Mientras tanto, Karl también sufría noches de insomnio y días tortuosos. Cada vez acumulaba más evidencias en su mente en contra de Anna. Como era típico en él, no le dijo nada y continuó con el tema dándole vueltas en la cabeza; le otorgaba el beneficio de la duda. Pero terminó por considerar que lo que había sospechado era verdad. Había muchas coincidencias, cosas que nunca había asociado antes con la vida de Anna o con su madre. Karl se dio cuenta de que no podía seguir de esa manera, pues hasta su rostro comenzaba ya a mostrar los estragos de la falta de sueño y la preocupación. Tironeado entre el temor y la necesidad, debía conocer la verdad.
Anna estaba en el patio, fregando la ropa contra la tabla; otra vez se había puesto un par de pantalones de James. Karl apenas recordaba el vestido que usaba aquel día, cuando llegó en la carreta de provisiones de Long Prairie. Esa mañana, revisando el baúl, mientras Anna estaba en el patio, volvió a recordarlo.
La estaba estudiando ahora mientras ella trabajaba. El pelo le caía alrededor mientras fregaba. Oh, ese pelo del color del whisky, con el que había soñado tanto durante todos esos meses de espera solitaria… Hizo a un lado ese pensamiento y, silenciosamente, se puso detrás de su esposa.
– Anna, ¿quién es Saul? -le preguntó simplemente.
Vio cómo sus hombros se ponían rígidos y ella levantaba la cabeza, mientras movía las manos, nerviosa.
Anna sintió como si un puño gigante le hubiera aplastado el estómago. Se dio cuenta de que estaba aferrada a la tabla de lavar y se obligó a mover las manos otra vez, dejando caer la mirada hacia el fuentón.
– ¿Saul? -preguntó en un tono que quiso ser casual.
– ¿Quién es?
– Era uno… uno de los amigos de Barbara.
– James dice que se fijaba en ti.
– ¿James dijo eso?
Anna hundió el mentón en el pecho y fingió estar absorta en el lavado.
Karl se ubicó a su lado y la aferró del codo, haciendo que se volviera para ver su rostro.
El rostro de Anna se había vuelto color escarlata y el mentón le temblaba debajo de los labios entreabiertos. Su horrorizada y vacilante mirada se dirigió al primer botón de la camisa de Karl, pero fue atraída inexorablemente hacia los ojos obsesionados de su esposo.
– ¿Se fijaba en ti? -preguntó Karl, con voz extraña y dolorida.
– Dije que era amigo de Barbara y no mío.
– ¿Qué clase de amigo? El pulgar oprimió la piel suave de la joven.
– Sólo un amigo -dijo.
Desprendió su brazo de un tirón y se volvió hacia el fuentón.
Karl trató de hacer que lo mirara, inclinándose delante de ella, pero Anna se obstinó en no levantar los ojos y se sumergió nuevamente en su lavado con frenética energía.
– ¿Un amigo que los mandaba afuera a James y a ti cuando quería estar a solas con tu madre?
La misma punzada volvió a atravesarle los músculos del estómago.
– ¿James dijo eso?
– ¡Sí, dijo eso!
“¡Maldito seas, James! ¿Cómo pudiste?” Los dientes de Anna mordieron la suave piel del labio inferior interno a fin de parar el temblor.
– También dijo que le tenías miedo a ese Saul… que te producía escalofríos.
– ¡Ya lo creo! La piel se me erizaba cada vez que lo miraba.
Se puso a fregar violentamente ahora; las palabras de Karl traían a su memoria recuerdos sórdidos que le revolvían el estómago.
– ¿Entonces tú mandaste a James a dar un paseo en ese carruaje extravagante y te quedaste sola con ese hombre que te erizaba la piel? ¿Por qué?
No encontraba qué decir. ¿Qué podría decir? “Por favor, ayúdame, James… alguien, ayúdenme a hacerle entender.”
Pero Karl entendía demasiado bien. Con voz férrea, agregó:
– Dime por qué un hombre rico con un hermoso caballo de trote altivo y calesa de cuero rojo dejaría a un muchacho de trece años irse en su carruaje, cuando nunca antes ni siquiera había dejado al chico guardar el caballo en el establo.
A Anna le temblaban los párpados.
– ¿Cómo podría saberlo?
– ¿Sabrías, entonces, por qué la hermana de este muchacho no aprovechó la oportunidad de dar un paseo con él, cuando eso hubiera significado evitar al hombre que le erizaba la piel?
– Por favor, Karl…
Anna bajó los párpados. Pero esta vez Karl hizo que lo mirara de lleno en la cara.
– Anna, hombres ricos como ése no cortejan a costureras y a hijas huérfanas sin ningún motivo.
– ¡No me cortejaba!
Los ojos de Anna se abrieron repentinamente y sostuvo la mirada en actitud defensiva. Leyó la verdad en el rostro de Karl: él se sentía tan asqueado como ella.
Karl habló con resignación:
– No creo que te estuviera cortejando, un hombre de la edad de tu madre, esa madre a la que llamas solamente Barbara. ¿Por qué no le decías “mamá”, como cualquier otro chico?
No respondió.
– ¿Acaso no era una simple costurera? ¿Acaso no quería que hombres como Saul supieran que era madre de dos hijos? ¿Acaso era malo para su negocio que lo supieran?
Anna volvió a cerrar los párpados. No podía enfrentar esa cara honesta mientras Karl adivinaba su culpa.
– ¿Era costurera, Anna, o ésa es otra mentira?
Como ella no contestaba, él siguió:
– ¿Dónde conseguiste el dinero para el pasaje de James y su ropa nueva?
Anna tenía las mejillas ardientes y le dolía tanto el estómago, que pensó que vomitaría allí mismo. Karl le hundió los enormes dedos en las mejillas.
– ¿Qué clase de vestidos guardas allí, que no quieres que yo vea?
Mientras las lágrimas rodaban por las mejillas de Anna y mojaban los dedos de Karl, la última y la más terrible de las mentiras salía a la luz. Porque ahora era ya evidente que esas preguntas estaban contestadas. Y ya que estaban contestadas, no era necesario formularlas.
No obstante, Karl intentó otro dudoso comienzo:
– La primera noche que hicimos el amor, Anna…
Pero no pudo terminar de recorrer esa distancia que lo separaba de descubrir lo que no quería descubrir. Guardó silencio. Dejó caer la mano que aferraba las mejillas, se volvió y cruzó a grandes pasos el camino hasta el establo, donde James estaba hoy trabajando con las pezuñas de Belle.
Cuando Karl entró, precipitadamente, James lo miró, esperando tal vez un elogio. En cambio, Karl le dijo con hosquedad:
– Muchacho, necesito que me digas la verdad.
James levantó los ojos de la pata tosca que tenía sobre los muslos.
– ¿Tu madre era costurera?
La lima quedó colgando, inútil, de la mano del muchacho. Tenía los ojos muy abiertos.
– No… señor -susurró.
– ¿Sabes qué hacía para ganarse la vida?
La pregunta salió disparada como la descarga de un fusil.
James tragó saliva. La pata de Belle cayó con ruido al piso.
– Sí… sí, señor -susurró otra vez y bajó la mirada hasta los pies de Karl.
Karl no podía ni necesitaba preguntar más. ¿Cómo podía forzar a este alegre muchacho de trece años a identificar a su madre con una prostituta y mucho menos a su hermana, a quien James amaba mucho más de lo que había amado a su madre?
La voz de Karl se hizo más tierna.
– Eso es todo, muchacho. Esa pezuña está muy pareja. Desde aquí puedo ver que tiene el mismo ángulo que la cuartilla. Cuando termines con Belle, puedes sacarla a buscar forraje por un rato. Será un premio por haberse quedado tan quieta contigo.
– Sí… sí, señor.
Pero las palabras fueron apenas balbuceadas. James seguía con la mirada fija en el piso.
Anna se movió el resto del día en medio de una confusión de emociones. Primero evitó los ojos de Karl, luego trató de pescar su mirada pero se dio cuenta de que él no se dignaba mirarla. En la intimidad de la cabaña, el deliberado rechazo se hizo más evidente, pues Karl evitaba hasta el más leve roce de la ropa entre los dos. Se aborrecía por haberlo desilusionado.
Cuando cayó la noche, la angustia la había invadido totalmente, y había matado la poca confianza en sí misma que había ganado paso a paso durante ese corto período como esposa de Karl.
Esa noche, cuando el peso de Karl se sumó al suyo sobre las chalas, no se oyó un solo crujido. Karl yacía de espaldas, rígido. Después de lo que pareció una eternidad, cruzó las manos debajo de la cabeza. El codo rozó el pelo de Anna y ella sintió cómo Karl se movía cuidadosamente para evitar el menor contacto.
Luego de permanecer a su lado de esa forma rígida todo lo que pudo, Anna se dio cuenta de que uno de los dos debía dar el primer paso para la reconciliación. Juntando coraje, se volvió y apoyó la palma, suplicante, sobre el lado interno de los bíceps de Karl.
Como si el contacto fuera algo sucio, Karl se apartó de un salto y giró el cuerpo hacia el otro lado, dejándola abatida, con un nudo en la garganta y los ojos inundados de lágrimas.
“Oh, Dios, Dios mío, ¿qué hice? Karl, Karl, vuélvete hacia mí. Deja que te muestre cuánto lo siento. Déjame sentir tus fuertes brazos alrededor de mi cuerpo, perdóname. Por favor, amor, seamos como antes.”
Pero este distanciamiento fue total. No lo sufrió sólo esa noche sino durante los días y las noches que siguieron. Lo sufrió con un resignado silencio, sabiendo que merecía ese dolor. Si los días eran una tortura, las noches eran aún peor; la oscuridad le recordaba su anterior intimidad, la alegría que habían depositado y encontrado en esa unión, la pasión perdida, perdida para siempre… para siempre…
James sabía que habían pasado muchas noches desde el último paseo nocturno de Anna y Karl; se sorprendió, entonces, al sentir el ruido de la puerta, después de que se hubieron acostado. Luego se dio cuenta de que era sólo Karl quien había salido. Anna estaba allí; se dio vuelta en la cama y suspiró.
Con el corazón dolido por haber causado todo esto, James pensó que, quizá, podría resolver la cuestión. Si saliera a explicarle a Karl que no era culpa de ellos lo que su madre había sido, que Anna odiaba todo eso, que le había jurado que él tendría una vida mejor; tal vez, entonces, Karl no se sentiría tan mal.
James se puso los pantalones aprisa y salió. Cruzó el claro hacia el establo, pero una vez adentro, se acordó de que los caballos estaban afuera, donde él mismo los había dejado esa tarde. Estaba seguro de que Karl estaba con los caballos.
Tenía razón. Aun desde allí, pudo distinguir el perfil de Karl, al lado de uno de los animales. Cuando se acercó sigilosamente, vio que se trataba de Bill. La luz de la Luna destacaba las marcas en la frente de Bill y la blancura del pelo de Karl en la noche. James pudo ver cómo Karl tenía la cara enterrada en el cuello del caballo y los dos puños aferrados a las ásperas crines.
Antes de que Karl notara su presencia, James oyó los sollozos ahogados contra el caballo, en medio de la noche. Nunca había visto llorar a un hombre. No sabía que los hombres lloraban. Pensó que él era el único niño en el mundo que había llorado alguna vez. Pero ahora allí estaba Karl delante de él; este hombre al que amaba tanto como a su hermana, o más, este hombre lloraba desconsolada, patéticamente, aferrado a las crines de Bill.
El sonido de su llanto destrozó la burbuja de seguridad que protegía a James cada vez más desde que vino a vivir al único hogar que había conocido. Temeroso, sin saber qué hacer, se volvió y corrió hacia la casa, hacia su jergón en el piso; se tiró allí con el corazón martillándole en el pecho, tragándose las lágrimas que también él quería derramar, esperando oír los pasos tranquilizadores de Karl, que volvía a la cama con Anna. Pero James no lloró. No lloró. Alguien, en ese lugar, no debía llorar.
Capítulo 14
Anna y James comenzaron a rellenar las paredes. Hacían un viaje tras otro hasta el depósito de arcilla para traer material que luego mezclaban con pasto seco de la pradera. Con esto tapaban los espacios entre los troncos. El “mal de la pradera” que afectaba a los hermanos había empeorado. Karl, mientras tanto, seguía trabajando en el techo, empleando ramas de sauce más pequeñas para la primera capa. Estas se unían a la cumbrera mediante agujeros practicados con un taladro y se las fijaba con trozos de árboles jóvenes.
Desde que Karl había hecho las primeras preguntas acerca de Saul, ya no había bromas a la hora de acostarse para romper la monotonía y aligerar la carga de esos días de duro trabajo. James, consciente del distanciamiento entre su hermana y su cuñado, sufría las consecuencias tanto como ellos. Yacía en el jergón, esperando oír el sonido de sus cuchicheos, su risa suave y hasta el crujido de las chalas, temblando en secreto.
Desde su lugar al lado de Karl, Anna lo sentía darse vuelta mientras simulaba estar dormida. Se quedaba esperando las lágrimas, que venían todas las noches a hacerle compañía junto con los sollozos; pero las tragaba y las sofocaba hasta que la respiración de Karl se hacía profunda y pareja. Sólo entonces las lágrimas rodaban por su rostro y se le acumulaban en las orejas antes de mojar la funda, hasta que, en medio de la desesperación, se volvía y enterraba la cara en la almohada, dejando escapar los sollozos contenidos.
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