¡Clac!, sonaba el hacha de Karl.
¡Cloc!, venía la respuesta.
¡Clac!
¡Cloc!
¡Clac!
¡Cloc!
Esta conversación sin palabras continuaba, y Karl trabajaba ahora con una sonrisa en los labios. Cuando dio un paso atrás para observar la caída a plomo del cedro, Anna se sintió tan deslumbrada como la primera vez que había presenciado ese espectáculo.
La ansiedad de Karl le llegaba también a Anna. Cuando el atronador silencio explotó en sus oídos, los ojos del hombre se sintieron atraídos hacia la joven, como siempre. La encontró radiante en medio del fragante silencio, y no pudo evitar devolverle la sonrisa.
El hacha del otro leñador quebró ese silencio.
– ¡Oyó! -exclamó James.
– Toma la canasta y recoge los trozos del cedro -dijo Karl-, mientras yo limpio el árbol. Los trozos de cedro son buenos para ahuyentar a las chinches. Algunos en el baúl mantendrán a las polillas alejadas. ¡Apúrate!
Nunca, desde que conoció a Karl, lo había visto apurarse. Pero ahora también Anna se apuraba.
Mientras ella recogía los trozos, Karl volvió a sorprenderla al sugerirle:
– Prueba chupar una ramita.
Lo hizo, y también James.
– ¡Es dulce! -exclamó Anna, admirada.
– Sí, muy dulce -asintió Karl. Pero estaba pensando en el dulce sonido del hacha lejana.
No les dio mucho trabajo encontrar el origen del sonido. Descubrieron un nuevo sendero que el avellano había ocultado de su vista cuando pasaron por ahí esa malsana temprano. Ahora se hizo claramente visible, al aproximarse desde otra dirección. Conducidos ambos por el sonido del hacha, se fueron aproximando, atraídos como el metal a un imán.
Y así fue como dieron con un sólido hombre de edad madura, que trabajaba con los alerces a lo largo del nuevo sendero despoblado de árboles. Detuvieron la carreta, mientras el hombre dejaba deslizar el cotillo del hacha por la mano, tal como hacía Karl cuando dejaba de hachar. Llevaba puesto un gorro de lana similar al de Karl. Luego, al ver a Anna, se lo quitó y se acercó a la carreta.
Karl descendió solo y extendió la mano mientras se acercaba al hombre.
– Oí su hacha.
– ¡Sí, yo oí la suya!
Las dos enormes manos se encontraron. “¡Sueco!”, pensó Karl. “¡Sueco!”, pensó Olaf Johanson.
– Soy Karl Lindstrom.
– Y yo soy Olaf Johanson.
– Vivo a unos seis o siete kilómetros, subiendo por este camino.
– Yo vivo a unos quinientos metros de este camino.
Anna observó con asombro cómo los dos se saludaban sin poder creer que fuera posible encontrarse con otro sueco tan cerca. Se rieron los dos, sacudiendo esas enormes manos de leñadores de un modo tal, que despertó en Anna una sensación de felicidad, pues sabía cuánto extrañaba Karl a sus compatriotas.
– ¿Usted está viviendo en este lugar? -preguntó Karl.
– Sí, con toda mi familia.
– Se oyen otras hachas. -Karl miró en dirección al sonido.
– Sí. Yo y mis muchachos estamos derribando árboles para hacer la cabaña.
El acento sueco de Johanson era más marcado que el de Karl.
– Nosotros también estamos haciendo nuestra cabaña. Ésta… ésta es mi familia. -Karl se volvió hacia la carreta-. Ésta es mi esposa, Anna, y su hermano, James.
Olaf Johanson los saludó con un movimiento de la cabeza y se acercó a estrecharles la mano antes de volver a encasquetarse el gorro de lana.
– ¡Oh, mi Katrene estará feliz de verlos! Ella y nuestras niñas, Kerstin y Nedda, me decían: “¿Y si no tenemos ni vecinos ni amigos?”. Las tres piensan que se morirán de soledad. ¿Cómo puede alguien morirse de soledad en una familia tan grande como la nuestra? -terminó con una risita.
– ¿Tiene una familia grande de verdad? -preguntó Karl.
– Sí. Tengo tres muchachos grandes y dos hijas, tal vez no tan grandes, pero lindas y corpulentas. Necesitaremos una cabaña grande, de eso estoy seguro.
Karl se rió, contento con las novedades.
– Vengan. Tienen que conocer a Katrene y a los chicos. ¡No se imaginan la sorpresa que llevo a casa para la cena!
– Venga en nuestra carreta.
– ¡Seguro! -asintió Johanson, y trepó sobre la carga de cedro-. ¡Esperen a que los vean! ¡Pensarán que están soñando! Karl volvió a reír.
– Derribamos un cedro para las tejas, pero creo que lo sacamos de sus tierras. No sabía que se habían establecido aquí, o les hubiera pedido permiso.
– ¿Qué importancia tiene un cedro entre vecinos? -exclamó Olaf con voz de trueno-. ¿Qué significa un cedro entre tanta abundancia? -Señaló con la mano hacia el bosque.
– Es una buena tierra, esta Minnesota. Es muy parecida a Suecia.
– Creo que es mejor todavía. Jamás he visto alerces semejantes.
– Con ellos, las paredes salen derechas -asintió Karl.
Cuando llegaron al estrecho claro donde las hachas seguían sonando, los dos hombres estaban en la gloria.
Había allí una carreta cubierta con una lona, y clara evidencia de que la familia había estado viviendo en condiciones difíciles desde que llegó. Se veían enseres domésticos desparramados alrededor del fuego al aire libre, muebles en desuso, a la intemperie, corrales improvisados que encerraban una variedad de animales. Había baúles, y ropa de cama y prendas de vestir que se ventilaban, extendidas sobre la tierra, colgadas en las ruedas de la carreta o dispersas por los arbustos.
Una mujer estaba revolviendo algo en una olla que colgaba de un trípode sobre el fuego. Otra estaba bajando de la parte trasera de la carreta cubierta con la lona. Una chica de la edad de James estaba seleccionando arándanos. En el borde del claro, se veían tres anchas espaldas que se movían al ritmo de las hachas. Todo el mundo paró lo que estaba haciendo, de inmediato. Olaf llamó al grupo con voces y gestos, y todos acudieron desde los diferentes lugares y rodearon la carreta cuando ésta se detuvo.
– ¡Katrene, mira lo que te encontré! -vociferó Olaf, mientras saltaba por la parte posterior de la carreta-. ¡Vecinos!
– ¡Vecinos! -exclamó la mujer, secándose las manos en el delantal llenos de adornos.
– ¡Vecinos suecos! -vociferó Olaf una vez más, como si fuera responsable de la existencia de esa nacionalidad.
En realidad, el claro se llenó de suecos. Todo el mundo parecía estar parloteando al mismo tiempo. Todos menos Anna y James, a decir verdad. Por fin, Karl se desprendió de los calurosos apretones de mano para ayudar a Anna a descender.
– Ésta es mi esposa, Anna -dijo-, pero no habla sueco.
Las voces sonaron como un lamento.
– Y éste es su hermano, James.
Sin lugar a dudas, eran bienvenidos, pero Anna se sintió molesta por el modo en que todos se largaron a hablar en ese idioma extranjero que ella desconocía. A Anna y a James les hablaban en inglés.
– Se quedarán aquí y comerán con nosotros. ¡Hay suficiente para todos!
– Gracias -contestó Anna.
Olaf presentó a toda su prole, desde el mayor hasta el más pequeño. Katrene, su esposa, era una mujer robusta que acompañaba todo lo que decía con una risa alegre. Se parecía mucho a la imagen que Anna se había hecho de la madre de Karl, según sus descripciones. La alegre Katrene tenía trenzas, delantal, mejillas como manzanas y ojos danzarines que jamás se ensombrecían.
Erik, el hijo mayor, parecía tener la edad de Karl. En realidad, se parecía a Karl en muchos aspectos pero era más bajo y no tan buen mozo.
Kerstin, la hija mayor, fue la siguiente. Era una réplica en joven de su madre. Luego venían Leif y Charles, dos jóvenes de alrededor de veinte y dieciséis años.
Por último, estaba Nedda, de catorce, quien hizo que James emitiera una voz de falsete cuando le dijo “hola”.
Anna pensó que nunca en su vida había visto un grupo de familia tan saludable. Con mejillas rosadas, vigorosos y de cuerpo macizo, aun las mujeres. Todas las cabezas rubias saludaron e indicaron a los recién llegados que se sentaran en los troncos cerca del fuego, pues no había allí otros asientos. Voces excitadas intercambiaban noticias sobre Suecia con Karl, quien les daba información sobre Minnesota.
Mientras las conversaciones seguían, Anna y James escuchaban esa jerga ininteligible y sonreían al ver el entusiasmo de todo el mundo. Anna paseó la mirada por el círculo de cabezas rubias. Una en particular atrajo su atención y la hizo sentir incómoda con su pelo suelto alrededor de la cabeza.
La hija mayor, Kerstin, se acercó a la gran olla de hierro fundido y se puso a revolver la comida, que despedía un olor muy tentador. Desde atrás, Anna observaba la cabeza con esas intachables trenzas que parecían cosidas al cuero cabelludo de Kerstin. ¡Se las veía tan dolorosamente prolijas! Las trenzas partían del centro y terminaban, como la corona de una diosa romana, en una impecable guirnalda en la nuca. Kerstin usaba un pulcro vestido y un inmaculado delantal, que cuidaba de no estropear con el fuego cuando se agachaba para revolver ese desconocido manjar que olía tan bien.
Anna, con los pantalones de su hermano, se sintió de pronto un marimacho. Escondió las manos detrás de la espalda; estaban percudidas por haber trabajado en la tierra. Las manos de Kerstin estaban tan limpias como su vestido. Se movía con eficiencia alrededor del fuego, sabiendo con seguridad lo que hacía con la comida.
La comida resultó ser algo increíble. Anna se preguntó de dónde habían obtenido esos productos. A Karl se le hizo agua la boca cuando descubrió el pan crocante de centeno. ¡Limpa! ¡Hosanna! ¡Manteca! Había, en efecto, manteca porque los Johanson tenían varias vacas. El guiso resultó ser de carne de ciervo; Anna nunca había probado nada tan exquisito. Era aromático, picante y sabroso. Comieron cebada cocida en jugo de carne, y un tentador pastel de frutas coronado con arándanos y una crema deliciosa.
Karl estaba saboreando su segunda porción de pastel cuando Katrene le dijo, con una risita ahogada:
– ¿Te gusta ese pastel de fruta, Karl?
¡Ya no era el señor Lindstrom sino Karl!
– Lo hizo Kerstin. Es buena cocinera, mi Kerstin -canturreó Katrene.
Anna hizo lo que pudo para mantener la sonrisa dibujada en su rostro.
Karl inclinó la cabeza hacia Kerstin en señal de aprobación, reconoció su talento con amabilidad y luego siguió comiendo. El visitante no pudo menos que compartir su cosecha de lúpulo con los Johanson. Le dio a Katrene un balde lleno.
Cuando terminaron de comer y las mujeres se preparaban para lavar los platos, Anna se ofreció a ayudar pero ellas no quisieron saber nada al respecto pues la consideraban una visita. Ese día sólo disfrutarían de estar en su compañía. La ayuda de Karl con su hacha no sería rechazada pero la aceptarían al día siguiente. Hoy era un día de fiesta. Todos se pusieron de acuerdo en que cuando se empezara con la cabaña, la construcción se haría en tiempo récord. “Como en Suecia”, dijeron todos con alegría y, ahí no más, decidieron que una vez que la casa estuviera habitable, se pondrían todos juntos a completar la buhardilla, el techo y el piso de la casa de Karl y Anna.
Terminaron por quedarse para la cena y partieron con la promesa de volver temprano al día siguiente para apresurarse con la cabaña. Katrene los despidió con sus mejillas como manzanas, redondeadas en su habitual sonrisa, y le gritó a Karl algo en sueco.
– ¿Qué dijo? -preguntó Anna.
– Dijo que no tomáramos el desayuno antes de salir porque hará panqueques suecos con ¡bayas que trajeron de Suecia!
Anna no pudo contener los celos que le produjo la alegría en la voz de Karl. Se puso aún peor cuando James agregó:
– ¡Vaya! Espero que estén tan buenos como el pastel de frutas. ¡Eso fue grandioso! ¿No, Karl?
– Como los que hacía mi mamá -dijo Karl.
– ¿Dónde consiguieron las frutillas? -preguntó James.
– Aquí crecen por todas partes. ¿Sabes? Hay un terreno tupido en el sector noroeste de mis tierras pero, como estuvimos tan ocupados con la cabaña, no fui a ver si estaban maduras. Creo que ya deben de estar listas.
– ¡Fantástico, Karl! ¿Anna podría hacer pastel de frutas con nuestras frutillas?
– No creo que sería lo mismo sin esa rica crema de las vacas de Olaf. -Luego agregó-: Había olvidado cuánto más dulce es la leche de vaca que la de cabra.
– Si Nanna te oyera, dejaría de darte leche, sólo para vengarse -bromeó James.
Karl se rió.
– Nanna es una cabra inteligente pero no creo que lo sea tanto.
– Mañana volvemos seguro, ¿no? -preguntó James, ansioso.
– Sí. Seguro que sí. Así como en Suecia, será uno para todos y todos para uno. Con nuestra ayuda, los Johanson tendrán su casa lista en dos o tres días.
– ¡Dos o tres días! -exclamó James, incrédulo.
– Con seis hombres y dos yuntas, se levantará como la levadura -predijo Karl.
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