– Oh, Karl, ¿cómo llegaste a ser así? -Lo apretó contra ella casi con desesperación, como si hubiera amenazado con dejarla.
– ¿Cómo soy?
– Eres… no sé… estás tan lleno de asombro ante todo. Las cosas significan tanto para ti… Es como si siempre buscaras el lado bueno de las cosas.
– ¿Acaso no buscas tú el lado bueno, también? ¿No esperabas que esto fuera bueno?
– No como tú, no creo, Karl. Mi vida no tenía mucho de bueno hasta que te encontré. Eres la primera cosa buena y verdadera que me ha ocurrido, excepto James.
– Eso me hace feliz. Me has hecho feliz, Anna. Todo es mucho mejor desde que estás aquí. Pensar que nunca tendré que estar solo otra vez…
Luego exhaló un suspiro, un suspiro profundo de satisfacción, y escondió la cara en el cuello de la joven, una vez más. Se quedaron en silencio por un tiempo para prolongar el goce. Anna tocó el brazo que Karl había apoyado sobre ella, perezosamente, y acarició el vello a pelo y contrapelo. Karl dejó un pie sobre el tobillo de Anna para retenerla. Empezaron a hablar en forma ociosa, desde cualquier lugar donde las bocas se encontraran: el mentón, la nuca, el pecho del otro.
– Creí que moriría antes de acabar el día.
– ¿Tú también, Anna?
– Mmmm. Yo también. ¿Tú también?
– Me preocupaba por las cosas más insólitas.
– Yo no sabía si tenía que mirarte o ignorarte.
– A mí me preocupaban esas chalas, todo el día.
– ¿De verdad?
Karl asintió con la cabeza y ella se rió con dulzura.
– ¿Y a ti no?
Anna volvió a reírse.
– No sé que habría hecho si no hubieras querido salir.
– Me sentí tan aliviada cuando me lo pediste.
– Me apuraré en terminar la cabaña de troncos, entonces James tendrá un lugar para él.
Se quedaron en silencio, pensando en ello. Enseguida Anna preguntó:
– Karl, ¿sabes algo?
– ¿Qué?
– Mentiste esta noche.
– ¿Yo?
– Le dijiste a James que saldríamos a dar un paseo. Una vez dijiste: “No hay nada que convierta a Karl Lindstrom en un mentiroso”. Pero no fue así.
– Puede ocurrir otra vez -advirtió Karl.
Y realmente ocurrió.
Capítulo 12
En el instante mismo en que abrió los ojos, James se dio cuenta de que todo andaba bien entre Anna y Karl. Por empezar, hoy era el primer día en que Karl no se había levantado antes que Anna e ido afuera, para que ella dejara la cama, se lavara y se vistiera sin sentirse incómoda. Cuando James abrió los ojos y se estiró para mirar por encima del hombro, descubrió que su hermana y su cuñado estaban todavía arropados en la cama. A James le pareció oír murmullos y risitas. El chico se sintió rodeado de una agradable sensación de seguridad. Todo resultaba terrible cuando las relaciones entre Karl y Anna estaban tirantes. Pero hoy, James lo intuía, hoy sería uno de esos días buenos que a él tanto le gustaban.
Karl estaba en ese momento acostado cara a cara con su esposa y la sujetaba por los dos pechos.
– Los dos juntos ni siquiera llenan una mano -susurró Karl.
– No pareció importarte ayer a la noche -le devolvió Anna con otro susurro.
– ¿Dije acaso que me importaba?
Anna murmuró, imitando un pesado acento sueco:
– Si tú quierres una sposa que tenca peshos como svandías, tendrás que recresar a Svecia. Ésta sólo tiene dos pequeños frutillos.
Karl tuvo que esconder la cara para ahogar la risa; se sumergió, entonces, en sus dos pequeños peshos.
– Pero, Anna, te dije que las frutillas eran mis favoritas -dijo apenas pudo.
– ¡Nu mi engañas! ¡Te conuzco!
– Un hombre no puede evitar tener una favorita.
– Sí, favorita dice que esto es engañu. Este hombre debería recordar que si no tuviera las manos como platus soperus, estarían llenus ahora.
Karl se sintió sacudido por otro ataque de risa. Debajo de las manos, percibió que los pechos de Anna también se sacudían.
– Y si no estuvieras ocupada haciéndote la graciosa con tu marido, tendrías las manos llenas. -Capturó la pequeña mano y la puso sobre sus genitales.
– Sí, seguru -dijo Anna, perfeccionando su acento sueco-. Es un tunto, como dije. A plenu sol y su cuñado en el pisu, se duspierta como un pepinu maduro.
Esta vez no pudieron ocultar la risa. Lanzaron sonoras carcajadas mientras Karl encerraba a Anna en esos brazos poderosos, y ambos se revolcaban en la cama, desbordantes de alegría.
– ¿Qué están haciendo ustedes dos, ahí? -preguntó James desde el piso.
– Estamos hablando de horticultura -contestó Karl.
– ¿Tan temprano en la mañana? -A James no lo engañaban. Sabía que las cosas marcharían a las maravillas desde ahora en adelante.
– Sí, le estaba diciendo a Anna cuánto me gustan las frutillas, y ella me decía cuánto le gustaba el pe… -Anna le tapó la boca con las manos y ahogó el resto de la palabra.
James siguió escuchando más risitas y las chalas sonaron como nunca acompañadas por ruidos y protestas en esta jocosa batalla. Pero James, con sabia prudencia, se mantuvo de espalda a la cama mientras se levantaba y salía para lavarse. Tenía dibujada una sonrisa de oreja a oreja.
Karl tenía razón; los indios aparecieron en el claro antes del desayuno, y miraron el horno ansiosamente. Gracias a Dios eran nada más que tres esta vez, de modo que había que compartir sólo una hogaza de pan. Karl llevó su hacha afuera. Anna, James y los tres visitantes observaron cómo Karl abría la tapa del horno a golpes. Las catorce hogazas estaban doradas y todavía tibias.
– Tonka Squaw cocinar buen pan -le dijo Dos Cuernos cuando lo probó.
– Dos Cuernos caza buenos faisanes -le devolvió Anna.
Y con estas palabras hicieron las paces. Karl no consideró necesario aclarar quién había cocinado el pan. En cambio permitió que Anna disfrutara de la admiración que los indios le demostraban. Para ellos siempre sería Tonka Squaw, Gran Mujer, y Karl estaba orgulloso de que ella se ganara ese título honorable. Ahora que Anna entendía su importancia, se sentía más afín con ellos.
A la joven le resultaba extraño que Karl hubiera dicho que, a pesar de su amistad, los indios robarían alimentos, si no se dejaba la casa protegida. Pero, así como los indios no creían que nadie fuera dueño de los pájaros del aire, tampoco creían que nadie fuera dueño del trigo de la tierra. Si querían pan blanco, venían y lo tomaban. Si querían papas blancas, venían y las tomaban. Pero su sentido del honor los mantendría alejados del lugar, si vieran que la puerta estaba asegurada con el leño atravesado.
El desayuno con los indios hizo que esa mañana el trabajo comenzara más tarde, pero no importaba. Los tres estaban de buen humor porque ese día empezaban a hachear los leños y no había nada, en ese momento, que pudiera excitarlos más. Anna estaba radiante. Karl, lleno de bríos. James, ansioso. Con el trabajo de todos, ese día, las paredes de la cabaña comenzaron a levantarse.
Karl trajo su azuela muy bien afilada y comenzó a desbastar, en tanto les explicaba ese arte, que a Anna y a James les pareció muy peligroso. De pie sobre un tronco de alerce, Karl daba golpes cortos que rozaban la punta de sus botas. Anna estaba aterrada al ver que, con cada movimiento, el filo mordía la madera debajo de sus botas. Karl se adelantaba apenas unos siete centímetros después de cada golpe, haciéndose camino a lo largo del tronco y dejando atrás una superficie cremosa y plana.
– Karl, te vas a lastimar -lo reconvino.
– ¿Te parece? -preguntó. Dio una ojeada a la madera ya trabajada y levantó la punta de la bota-. Un verdadero leñador es capaz de partir la suela de su bota en dos capas sin tocar ni la madera debajo de ella ni los dedos adentro de la bota. ¿Te lo muestro?
– ¡No! -aulló Anna-. ¡Tú y tu orgullo de leñador…!
– Pero es así, Anna.
– No me importa. Te prefiero con diez dedos y no con un premio por partir suelas.
– A tu hermana le gustan mis dedos, así que no puedo demostrarle que no corren peligro. -Luego, dirigiéndose a Anna, dijo-: Ven, ayúdanos a James y a mí a hacer rodar este leño.
Los tres se esforzaron, usando cuerdas con las que dieron vuelta el tronco sobre la superficie plana para que Karl pudiera desbastarlo en la parte superior. Luego, con no más de seis diestros golpes, cortó media hendedura de forma rectangular a unos veinte centímetros del extremo del madero. Hizo lo mismo en el otro extremo, y los tres aunaron esfuerzos para levantarlo y colocarlo sobre la base. Todo encajaba perfectamente.
Durante esos días, a medida que las paredes crecían, Karl hacía alusiones sexuales hasta con el ajuste de las hendeduras. Eran días de trabajo abrumador, de ropa mojada por la transpiración, de músculos calientes y doloridos, pero de satisfacción.
Para Karl todo era fuente de satisfacción. Ya fuera cuando le enseñaba a James el modo correcto de hundir en la muesca la parte roma del cotillo del hacha para poder afilarla, o de medir las distancias entre las hendeduras en largos de hacha, o de encajar el nuevo tronco en el anterior, o cuando se detenían a beber agua de la fuente. Para Karl, vivir la vida era algo muy preciado. En todo lo que hacía, transmitía lo más importante de las lecciones: la vida no debe ser desperdiciada. Cada persona obtenía de la vida lo que había dado. La más ardua de las tareas, realizada con entusiasmo, ofrecería incontables gratificaciones.
Una vez levantada una nueva hilera de troncos, Karl se trepaba sobre la pared, bien alto encima de sus cabezas, daba un golpe sonoro y les decía:
– ¡Será una casa magnífica! ¿Se dan cuenta de lo derechos que están los alerces?
Transpirado, con el pelo pegoteado a los lados de la cabeza, los músculos calientes y temblando por el gran esfuerzo de ubicar el leño justo en el sitio correcto, encontraba la gloria en esta tarea honorable.
Debajo de Karl, Anna levantaba los ojos, protegiéndose del resplandor con un brazo, cansada más allá de todo límite que pudiera imaginarse, dispuesta, sin embargo, a ayudar a subir otro tronco, sabiendo que una vez más logrado el esfuerzo, tendría el pecho henchido de satisfacción, esa gloriosa satisfacción que sólo Karl le había enseñado a sentir.
Un día, desde ahí abajo, le gritó a su esposo:
– ¡Esto es algo magnífico, lo admito, pero pienso que se trata de una jaula magnífica!
En realidad, se veía como una jaula. A pesar de que las muescas en la madera eran profundas, había aberturas entre los troncos. Anna sabía muy bien que las cabañas se construían así, pero las bromas de Karl eran contagiosas y habían prendido en ella.
– ¡Yo conozco a un pajarito a quien meteré allí adentro y alimentaré hasta que engorde!
– ¿Como a una gallina para la feria?
– ¡Oh, no! Esta gallina no se vende.
– ¡De cualquier modo, si quieres engordarla dentro de la jaula, tendrás un gran problema ya que te olvidaste de la puerta!
Karl rió con ganas, la cabeza levantada hacia el cielo azul, donde el sol la atrapó con sus rayos.
– Es una gallinita muy inteligente por haber advertido una cosa así, y yo, un sueco muy tonto por haberme olvidado de construir la puerta.
– ¡O las ventanas!
– O las ventanas -reconoció Karl, siguiendo el juego-. Tendrás que mirar afuera por entre los troncos.
– ¿Cómo puedo mirar afuera, si no logro meterme adentro?
– Tendrás que encaramarte en lo alto, supongo.
– ¡Algo muy fácil en una casa sin techo!
– ¿La gallinita quiere probar?
– ¿Probar, qué?
– ¿Probar la jaula?
– ¿Quieres decir entrar?
– Eso, entrar.
– Pero, ¿cómo?
– Sube aquí, mi flacucho polluelo, y te mostraré cómo.
– ¿Subir allí? -Se veía muy alto desde donde Anna estaba.
– Tuve que verte todo el tiempo con esos horribles pantalones; será la primera vez que aprecie sus ventajas. No tendrás dificultad en treparte por las paredes. Ven.
Anna no era de las que se achicaban ante un desafío. ¡Y allí fue! Apoyando una mano arriba de la otra, un pie arriba del otro.
– ¡Ten cuidado! ¡Las gallinas no saben volar!
Subió doce troncos y Karl la agarró de la mano para ayudarla a pasar una pierna por arriba de la pared. Por supuesto, pasó la pierna por detrás en vez de pasarla por delante de su cuerpo y estuvo a punto de voltear a su esposo. Pero Karl se deslizó rápidamente hacia atrás y Anna logró subir a salvo. ¡El mundo se veía magnífico desde esa altura! Podía distinguir las perfectas hileras de vegetales en la huerta. El trigo se extendía como un mar verde y ondulante debajo de ella. ¡Qué anchas parecían las espaldas de Bill y de Belle! No se las imaginaba así. En el techo de la casa, contra la chimenea, había un nido de ardillas. ¡Y el camino que salía del claro era tan angosto y sombreado!
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