La atrajo por completo hacia su beso. Encontró los labios de Anna tiernos y anhelantes. En medio del beso tuvo que tragar. “¡Tonto!”, pensó. “Seguro que el chico te sintió tragar desde allí.” La saliva se le acumuló en la boca y tuvo que tragar una vez más. Pero luego Anna también tragó. Karl dejó de preocuparse. Y no hubo más problema.
Karl la había capturado con un solo brazo y Anna tenía las manos apoyadas apenas en el pecho de él. Mientras el beso se demoraba y se alargaba, Anna comenzó a mover los dedos con timidez, como sí recién se diera cuenta de que la piel de Karl estaba a su alcance. Acarició el vello sedoso que tantas veces había visto al sol. Era como un plumón de textura muy suave que contrastaba con el fuerte músculo de donde surgía. Esos pequeños movimientos agudizaron los sentidos de Karl y despertaron nervios que él no creía poseer. De pronto, Anna le rozó un pezón como al pasar. Karl le tomó la mano y la colocó allí otra vez donde el contacto le había producido un inmenso placer. Enseguida sintió esos pequeños dedos revolotear en su pecho como mariposas, y Anna se preguntó qué era lo que Karl estaba esperando.
Karl esperaba que las manos de Anna lo rodearan, que ella liberara los pechos que protegía con recato. Finalmente, Karl susurró:
– Rodéame con tus brazos, Anna.
Los brazos encontraron el camino, las manos juguetearon con los músculos de la espalda. Karl apoyó la palma donde el pecho de Anna se abultaba. Anna dejó las manos quietas. Toda ella yacía allí expectante, esperando, esperando, exhalando su tibio aliento sobre la mejilla de Karl, hasta que la caricia se dejó sentir como la caída de una pluma.
Levemente, rozó con el dorso de los dedos el pezón erecto. Pareció como si el universo entero retuviera el aliento junto con Anna y Karl, mientras él comenzó a buscar los botones, los encontró, y los desprendió uno a uno con movimientos muy lentos. “No te mueves, Anna”, pensó. “Déjame sentir tu tibieza.” Anna no se resistía, aceptaba su contacto.
Karl deslizó la mano desde las costillas hasta el pecho por dentro de la prenda. Le acarició la mandíbula con el pulgar, luego la nuca, la abrazó fugazmente y otra vez apoyó la palma de la mano entre los pechos, saboreando el encanto de hacer que los dos esperaran, desearan.
Anna cerró los ojos y suspiró, mientras sentía la mano acariciarle el pecho desnudo, contenerlo, rodearlo, excitando sus centros nerviosos. Llevado por la maravilla del descubrimiento, la mano de Karl se paseaba por la piel de Anna, tan diferente de la suya. Los pechos eran suaves, increíblemente suaves, como los pétalos de la rosa silvestre. Sin embargo, contraídos allí con una fuerza insospechada.
– Anna -exhaló, con los labios muy cerca de los de ella-, eres tan tibia, tan suave aquí… -Tiernamente apretó la carne flexible-. Tan dura aquí… -Tomó el pezón erguido y resistente, lo acarició con dulzura, lo retuvo entre los dedos, embelesado- ¡Cómo deseaba este momento!
La joven estaba acostada con la boca muy cerca de la de Karl, sintiendo sus palabras en la piel; su única respuesta era someterse a sus caricias, mientras él aprendía el hermoso misterio que rodea al hombre y la mujer. Como si ella fuera su altar, él venía a adorar, con profunda reverencia, la bondad de esa ofrenda.
Dentro de Anna se acrecentaba la convicción del respeto innato que este hombre sentía por el acto en el que ambos se habían embarcado; de modo que cuando Karl le deslizó el camisón por los hombros, ya estaba la virtud flotando entre los dos aun antes de que los cuerpos se unieran. Karl le acarició el pelo, el hombro, le tomó la mano que estaba detrás de él y besó la palma; finalmente la empujó de espaldas sobre la almohada.
Luego se agachó para hacer aquello con lo que había soñado hacía tanto: le besó los pechos, sorprendidos él y ella por las sensaciones que los inundaban. Una lengua tierna, tibia, hambrienta, rozaba, frotaba, friccionaba. Unos labios ardientes y ansiosos envolvían, encerraban, encendían.
Anna sintió una sed increíble mientras Karl succionaba su pecho. Supo lo que era la sed física que provocaba el deseo intenso de beber agua fresca y fluida. Supo lo que era la sed emocional que evocaba visiones de carne tibia y temblorosa. Todo se fusionó en una angustia maravillosa hasta que la cabeza cayó hacia atrás por impulso natural. Las costillas se elevaron, la espalda se arqueó, las manos encontraron la cabeza del hombre. Karl emitió un leve quejido cuando los dedos de Anna se trenzaron en su pelo. Las manos de la joven tironearon con impaciencia, luego cayeron sobre las mejillas y palparon los huecos, para poder sentir mejor cómo él tomaba posesión de su carne a través de ese beso. La boca ávida y hambrienta creaba en Anna una total confusión de sensaciones en pugna. Estaba al mismo tiempo saciada pero sedienta, satisfecha pero hambrienta, agotada pero fortalecida, lánguida pero vital, relajada pero tensa.
Karl recorrió con la cara el cuerpo de Anna, mientras ella se deleitaba en el ritmo ocioso que él había establecido. La sintió estirarse como un gato al contacto de sus labios con el hueco entre las costillas. Como si ese gesto disparara algo mágico, Anna levantó los brazos sobre la cabeza, arqueándose más con una languidez tal que él no esperaba. Las caderas eran redondeadas y tibias, los huecos pequeños y suaves bajo la palma de Karl. Con lentitud, con suavidad, extendió su cuerpo al lado de Anna y los labios se encontraron otra vez, mientras ella rodeaba los hombros de Karl con el apretado círculo de sus brazos.
– Karl… -murmuró, y esperó hasta que, al fin, Karl encontró el misterio que Anna guardaba dentro de esos atesorados pliegues de tibieza.
– Oh, Anna… -La voz de Karl sonó áspera; tenía la boca hundida entre la almohada y la oreja de Anna-. No puedo creer lo que eres.
Su mente se llenó de hosannas ante el descubrimiento de esta mujer y la manera de reaccionar a sus caricias. Frotó su propia oreja contra la boca de Anna, sintiendo que su caricia era, por fin, aceptada dentro de ella.
– Es tan diferente… -murmuró Anna-. Tenía tanto miedo…
– Anna, nunca te haré daño.
Deleitándose en su aceptación, Karl la exploró hasta el límite de su propia resistencia. La cubrió con el largo de su cuerpo, pensando: “¡Anna, Anna, no puedo creer que seas como eres! No me rechazas ni me haces sentir inexperto, como temía”. Empujó las caderas hacia ella, provocando un crujido que resonó en el cuarto. Con ímpetu la tomó del cuello, hizo que la oreja de Anna se pegara a su boca, y susurró con voz ronca:
– Anna, vayamos afuera… por favor.
Inclinó la cabeza hacia los labios de la muchacha.
– Sí -murmuró ella.
Karl salió de la cama y encontró la ropa en la oscuridad; Anna volvió a ponerse el camisón, temblando, encontró los botones y sintió la mano de Karl que la tiraba fuera de la cama. A causa del ruido, se oyó la voz adormilada de James, que venía del piso:
– Karl, ¿eres tú?
– Sí, somos Anna y yo. Queremos charlar un rato, así que nos vamos a dar una vuelta. Duerme, James.
Aseguraron la puerta, detrás de ellos, y se escaparon descalzos por el pasto húmedo, con las piernas temblando a cada paso. La luz de la Luna se derramó sobre sus cabezas como la crema fresca, mientras caminaban lentamente hacia el granero, sin tocarse. Anna sintió que Karl la tiraba del brazo y levantó los ojos hacia él, con la cara y el pelo iluminados por el resplandor de la Luna, y el borde de los labios enmarcado por las sombras. Karl se detuvo, rodeó los hombros de su esposa con un brazo y la cubrió con la manta que había descolgado del rincón cuando salieron en busca de privacidad. Anna se aferró a su cuello cuando él la levantó del suelo, separando los pies y echándose hacia atrás para conservar el equilibrio. La camisa de Karl colgaba, sin abotonar, entre los dos. La muchacha acarició los músculos de los hombros por dentro de la camisa. Mientras él le besaba el cuello, que se arqueó hacia el oscuro cielo de la noche.
“Haría durar esta primera parte toda la noche, si pudiera” se lamentó. Las curvas y las llanuras del cuerpo de Anna estaban pegadas al suyo, insinuantes, mientras la sostenía.
– Sólo tu contacto, Anna…
Ella borró sus palabras con un beso, las manos jugando a sus espaldas, hasta que él la bajó. Sus pies tocaron el rocío, y luego ambos, tomados de la mano y con la manta flotando entre ellos, corrieron al granero.
Karl la llevaba de la mano en medio de la oscuridad perfumada de heno, mostrándole el camino. Anna oyó el sacudón de la manta, el leve susurro de la tela cuando la extendió sobre el heno. Encontró los botones del camisón, pero las manos de él, ansiosas, detuvieron las suyas, y le tomaron las muñecas, en un apretón imperioso. Sin compasión, le presionó los brazos contra los costados y se ocupó de los botones.
– Éste es mi trabajo -dijo-. Quiero que toda la alegría de esta noche sea mía. -Le bajó la prenda por los hombros, encontró otra vez sus muñecas y las llevó a su estómago-. Bien desde el principio, Anna, como tiene que ser.
Sin palabras, ella hizo lo que le pedía, con manos temblorosas, hasta que quedaron desnudos uno frente al otro.
La sangre se les agolpaba en los oídos. Saborearon ese momento de hesitación antes de que Karl la sujetara por los hombros con sus manos fuertes, la atrajera hacia él y la acostara sobre el heno.
Karl se mostró ágil, avasallador y enardecido al abrazarla y besarla con un ardor que ella no se hubiera imaginado, por todas partes, por todas partes. Los brazos de Anna lo aferraban; sus labios lo buscaban; su cuerpo se arqueaba. Encima de ella, él mantenía el equilibrio, se acomodaba.
– Anna, no quiero lastimarte, pequeña mía.
Jamás hubiera esperado una preocupación tan sensible y sentida.
– Está bien, Karl -dijo, sin pensar ya en dilatar por más tiempo el encuentro final de los cuerpos.
Karl se mantuvo un instante suspendido, dudando, luego se apoyó levemente sobre ella. Sintió las manos de Anna buscar sus caderas y se movió sobre ella con suavidad. Una vez más esperó su señal, con lentitud, demorándose. Anna se movió hacia arriba y fue a su encuentro. Juntos encontraron el ritmo. Ambos pronunciaron sus nombres en medio de la noche oscura, mientras respiraban agitadamente. Sus movimientos se convirtieron en un ballet lleno de gracia, fluidez y armonía sincronizado a la perfección en la coreografía creada por la mano maestra de la naturaleza. Karl oyó el sonido de sus propios quejidos de placer a medida que el clímax se acercaba. Anna dejó escapar un inaudible grito y Karl dejó de moverse, desfalleciente.
– No… no… -exclamó Anna.
Karl retrocedió, asustado. La joven lo atrajo hacia ella.
– ¿Qué sucede, Anna?
– Es bueno… por favor.
Anna le dijo, en un lenguaje viejo como los siglos, que se aflojara, hasta que el tiempo, el tono y el ritmo llegaron a lo más profundo de ella, dándole sentido a su existencia. Y junto con su ir y venir, Karl también se estremeció y se derrumbó, y bajó la cabeza hasta enterrarla, exhausto, en el cuello de Anna.
Ella lo retuvo allí, acariciando, con vehemencia, el pelo húmedo detrás de la nuca, preguntándose si estaría bien llorar, si era algo que le estaba permitido. Pues el pecho estaba a punto de estallarle. Sintió un cosquilleo en la nariz y se le llenaron las glándulas salivales. Luego, horrorizada, estalló en un único sollozo desgarrador que repercutió en el granero y alarmó a Karl.
– ¡Anna! -exclamó, temeroso de haberla dañado, sin querer. Se dejó caer de su lado arrastrando a Anna consigo. Pero ella desvió la cabeza con fuerza y se cubrió los ojos con un brazo- ¿Qué es, Anna? ¿Qué te hice? -Apenado, se apartó y acarició el brazo que ella sostenía sobre los ojos.
– Nada -dijo en un ahogo.
– ¿Por qué lloras entonces?
– No sé… no sé… -Realmente no lo sabía.
– ¿No sabes? -preguntó.
En silencio, sacudió la cabeza, incapaz de desvelar ese misterio ella misma.
– ¿Te lastimé?
– No… no.
Le acarició el pelo con esa mano enorme, sin saber qué hacer.
– Creí que… -Rogó-: Dime, Anna.
– Algo bueno sucedió, Karl. Algo que no esperaba.
– ¿Y eso te hace llorar?
– Soy una tonta.
– No… no, Anna… no digas eso.
– Pensé que no estarías contento conmigo.
– No, Anna, no. ¿Por qué piensas semejante cosa?
Pero no podía explicarle la verdadera razón. Increíblemente, no parecía haberse dado cuenta.
– Soy yo el que pensó que no había obrado bien. Todo el día pensé en eso, y me tenía preocupado. Y ahora sucedió y supimos cómo, Anna. Supimos. ¿No es increíble cómo sucedió? ¿Cómo supimos?
– Sí. Es increíble.
– Tu cuerpo, Anna, cómo estás hecha, cómo nos comunicamos. -La tocó con reverencia-. Es un milagro.
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