Lo único que lo preocupaba era que fuera irlandesa. Había oído decir que los irlandeses se irritaban con facilidad. Donde ellos vivirían, tan lejos de los demás, teniéndose sólo el uno al otro, buen arreglo resultaría si ella mostraba tener mal genio. Él, por ser sueco, era un tipo amable, por lo menos eso creía. No consideraba que su carácter pudiera disgustar a ninguna mujer, aunque a veces, mirándose al espejo, pensaba que su cara sí lo haría. Le había dicho a Anna que su cara no era para asustar a nadie, pero cuanto más se acercaba el momento del encuentro, más le temía. A pesar de todo, tenía la certeza de que a ella le encantaría el lugar.

Pensó en sus tierras, muy extensas, mucho más que en Suecia. Pensó en su yunta de caballos, algo raro en este lugar donde todo el mundo tenía bueyes que costaban doscientos dólares menos que su hermoso par de percherones. Los había bautizado con dos de los nombres más americanos -Belle y Bill- en honor a su nueva patria adoptiva. Pensó en su casa de adobe, que había limpiado tan meticulosamente antes de salir, y en la casa de troncos, ya empezada. Pensó en sus campos de trigo, que maduraban a pleno sol y que sólo dos años atrás eran pura selva. Pensó en su manantial, su arroyo, su estanque, sus arces, sus alerces. Y a pesar de que le daba poca importancia a su persona o a su apariencia, se dijo: “Sí, tengo mucho que ofrecerle a una mujer. Soy un hombre rico”.

Pero soñaba con tener más.

Sacó las cartas de Anna del profundo bolsillo de sus pantalones y volvió a estudiar la letra con gran orgullo, pensando qué afortunado era por haber conseguido una mujer educada. ¿Cuántos hombres podían decir lo mismo? Aquí, un hombre era afortunado en tener cualquier mujer, ni hablar de que fuera educada. Pero su Anna había aprendido sus primeras letras en Boston; por lo tanto, podría algún día enseñarles a sus hijos. Al tocar el tosco papel sobre el que ella había escrito, y pensar que había pasado por sus manos -esas manos que él nunca había visto- y en los niños que alguna vez tendrían juntos, se le hizo un nudo en la garganta. Al pensar que nunca más tendría sólo a sus animales a quienes hablar, sólo su propio calor en la cama por la noche, sintió que el corazón se le salía del pecho.

“Anna”, pensó, “mi pequeña Anna, rubia como el whisky. ¡Cuánto esperé por ti!”


Anna se atrevió a espiar un poco por entre los hombros de los carreros mestizos, antes de esconderse detrás de ellos, secarse las palmas de las manos en su vestido de segunda mano y decirle a James que le avisara cuando le pareciera ver el almacén.

– ¡Lo veo! -gritó James, estirando el cuello mientras Anna trataba de desaparecer dentro de la carreta.

– ¡Oh, no! -se lamentó en un susurro.

– ¡Hay alguien afuera! -dijo James, excitado.

– ¿Es él? ¿Piensas que es él? -murmuró Anna, nerviosa.

– Todavía no lo sé, pero mira hacia aquí.

– James, ¿estoy bien?

James miró el llamativo vestido azul con falda de volantes fruncidos. No le gustaba demasiado. Dejaba ver una buena parte de sus pechos, aunque Anna había tratado en lo posible de ajustar el escote con unas pinzas para que quedara más decente. Pero el muchacho contestó:

– Estás bien, Anna.

– Me gustaría tener un sombrero -dijo Anna, pensativa. Se alisó distraídamente sus rizos rebeldes, con lo que consiguió que ese defecto se hiciera más obvio.

– Tal vez te compre uno. Él lleva uno puesto. Es una gorra pequeña y rara; parece una fuente de pasteles.

– ¿Qué… qué más? ¿Cómo… cómo es él?

– Corpulento, pero no puedo ver bien. Tengo el sol de frente.

Anna cerró los ojos. Sostuvo las manos apretadas entre las rodillas y deseó saber rezar. Se hamacó de adelante hacia atrás; luego, con decisión, volvió a abrir los ojos e inhaló profundamente sin poder evitar un temblor en el estómago.

– Dime cómo es apenas puedas distinguirlo mejor -murmuró. Uno de los mestizos escuchó el murmullo y se volvió, curioso- ¡Siga conduciendo! -dijo ella de mal humor, haciendo un gesto impaciente con la mano, y él volvió la mirada al frente, riendo entre dientes.

– ¡Ya lo veo! -exclamó James-. Es corpulento, usa camisa blanca y breeches oscuros metidos dentro de las botas y…

– No, ¡su cara! ¿Cómo es su cara?

– Bueno, no puedo ver desde acá. ¿Por qué no miras tú misma?

Entonces, también James se sentó para que no lo pescaran mirando cuando se detuvieran.

En el último minuto, Anna le advirtió:

– Recuerda, no digas quién eres hasta que yo haya tenido la oportunidad de hablar con él. Trataré de que se acostumbre un poco a mí antes de que tenga que acostumbrarse a ti.

Se sacudió la falda, miró luego su pecho y apoyó allí una mano temblorosa, esperando que él no notara la porción de piel que quedó al descubierto cuando se había cambiado de vestido.

James tragó con dificultad, haciendo resaltar la nuez de Adán en su cuello joven y flacucho.

– Buena suerte, Anna -dijo, pero su voz se quebró como le ocurría con frecuencia últimamente. Por lo general, estos falsetes inesperados los hacían reír, pero en este momento ninguno de los dos se rió.

Cuando la carreta se acercó, Lindstrom se preguntó, de pronto, qué hacer con sus manos. ¿Qué pensaría ella de esas manos grandes y torpes? Las metió en el bolsillo, palpó sus cartas y aprisionó una de ellas como si fuera una tabla de salvación. Sintió los oídos invadidos por el sonido que hizo al tragar saliva. Ya podía ver con claridad a los dos conductores. Detrás de ellos, otras dos cabezas se sacudían, y Karl fijó la mirada en una de ellas, tratando de distinguir el color del pelo.

“Un hombre”, pensó, “no puede aparecer temblando de miedo cuando viene al encuentro de su mujer. ¿Qué va a decir si ve mi temor? Espera, con seguridad, que un alce como yo demuestre que sabe lo que está haciendo. Que esté seguro de sí mismo. ¡Cálmate, Karl!” Pero el temblor en sus entrañas no era fácil de parar.

La carreta aminoró la marcha y se detuvo. Los indios aseguraron las riendas y Anna oyó una voz profunda que decía:

– Llegaron bien en hora. ¿Tuvieron un buen viaje?

La voz tenía la suave musicalidad del acento sueco.

– Bastante bueno -contestó uno de los carreros.

Unas pisadas se fueron acercando con lentitud a la parte trasera de la carreta, y apareció un gigante, rubio, enorme. En ese momento, Anna sintió que todo su cuerpo quería sonreír. Hubo un momento de infantil vacilación antes de que pudiera abrir apenas la boca. Una mano áspera se elevó lentamente para quitarse la pequeña gorra en forma de fuente, que le cubría el pelo, rubio como el trigo. Le tembló la nuez de Adán por un segundo pero siguió sin decir nada; sólo retorcía la gorra entre sus puños gigantes, los ojos siempre fijos en el rostro de la muchacha.

Anna sentía la lengua entumecida y tenía dificultad para tragar. El corazón quería salírsele del pecho.

– ¿Anna? -dijo él al fin, seduciéndola con esa pronunciación del Viejo Mundo que agregaba a su nombre un tono de ternura-. ¿Anna? -preguntó otra vez.

– Sí -logró contestar-. Soy Anna.

– Yo soy Karl -dijo simplemente, y elevó la mirada hasta su pelo. Y ella también buscó con los ojos el de él.

“Amarillo”, pensó Anna, “más amarillo imposible.” Durante todo este tiempo, sólo lo había imaginado. Ahora aquí estaba, era lo único con color en la imagen que se había forjado de él. Pero no le había hecho justicia. Era el más maravilloso tono de rubio que jamás hubiera visto en un hombre. Era sano y fuerte, con un pequeño ondulado en la nuca y alrededor del rostro, donde se le habían formado gotitas de transpiración.

Karl descubrió que el pelo de Anna era de verdad del color del buen whisky escocés, como cuando el sol lo hace resplandecer, iluminándolo hasta lo más profundo con rayos de siena. Suelto y con ondas rebeldes; sin trenzas suecas visibles.

Cuando dejó pasear la mirada sobre ella, Anna levantó la mano para acomodarse un rizo que le caía sobre la frente. ¡Qué mirada la de Karl! Anna hubiera deseado usar sombrero. De pronto, dejó caer la mano y se agarró la otra, al darse cuenta de lo que había estado haciendo: tocarse el pelo como asustada de que él la estuviera contemplando.

Una vez más sus ojos se encontraron: los de él, color del cielo de Minnesota; los de ella, como las vetas marrón oscuro de las ágatas que él, a menudo, arrancaba del suelo con su arado. Bajó la mirada hasta su boca. Se preguntó cómo sería cuando ella dejara de morderse el labio superior. Y justo entonces, el labio se liberó de los dientes y él pudo contemplar una hermosa boca curvada como una hoja, dulce pero seria.

Entonces, él sonrió un poco y ella esbozó una sonrisa temblorosa. Anna temía sonreír tanto como su apariencia lo merecía, pues él era el hombre más apuesto que jamás hubiera conocido. La nariz era recta y simétrica, con las aletas como mitades de corazón. Las mejillas eran grandes y cóncavas y le daban un aspecto juvenil y ansioso. La barbilla se hundía apenas, los labios -todavía entreabiertos, como si también él respirara con dificultad- estaban perfectamente dibujados y se arqueaban en la cresta y en las comisuras. Su piel retenía la riqueza de color que da el sol.

Con culpa, Anna bajó la mirada, pues percibió con cuánta libertad se había permitido recorrer su rostro.

Anna pensó: “No, su cara no es para asustar a nadie”. Y Karl pensó: “Sí, es mucho más que pasable”.

Por fin, Karl se aclaró la garganta y volvió a colocarse la pequeña gorra en la cabeza.

– Vamos, déjame ayudarte a bajar, Anna. Pásame tus cosas, primero.

Cuando estiró el brazo y Anna vio que llenaba todo el ancho de la manga blanca, se dio cuenta de lo fuerte que era.

La muchacha se volvió y extendió la mano por encima de James, quien todo este tiempo se había sentido como un intruso, a pesar de que ellos apenas habían hablado. Cuando Anna se incorporó, tenía los músculos rígidos y no le respondían después del largo viaje; temió que Karl la encontrara torpe y sin gracia. Sin embargo, él no pareció notar el tirón en la cadera, y extendió sus enormes manos para ayudarla a saltar sobre el borde de la carreta. Llevaba las mangas de la camisa arremangadas hasta el codo, dejando ver los grandes y fornidos antebrazos. Los hombros anchos hacían que la camisa le quedara tirante sobre la piel. Cuando Anna se apoyó sobre ellos, los encontró duros como rocas. Sin esfuerzo, él la ayudó a saltar, tomándola por la cintura con sus anchas manos.

“Tiene las manos tan grandes”, pensó Anna, y sintió un vacío en el estómago.

Karl vio que no tenía casi formas, y al acercarse, su sospecha se confirmó. ¡No tenía veinticinco años!

– Ha sido un viaje muy largo. Debes de estar cansada -dijo. Notó que, joven o no, era muy alta de verdad. La cabeza de la muchacha casi llegaba hasta la punta de su nariz.

– Sí -murmuró, sintiéndose estúpida al no ocurrírsele nada más, pero las manos de él seguían en su cintura y su calor pasaba a su cuerpo, mientras él actuaba como si se hubiera olvidado que la sostenía.

De repente, él apartó las manos.

– Bueno, esta noche no tendrás que dormir en una carreta. Estarás en una cama tibia y segura en la misión. -Después pensó: “¡Tonto! Pensará que es lo único que te preocupa, ¡la cama! Primero debes demostrar que te interesas por ella.”

– Éste es el almacén de Joe Morisette, del cual te hablé. Si necesitas algo, lo podemos conseguir aquí. Es mejor comprar ahora porque mañana saldremos temprano para mi casa.

Se volvió y caminó al lado de ella, observando cómo la punta de sus zapatos ensanchaba la falda de volantes. Usaba un vestido que no era de su agrado. Era brilloso, chillón, con escudetes en la zona del busto, como si hubiera sido hecho para una mujer mayor y de contextura más grande. Era algo raro, con demasiados frunces y un canesú pequeño, nada adecuado para un lugar como Minnesota.

Se le hizo evidente que lo usaba para parecer mayor. No podía tener más de dieciocho años, supuso, observándola con desconfianza mientras caminaba delante de él hacia el local. Parecía tener el busto camuflado dentro del llamativo corpiño, pero ¿qué sabía él de eso?

Cuando la joven entró en el negocio, él la vio de atrás por primera vez. No tenía formas. Oh, era alta, sí, pero demasiado flaca para su gusto. Pensó en las varas por las que trepaban las habas plantadas por su madre, y consideró que lo único que su Anna necesitaba era engordar un poco.

Morisette levantó la cabeza tan pronto como entraron, y exclamó, con un marcado acento francés:

– ¡Así que ya está aquí y el novio va a dejar ahora de pasearse nerviosamente y de tomar tanto whisky!

“Tienes una boca demasiado grande, Morisette”, pensó Karl. Pero cuando Anna se volvió con presteza y miró otra vez a Karl, lo vio rojo hasta las orejas. Había visto suficientes bebedores de whisky en Boston como para que el recuerdo le durara toda una vida. Lo último que deseaba era casarse con uno.