurecieron, acerca de tus amigos indios, fue que se pusieron muy cómodos sin pedir permiso -le informó Anna alegremente.
Karl la abrazó tan fuerte esta vez, que la dominó. Las chalas comenzaron a sonar con estruendo mientras los dos se abrazaban y rodaban, riendo y bromeando. Terminaron en un beso, con Karl diciéndole al oído:
– ¡Ah!, Anna. Eres algo grande.
– ¿Pero no tonka? -murmuró, sabiendo que el pecho que Karl aprisionaba distaba de ser grande.
– No importa -se oyó la voz en la oscuridad. Y Anna sonrió, feliz.
Por la mañana, cuando se levantaron, encontraron dos faisanes colgados en la puerta. Cómo los indios los habían cazado antes de la salida del Sol, resultó un misterio. Pero Karl explicó que los indios habían elegido este modo de agradecer a Anna por su hospitalidad. También era su tributo hacia ella, su aprobación por ser Tonka Squaw, su bienvenida y su predecible sentido del honor. Los indios nunca se llevaban nada sin dar algo a cambio.
Capítulo 10
Hacía dos semanas que Anna y Karl se habían casado. Encontraron que eran compatibles en innumerables aspectos e incompatibles en otros. Como todos los recién casados, iban revelando poco a poco partes de sí mismos. Quizá la coincidencia más alentadora fuera que ambos disfrutaban de la fresca y saludable costumbre de hacer bromas, lo que se mantuvo a diario.
El principal defecto que Karl encontró en Anna era que aborrecía las tareas domésticas. Si fuera por ella, estaría afuera desde la salida hasta la puesta del Sol, dejando que el trabajo de la casa se fuera al diablo. Cuando la dejaban sola porque tenía que ocuparse de la casa, se enfurruñaba y sacaba a relucir su afilada lengua irlandesa sólo para hacerle saber que a ella no le agradaba esta faceta del matrimonio.
Si había algo que Anna no podía tolerar en Karl, era su perfección. Por más tonto que sonara, aun a sus oídos, eso le recordaba que al lado de él, ella debía parecer casi una ignorante. Anna debía descubrir algo que Karl no supiera o no se imaginara cómo hacer, algo que no pudiera enseñarle cómo hacer, ya sea a James o a ella. Tenía todas las virtudes que un hombre podía tener: era cariñoso, paciente, amable… Oh, la lista seguía y seguía en su mente, hasta que, a veces, Anna se sentía totalmente inadecuada comparándose con él.
Pero Karl nunca se quejaba. Cuando Anna se enfurecía, su esposo la tranquilizaba con su acostumbrado buen humor. Cuando la muchacha se irritaba por su propia impericia, Karl, con paciencia, le explicaba que en una casa había mucho para aprender y que llevaría tiempo. Le quitaba horas preciosas al trabajo de la cabaña de troncos, para enseñarle las lecciones interminables que el padre Pierrot le había aconsejado dar, a pesar de que Anna sabía con qué fervor Karl deseaba dedicar todo su tiempo a la construcción de la nueva casa.
Pero, sobre todo a la hora de ir a la cama, Karl demostraba tener más paciencia de la que cualquier mujer recién casada tenía derecho a pedirle a su marido, y Anna lo sabía. El flirteo y la insinuación no podían seguir eternamente. Y esto se puso de manifiesto una noche después de haber tenido una sesión más despreocupada en la laguna, donde Anna había estado más juguetona que de costumbre. Una vez en la cama, Anna se sentía todavía expansiva y coqueta.
– ¿Sabes una cosa? -susurró.
– ¿Qué?
– Nunca te besé.
– Pero si nos besamos todas las noches.
– Tú me besaste todas las noches. Ahora ya es hora de que yo te bese.
Había estado pensando en esto, en cómo sería ser la instigadora. Pero sabía que debía tener cuidado. Cualquier acción de su parte despertaba cada vez una mayor respuesta en Karl, a medida que el tiempo pasaba.
Karl estaba completamente sorprendido, pues no sabía con qué nueva travesura se vendría ahora.
– Ven entonces, bésame y me portaré bien.
Se acostó con las manos cruzadas detrás de la nuca. Anna lo dejó anonadado, al arrodillarse a su lado. Aunque estaba oscuro, se la imaginó allí como una niña en camisón, arrodillada a su lado, con la nariz llena de pecas. Si pensaba en ella de esa manera, como en una niña, tal vez pudiera soportar el tormento de pasar otra noche más.
Por suerte, Anna le dio sólo un beso ligero. Pero apoyó las dos manos sobre el pecho de él. Después del beso, se quedaron quietos.
“Estoy jugando con fuego”, pensó Anna, “pero es tan divertido”. La piel de Karl estaba desnuda, tibia, cubierta por una fina maraña de vello. El latido del corazón era perceptible bajo las palmas de Anna, y por un momento, no supo qué hacer. ¿Quería que le hiciera el amor o no? Había momentos durante el día, al observarlo con el hacha o cuando acariciaba a los caballos o se salpicaba agua sobre la nuca, en que tenía que reprimir el deseo de acariciar esa piel tan hermosa.
En la oscuridad él era solamente una sombra, una voz pero una sombra tibia, una voz ronca. A esta altura, ya conocía el color de la piel velado por la oscuridad, el brillo del pelo descansando en la almohada tan cerca de ella. No necesitaba siquiera tocarlos para recordarlos, pero el recuerdo la tentaba y las manos se le iban y acariciaban las ondulaciones del torso mientras hablaba.
– ¿Karl?
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