– Yo desearía que no fuera tan rápido. Me gusta comer allí -afirmó James con entusiasmo-. Casi no puedo esperar a probar esas bayas.
– Ya lo creo que te gustarán. Saben a Suecia.
Al oír esas palabras, Anna se juró que ¡no importaba cuan sabrosos fueran esos panqueques de bayas, a ella no le gustarían para nada!
Cuando se fueron a acostar, Karl le habló a Anna, algo que no hacía en la cama desde que se habían distanciado.
– Es maravilloso tener vecinos otra vez, y maravilloso escuchar el sueco.
– Sí, son amables -dijo Anna, sintiendo que tenía que agregar algo.
– Voy a salir temprano para ayudarlos con la cabaña. ¿Vas a venir, Anna?
No dijo: “Debes estar lista temprano, por la mañana, Anna”, ni: “Debemos partir mañana temprano, Anna”. Sólo: “¿Vas a venir, Anna?”
La mitad de ella quería gritarle que se fuera solo a ver a sus amigos suecos que podían hacerlo reír y sonreír mientras que su esposa no podía. Pero estaba demasiado sola para enfrentar un día sin la compañía de nadie, demasiado celosa de toda la familia Johanson para confiarles a Karl por todo un día, sin ella.
– Por supuesto que iré. ¡No me perdería por nada los panqueques suecos y las bayas!
Karl detectó un tono sarcástico en su voz, pero lo atribuyó nada más que a su timidez cuando se tocaban temas de cocina.
Una vez más, Anna se prometió que aunque esos panqueques fueran tan livianos que flotaran solos desde la sartén hasta su plato, y las bayas fueran tan sabrosas que se le hiciera agua la boca, ¡no admitiría para nada que le gustaban!
A pesar de todo, le gustaron el mismo día que los probó.
La comida de la mañana en lo de los Johanson fue un éxito. Los panqueques eran de huevo, livianos y deliciosos; las frutillas, el complemento perfecto de la excelente cocina de Katrene. Anna no pudo menos que felicitar a Katrene. A pesar de lo celosa que estaba de su condición de suecos, le resultaba imposible no apreciarlos. Eran de verdad una alegre familia para visitar. Hasta la habilidosa Kerstin tenía un ingenuo encanto.
La risa, por lo que Anna pudo observar, era para los Johanson algo tan común como su afición a los panqueques. Los suecos acompañaban con risas todo lo que hacían. Las bromas también eran algo natural entre los dos hermanos mayores. Entre los hermanos y hermanas, por supuesto, iban en aumento. A Nedda le tocaba más de la cuenta cuando James estaba cerca, pero las aceptaba con rosados sonrojos que hacían que todos estuvieran más alegres.
Del mismo modo, a estos gigantes rubios el trabajo les resultaba tan natural como la respiración. Si Anna había quedado hipnotizada al ver a Karl trabajar con su hacha, más lo estaba ahora, al ver a estos hombres -Olaf, Erik, Leif, Charles y Karl- balancear sus hachas y azuelas como si estuvieran espantando insectos. Durante los dos días siguientes, Anna vio a un grupo de hombres que trabajaban juntos como compañeros, en la construcción de una cabaña, en la mejor tradición sueca.
Armonizaban como las ruedas de un engranaje mientras trabajaban: arrastraban, hacheaban, hacían muescas, levantaban leños; a veces dos troncos subían al mismo tiempo en paredes opuestas. Anna comprobó que Karl era un maestro en el arte de hacer tejas de madera. Estaba orgulloso de la rapidez con que trabajaba la médula del cedro con el mazo y la cuña a fin de obtener las tejas, que inmediatamente eran subidas y colocadas en el techo.
Leif, de veinte años, secundaba a Karl, y entre los dos lograron que las tejas pronto llegaran a las vigas del techo.
Erik parecía tener un don para trabajar la médula de la madera. Partía cada pedazo con precisión y dejaba la superficie tan lisa como si una corriente de agua la hubiera erosionado durante cincuenta años.
Olaf se ocupaba de hacer los huecos para la chimenea y la puerta.
En James recayó la tarea de cargar las piedras. Pero Nedda trabajaba con él, y el muchacho parecía disfrutarlo.
Anna y Kerstin juntaban barro para enlucir las paredes (ahora le permitían a Anna ayudar). Katrene cocinaba y, cada tanto, les traía a los trabajadores un balde con agua y un jarro, para observar, de paso, el progreso que hacían; además contribuía con sus comentarios, en un sueco melodioso, al sentimiento general de cordialidad.
Al cabo del primer día, Charles tomó su violín y todos bailaron en el claro mientras el dorado y el púrpura se fundían al oeste, detrás de los árboles. Olaf y Katrene hacían unos magníficos pasos de baile, Kerstin bailaba con sus hermanos y Nedda también. Tomó un tiempo convencer a James de que probara. Olaf y Leif, los dos, trataron de persuadir a Anna, pero la muchacha confesó que nunca le habían enseñado a bailar y no tenía tanto coraje como su hermano, aunque deseaba con toda el alma aprender. Pero era con Karl y no con Olaf ni con Leif con quien quería aprender.
Karl bailó con todas las mujeres de la familia Johanson. Cuando hizo pareja con Kerstin, Anna siguió batiendo palmas, acompañando el violín, obligándose a contener la tormenta de emociones que se desataba cada vez que los dos hablaban entre sí. Al observar cómo giraban alegremente alrededor del claro iluminado por el fuego, riéndose, con las faldas de Kerstin revoloteando con todo su vuelo, mientras ella las levantaba, Anna volvió a sentirse desanimada ante este nuevo talento desplegado por la joven sueca y del que ella carecía.
Después de haber rechazado a Karl, Erik logró sacarla a bailar y arrastrarla al jolgorio general. No le fue, en realidad, tan mal, a pesar de lo poco femenina que se sentía, danzando alrededor del círculo enfundada en sus pantalones. Hubiera deseado tener un vestido como el de Kerstin, aunque se había hecho el propósito de no usar los suyos por considerarlos inadecuados.
El trabajo en la cabaña siguió al día siguiente y lograron terminar el piso. Volvieron a tocar el violín para bautizar la nueva casa con música y baile. Esta vez Anna participó todas las veces que la invitaron. Karl la invitó a bailar varias danzas, pero ella se sentía torpe comparada con las otras mujeres, en especial con Kerstin, que levantaba sus faldas y reía sin reservas mientras giraba y hacía figuras con sus pasos ligeros.
A pesar de que Karl no bailó con Kerstin más que con las otras mujeres, a Anna le pareció que cada vez que levantaba la cabeza se encontraba con Kerstin moviéndose alrededor en los brazos de Karl. Al finalizar un baile muy alegre y de ritmo vertiginoso, todos reían sin aliento, mientras seguían dando vueltas; Anna miró por encima del hombro de Olaf y vio a Karl, que giraba con Kerstin encerrada en sus brazos, hasta que los pies de la muchacha se levantaron del piso y sus faldas se alzaron. Kerstin se reía en forma desenfadada cuando Karl la soltó. Luego se llevó una mano a la frente y se acomodó un mechón de pelo que ni siquiera estaba fuera de lugar.
– ¡Oh, Anna! ¡Qué buen bailarín es Karl! ¡Me deja agotada! -dijo, y la tomó del brazo.
Anna se mordió la lengua para reprimir una frase que ya asomaba a sus labios: “¡Sí! ¡A mí también me agotaba!”
Esa noche, Anna permaneció despierta largo tiempo después de que Karl se quedó profundamente dormido. Volvió a revivir los acontecimientos de los dos últimos días con los Johanson. Cada palabra entre Karl y Kerstin iba adquiriendo una nota personal. Cada cumplido que Karl le hacía a Kerstin por sus comidas, aumentaba su resentimiento sin piedad. Cada paso ligero durante el baile, le parecía provocativo. Cada vez que recordaba aquel último abrazo vertiginoso, se le hacía más íntimo. No cabía la menor duda. Al lado de Kerstin, Anna se sentía tan poca cosa como una hierba en una rosaleda.
“Bueno”, pensó con enfado, “¡si quiere estar con su preciosa y regordeta Kerstin, que se quede con ella! ¡Maldito sea! No me voy a quedar mirando mientras él festeja servilmente cada uno de sus movimientos. Dijeron que mañana tendrían un día corto de trabajo y, de cualquier modo, ya no me necesitan. ¿Por qué voy a meterme en su camino? Aun cuando esté allí, daría lo mismo si fuera un tronco, por la atención que me prestan. Hablan sueco a mi alrededor, ¡como si fuera de verdad un tronco! ¡No soy más que el tocón que dejan cuando acaban de derribar sus preciosos alerces! ¡Bueno, seré una inútil pero no tengo por qué estar por allí y permitir que me pasen por la cara sus enormes botas suecas y sus preciadas hachas suecas!”
Capítulo 15
Al día siguiente, Anna se despertó bastante temprano, como para poder preparar el desayuno para Karl y James. Lo hizo antes de que pudieran protestar. “¡Que coman lo que yo les preparo, les guste o no! ¡Bien se las pueden arreglar sin sus arándanos por una mañana!” Anna le echó a James una sombría mirada: el chico estaba ansioso por partir. “Parece que también él está enganchado con una de esas bellezas suecas”, pensó Anna con amargura, y eso la hizo sentir aún más infeliz.
– Apúrate, Anna, debemos partir -dijo Karl.
Pero a ella no le resultó tan gratificante como se había imaginado contestar:
– Hoy no voy a ir.
– ¿No vas a ir? -Karl sonó desilusionado, lo que anotó un punto a su favor- ¿Por qué, Anna?
– Creo que es mejor que me ocupe de la huerta. Los vegetales se están arruinando allí afuera. De cualquier modo, no queda ya mucho por hacer en la cabaña, así que no me van a extrañar.
– ¡Vamos, Karl! -gritó James desde la carreta-. ¡Apúrate!
– ¿Estás segura, Anna? -preguntó Karl-. No me gusta dejarte aquí sola.
Tenía que demostrarle que era tan capaz como la habilidosa Kerstin Johanson… sobre todo cuando se quedaba todo el día sola sin depender de un hombre que la protegiera.
– No seas tonto, Karl. Tengo un rifle para protegerme, ¿no?
Fue el día más largo en la vida de Anna. Lloró y se desecó, Se desecó y lloró, hasta que pensó que mataría a los vegetales con la sal de las lágrimas. Trabajó intensamente, pero todo el día se atormentó con imágenes de Karl y Kerstin. Se imaginó a Karl felicitando a Kerstin, con movimientos de la cabeza, por el pastel de frutas. Se lo imaginó diciéndole cómo le gustaban esas trenzas doradas, tan prolijamente peinadas sobre su hermosa cabeza sueca. Hasta se imaginó a los dos hablando en sueco y sintió una angustia todavía mayor por no poder compartir con Karl esa lengua que él tanto amaba. Cada tanto, se acordaba de Karl llamándola “mi gallinita flacucha”, y se culpaba por su delgadez. No era mucho lo que podía hacer acerca de su flacura o de su incapacidad para la cocina pero, por lo menos, ¡podía darse un baño! ¡Si a Karl le gustaba que sus mujeres olieran a jabón de lejía, que así fuera!
Se bañó y luego esperó, pero el Sol estaba muy alto todavía en el horizonte. Fue en ese momento, con la luz del Sol empezando a filtrarse a través de la hilera de árboles en el oeste, cuando a Anna se le ocurrió la brillante idea de cómo complacer a Karl.
Encontraría su preciada plantación de frutillas y recogería, para él, un montón. Alentada por la idea de ocupar el tiempo hasta su regreso y, al mismo tiempo, hacer algo bien, tomó un balde de madera y partió. Siguió el familiar sendero hasta la laguna de los castores y bordeó el arroyo hacia el norte hasta llegar a una zona poco profunda, que cruzó para dirigirse hacia el noroeste en busca de las frutas.
Vigilaba al Sol de cerca, calculando su descenso, sabiendo que cuando bordeara el horizonte, debería estar de vuelta en la casa para el regreso de Karl y James.
A menos de veinte minutos del arroyo, encontró las frutillas. Eran grandes, rojas y tan pegajosas como los mosquitos que revoloteaban alrededor. ¡Jamás la habían atacado los mosquitos de esa manera! A pesar de que daba golpes en el aire y los aplastaba, seguían atacándola antes de que tuviera tiempo de ahuyentarlos. Por un momento, tuvo que apartarse de la maleza. Pero Karl quería las frutillas y ella se las conseguiría. Se movió de un lugar a otro y recogió frutillas hasta que el balde estuvo casi lleno; nunca se hubiera imaginado que las frutillas pesaran tanto.
El Sol ya estaba bajo y era hora de regresar. Oyó el gorgoteo del arroyo y se encaminó en su dirección. Los mosquitos se habían vuelto amenazantes ahora que se acercaba la noche, pero trató de ignorarlos. Iba cargada con su balde, bordeando el curso del sinuoso arroyo, hasta que llegó a una curva desde la cual el arroyo tomaba hacia el norte.
No recordaba haber pasado por ese lugar cuando había salido en busca de las frutillas. Bueno, con el Sol a su derecha, seguro que marchaba en la dirección correcta. Pero cuando volvió sobre sus pasos, llegó a una bifurcación donde ese arroyo se encontraba con otro, y los dos parecían seguir su curso hacia el norte. ¡El arroyo que Anna conocía corría hacia el sur, por el sudoeste!
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