El balde parecía de plomo, el Sol ya estaba muy bajo y la hora del crepúsculo se acercaba. Anna recogió una vara de sauce y comenzó a abanicarse como pudo para espantar a los mosquitos. Las ranas comenzaron a croar y los mosquitos seguían picándola. Llegó un momento en que Anna no pudo soportar un minuto más ni el croar ni las picaduras. Para cuando admitió que estaba totalmente perdida, un débil tinte anaranjado teñía el cielo por el oeste y resaltaba las oscuras siluetas de los árboles que se cernían sobre ella como dedos negros amenazantes.
Karl y James volvieron de la casa de los Johanson esperando encontrar humo elevándose por la chimenea y una cena agradable y tibia en el hogar. Pero las cenizas estaban apenas calientes y no había señales de comida. Karl salió a la huerta y vio que la tierra estaba recién removida. Fue hasta la cabaña nueva y entró; estaba oscura pues la luz del Sol se estaba yendo. No vio nada en los rincones más apartados.
– Anna… -llamó-. ¿Estás allí? -Pero sólo le respondió el suave canto de los pájaros, que piaban a través del hueco parcialmente abierto de la chimenea-. Anna…
Encontró a James en el claro.
– No está en la casa del manantial -dijo James-. Ya me fijé.
– Puede estar en el granero.
– Tampoco está allí. No la encontré.
El corazón de Karl comenzó a latir con aceleración.
– Tal vez haya ido a la laguna.
– ¿Sola? -preguntó James, incrédulo.
– Es el único lugar que se me ocurre.
Tomaron el rifle y se dirigieron a la laguna. Karl no se explicaba por qué Anna no había llevado el arma con ella; era la hora en que los animales salvajes buscaban alimento. Karl sabía que en la laguna era muy probable encontrar toda clase de animales bebiendo: criaturas con garras, dientes y cuernos y… Pero no había ningún animal en la laguna; tampoco estaba Anna.
No se le ocurría ningún otro lugar donde pudiera estar. Apesadumbrado, emprendió el regreso. James estaba al borde de las lágrimas. Caminaba delante de Karl, escudriñando la oscuridad del bosque con la esperanza de ver a su hermana aparecer entre las sombras. Cuando llegaron a la cabaña, el Sol ya se había puesto y quedaba apenas una hora de luz muy tenue para poder distinguir algo.
– Tal vez haya ido caminando por el camino hacia lo de los Johanson -dijo James, esperanzado.
– La hubiéramos visto, si es que ella venía a nuestro encuentro.
Las rubias cejas de Karl se habían arqueado como signos de pregunta por la preocupación.
– ¿Adónde va ese otro camino de allí arriba?
– Es sólo el sendero que lleva a Fort Pembina, en Canadá. ¿Para qué iría por ese camino?
– Karl, estoy aterrado -dijo James, los ojos muy abiertos por el miedo.
– Cuando estás aterrado, es cuando debes conservar todos tus sentidos, muchacho.
– Karl, sé que Anna estuvo llorando mucho últimamente.
Karl sintió como si James le hubiera hecho una marca candente con el atizador en medio del pecho. Le rechinaron los dientes y se quedó mirando fijo.
– Quédate en silencio y déjame pensar.
James hizo lo que le pidieron pero no le calmó los nervios ver a Karl ir de un lugar a otro de la habitación, frotándose la frente y sin decir nada. Karl encendió el hogar, se arrodilló y se quedó mirando el fuego. Por último, cuando James pensó que no podía soportar el silencio un segundo más, Karl dio un salto y explotó:
– ¡Cuenta los baldes!
– ¿Qué?
– ¡Cuenta los baldes del manantial, muchacho! ¡Ahora!
– ¡Sí… señor!
James salió de inmediato mientras Karl corría hacia el granero para ver si había algún balde allí.
Se encontraron nuevamente en el claro donde reinaba ya la oscuridad.
– Cuatro -informó James.
– Tres -dijo Karl-. ¡Falta uno!
– ¿Falta uno?
– Si llevó un balde, debe de haber ido a recoger algo. ¿Qué? ¿Una carga de arcilla para tapar las aberturas? No, ya estuvimos en el depósito de arcilla. ¿Frutillas? No, no sabe dónde crecen… ¡Espera!
Los dos pensaron lo mismo de inmediato.
– Tú nos dijiste que las frutillas crecían en el sector noroeste de tus tierras.
– ¡Eso es! Vuelve a sacar la yunta, muchacho, y ve a lo de los Johanson. Si Anna está perdida en el bosque, se necesitará a todo el mundo para buscarla. Estos bosques son peligrosos de noche.
Karl preparó unas mechas con aneas, las encendió, se las entregó a James y le ordenó:
– Diles a los Johanson que vengan de inmediato. Que traigan antorchas y rifles. ¡Apúrate, muchacho!
– Sí… señor.
Sabiendo que no tenía sentido salir solo, que un solo hombre podía hacer muy poco en la espesura, Karl trató de mantener la calma mientras esperaba el regreso de James con los Johanson. Mientras tanto, continuó armando antorchas de larga duración, que el grupo llevaría en su búsqueda por el bosque. Las ató en grupos de ocho, así cada uno tendría una provisión para llevar colgada de la espalda. Por fin, James volvió con los Johanson.
No perdieron tiempo haciendo preguntas, excepto aquellas que Karl debía contestar para asegurarse de que nadie se perdiera en el bosque mientras buscaban a Anna.
– Vamos a recorrer la zona del arroyo en todas direcciones.
Karl explicó que caminarían formando un ángulo de noventa grados con respecto al lago. -Caminaremos en abanico, a sólo una antorcha de distancia entre nosotros. No pierdan de vista las antorchas que tienen al lado. Si se les apaga una, le hacen una señal al que tengan más próximo. Si encuentran a Anna, vayan pasando la noticia a lo largo de la hilera. Cuando lleguemos hasta el punto más lejano que Anna pueda haber alcanzado, haré un solo disparo. Eso significa que todo el mundo girará hacia la derecha y caminará ochocientos pasos antes de regresar al arroyo.
– No te preocupes, Karl -dijo Olaf-, la encontraremos.
– Tomen ceniza de los baldes y frótensela por el rostro y las manos -ordenó Karl-, o los mosquitos los comerán vivos. Cuando encuentren a Anna, tendrán que usar su cara y sus manos para frotarla a ella con la ceniza. Me imagino que estará a la miseria por las picaduras.
Siguieron a Karl y James por el bosque, a lo largo del susurrante arroyo, cada vez más adentro, hasta que Karl dio la orden de abrirse en abanico. Recorrieron las orillas del arroyo, en medio de la noche llena de murmullos; sólo la luz vacilante de las antorchas lejanas alentaba a los corazones temerosos.
Todos pensaban en cómo estaría Anna, sola en algún lugar, sin ceniza para protegerse de los dañinos mosquitos, sin antorcha para recordarle que había otros a quienes podría llamar, sin un rifle para protegerse de los merodeadores nocturnos que poblaban la selva. Forzaron la vista y los oídos, gritaron hasta que sus gargantas se secaron y sus voces quedaron roncas.
Karl y James llenaban su mente con desesperadas imágenes de Anna herida, Anna llorando, Anna muerta, mientras realizaban la búsqueda.
Karl se reprochaba por haberla dejado sola en la casa y no haber insistido en que fuera con ellos. Pensó en la huerta, libre de yuyos, y se le hizo un nudo en la garganta. Pensó en su alejamiento y en el motivo que lo había causado; en la última vez que habían hecho el amor. Pensó en las palabras de James: “Sé que Anna ha estado llorando mucho últimamente”. Él también sabía que Anna había estado llorando mucho últimamente.
¿Por qué no hizo lo que el padre Pierrot tan sabiamente le había aconsejado? ¿Por qué no agotó el tema con Anna cuando tuvo la oportunidad? Dejó, en cambio, no sólo que la noche lo sorprendiera con la ira; permitió que cayera también sobre Anna, perdida en algún lugar del bosque, cuando persistía el encono entre ellos. Y si nunca volviera a encontrarla o si fuera demasiado tarde cuando la encontrara, sería todo culpa suya.
“Anna, ¿dónde estás? Te prometo que voy a tratar de aceptar esto, Anna, si vuelves aquí sana y salva. Por lo menos, hablaremos y encontraremos juntos algún modo de poder olvidarlo. Anna, ¿dónde estás? Anna, contéstame.”
Pero no fue Karl quien la encontró. Fue Erik Johanson. No la descubrió corriendo por el bosque hacia su antorcha sino que buscó los ojos enrojecidos de los lobos, al oír los penetrantes aullidos delante de él, mucho antes de que los ojos de las fieras atravesaran la noche.
Los lobos cercaban el árbol al que Anna se había trepado, aterrada, temiendo que sus entumecidos miembros cedieran, temiendo quedarse dormida y caerse. Abajo, las mandíbulas dentellaban y los plañidos le decían que los animales persistían en su intento de alcanzarla, saltando hacia el tronco. Había sólo tres. Cuando Erik mostró sus dientes y agitó la antorcha sobre su cabeza, los lobos retrocedieron. Pero los tres seguían ahí, amenazantes, hasta que Erik arremetió con su antorcha contra un par de ojos enrojecidos y por fin todos se escabulleron como sombras en movimiento.
– ¡Aquí! -gritó Erik al grupo más cercano, y luego levantó los ojos y los brazos-. Anna, ¿estás bien?
Antes de que pudiera responder o deslizarse por el árbol hasta él, Anna vio a uno de los lobos avanzar, otra vez, hacia Erik, y gritó su nombre.
Erik giró abruptamente, clavó la antorcha en los ojos hambrientos y furiosos y chamuscó luego la piel de la fiera, que había creído que era sólo una amenaza vacía. Al sentir el olor, el animal se adentró en el bosque para reunirse con los otros dos antes de desaparecer en la oscuridad para siempre.
Para entonces, otra antorcha había venido a repeler a los bacantes, y luego otra. Karl se había ubicado en el centro del flanco, así que cuando le llegó el informe, ya había allí otras cuatro antorchas que ayudaron a Anna a bajar del árbol, a salvo.
Karl llegó al círculo de luz donde encontró a Anna sollozando y acurrucada en los fuertes brazos de Erik Johanson. Las lágrimas le corrían por las mejillas y le lavaban el rostro. Finos hilos de lágrimas y cenizas le surcaban la piel. Erik hizo lo que le había indicado Karl: frotó su propia cara y sus manos sobre Anna tan pronto como la encontró. Pero la muchacha se había aferrado al cuello de Erik en un abrazo cerrado, que se negaba a aflojar.
Erik miró por encima de la cabeza de Anna cuando Karl entró en el círculo de luz, encerrado en los brazos de la joven, sin saber qué decir o hacer. Karl se atormentó con imágenes de las mejillas y manos de Erik frotando la cara de su Anna. Sintió una extraña opresión en el estómago y quiso gritarle a Erik que le quitara los brazos de encima.
– Parece que está bien -le aseguró Erik a Karl. Luego su voz se hizo más dulce cuando habló cerca del oído de la joven. -Anna, Karl está aquí ahora. Ya puedes ir con él.
Pero Anna no pareció oír, y si lo hizo, no pareció registrar las palabras. Se aferraba a Erik como si su vida dependiera de él.
Karl observaba con el corazón tan aliviado, que la repentina liberación del temor le hizo temblar el estómago. James apareció de pronto y se arrojó sobre su hermana; la abrazó desde atrás con su cara enterrada en la espalda de Anna, tratando de dominar sus lágrimas. Y durante todo este tiempo, Anna seguía aferrada a Erik Johanson.
Kerstin observó, con extrañeza, cómo Karl se mantenía atrás, sin decidirse a tomar a su esposa de los brazos de su hermano. Eso confirmó su sospecha de que algo andaba mal entre los Lindstrom.
Por fin, Karl habló:
– Anna, vas a ahogar al pobre Erik.
Pero era Karl el que sonaba como si se estuviera ahogando. Se acercó, esperando que ella se volviera a él.
Al oír su voz, Anna levantó la cabeza. Karl pudo ver su cara manchada de cenizas, vacilante a la luz de la antorcha, mientras ella también miró la suya. Cuando su voz familiar se oyó detrás de la máscara gris, la muchacha dijo con un quejido:
– ¿Karl?
– Sí, Anna.
Siguieron titubeantes. Anna parecía una pobre niña sucia y desamparada, con la cara pálida e hinchada, detrás del gris de las cenizas, por las picaduras y el llanto. El pelo era una explosión de hebras color whisky y ramitas de frutilla. A la luz de la antorcha, los ojos enrojecidos se veían enormemente grandes. Las lágrimas corrían en silencio y caían de las mejillas a su camisa, sobre la que formaban sucios borrones donde la prenda colgaba suelta de su cuerpo delgado. Luchaba para aquietar su pecho pero no podía tomar aire sin temblar. Elevó el dorso de una mano y se lo pasó por la nariz, dejando caer los brazos, acongojada.
Nunca había deseado tanto que una persona la tocara… que sólo la tocara… como necesitaba ahora que Karl lo hiciera. Llena de picaduras, despreciable, arrepentida, estaba ahora delante de él; temblaba toda por dentro y sus piernas vacilaban, sabiendo que, una vez más, no había cubierto las expectativas de Karl.
– ¡Nos diste un susto tan grande, Anna! -dijo Karl, cansado pero aliviado.
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