Estaba esperándola cuando salió.

– Hice una pasta de bicarbonato y agua -dijo-. Te aliviará la comezón por esta noche.

Con timidez se llevó las manos al rostro, tocándolo, sintiéndolo. Aun sin espejo, pudo darse cuenta de que estaba hinchado.

– Estoy hecha un desastre.

– Toma, esto te ayudará.

– Gracias, Karl.

Se sentó en el borde de la cama y se aplicó la pasta en la cara.

– Ten cuidado de que no se te meta en los ojos -le advirtió.

– Tendré cuidado.

Karl se veía impaciente; se sentía torpe parado allí, esperando que ella terminara y se acostara, para meterse él también en la cama.

Anna se aplicó la pasta en la cara, el cuello y el dorso de las manos. Pero la pasta tenía que secarse para resultar efectiva. Sentada allí, esperando, comenzó a mover el cuerpo; intentó alcanzar el centro de la espalda pero no pudo.

– Karl, me picaron por todas partes. Ráscame atrás -dijo, retorciéndose.

Karl se sentó en el borde de la cama, detrás de ella. Mientras él le rascaba la espalda, Anna se rascó un tobillo, los brazos y el pecho.

– Sí. Te atacaron bien, pequeña -dijo. Cuando se dio cuenta de lo que le había dicho, sus dedos dejaron de moverse.

De repente, Anna también se quedó quieta y olvidó las picaduras por el momento, mientras permitía que las caricias la invadieran.

Pero la picazón comenzó otra vez; entonces, le pidió:

– Karl, ¿podrías ponerme pasta en la espalda?

Siguió una larga pausa mientras Karl le miraba los hombros, recordando cómo sus manos los habían acariciado en los momentos de pasión. Por fin, tragó y dijo:

– Pásame el pote.

Anna se lo dio, se desabotonó el camisón y se lo bajó; su espalda quedó descubierta mientras sostenía el camisón sobre los pechos. Desde su distanciamiento, no había quedado tan desnuda ante él. Se imaginó los ojos de Karl contemplando su desnudez, y recordó esas manos tiernas en medio de las caricias; cada día aumentaba su ferviente deseo de que Karl la tocara como antes. Esperó, con el corazón martilleándole en el pecho y los nervios estremecidos, ese primer contacto en su cuerpo después de tantos días solitarios. Cuando llegó, fue frío, y Anna se sobresaltó; enseguida se maldijo e hizo todo lo posible por parecer calma delante de él.

Había ronchas tan grandes como arvejas por toda la espalda, blancas en el centro con un círculo colorado alrededor. Cuando tocó la primera con la pasta fría, Anna echó los hombros hacia atrás.

– Lo siento -murmuró Karl.

Al ver su espalda desnuda, se reavivaron en él anhelantes recuerdos. Se esforzó por mantenerse calmo mientras la masajeaba, cuidando que sus ojos no se detuvieran en la sombra de la columna, donde se hundía el camisón, ni se desviaran más abajo, donde Karl sabía que una incitante sombra lo esperaba. Empastó todas las ronchas que pudo ver. En ese momento, sintió una opresión en el estómago y su corazón comenzó a latir alocadamente, pero levantó el mechón de pelo que cubría la nuca y encontró dos ronchas más.

Anna llevó un brazo hacia atrás y se levantó el pelo de la nuca para que Karl pudiera ver las ronchas ocultas. Con el corazón latiéndole a ritmo acelerado, se preguntó si él la consideraría sensual en esa postura tan seductora. Como si repudiara ese posible pensamiento, Anna apretó aún más el camisón contra sus pechos, anhelando esas caricias que le habían sido prodigadas en un tiempo pasado.

El pelo que le crecía en el hueco de la nuca era fino y ondulado. Karl nunca antes lo había visto porque Anna siempre llevaba el pelo suelto.

– Debes dejar que se seque -dijo él con voz ronca.

Allí sentada, sosteniéndose el pelo, sintiendo la cadera de Karl contra su nalga en el borde de la cama, se preguntaba si él estaría experimentando los mismos sentimientos abrumadores que ella: sexuales, impulsivos, palpitantes. Pero Karl estaba sentado rígido como una estatua, y por fin, el pelo cayó sobre la espalda. Anna se llevó una mano al hombro, y dijo:

– Hay algunas más aquí arriba. Pásame el pote.

Sin palabras, Karl se lo entregó en la mano, cuidando de no tocarle los dedos. Vio cómo el camisón caía hasta la cintura, cómo ella inclinaba la barbilla para mirarse; observó cómo los codos se movían cuando se untaba la piel con la pasta. No necesitaba verla de frente para recordar. Sintió que la sangre le recorría las entrañas y un peso enorme le oprimía el pecho. Trató de pensar en ella como lo hacía cuando le escribía las cartas, como su pequeña Anna, la del pelo color del whisky. Aun sintiendo que el deseo lo devoraba, se encontró pensando en cuántos otros la habrían visto echarse el pelo hacia adelante, de una manera tan seductora. Pero sin que le importara cuántos otros habían sido, puso su mano alrededor de la nuca de la joven, y le acarició el pelo levemente.

Anna cerró los ojos y se echó hacia atrás; levantó el mentón y se apoyó con firmeza en la mano extendida detrás de su nuca. La sintió tibia, aun a través del pelo; le transmitía desesperación y a la vez esperanza; Anna deseaba volverse hacia Karl y ser tomada en sus brazos indulgentes. Pero la invitación tenía que partir de él.

– Anna -susurró, la voz ahogada por la emoción-. Hay cosas de las que tenemos que hablar.

– No puedo seguir así por mucho tiempo más -pudo decir, a pesar de las lágrimas.

– Yo tampoco.

– Entonces, ¿por qué no hablamos?

Podía sentir su propia respiración luchando por subir a la garganta, después de pasar por el corazón, que amenazaba ahogarla con su clamor.

– No puedo olvidar, Anna -dijo él con desesperación.

– No quieres olvidar. Quieres seguir recordándolo y hacer que yo también lo recuerde, para que nunca me olvide de que alguna vez fui mala. -Sus ojos permanecían cerrados.

– ¿Es eso lo que estoy haciendo?

– Creo… creo que sí.

Siguió un largo y silencioso minuto; sólo se oía el sonido de los grillos, del fuego y de la respiración.

– ¿Me puedes culpar? -preguntó.

Anna sintió crecer el dolor de esa pregunta dentro de su propio corazón. Seguía apoyada contra él, con el pelo ahora tibio ahí donde Karl lo sostenía alrededor de la nuca.

– No -murmuró.

– ¿Pensaste que si me daba cuenta, lo dejaría pasar?

– No.

– Traté de sacármelo de la mente. Pero está ahí, Anna. Me espera cada minuto, cuando estoy despierto, y no puedo olvidarlo.

– ¿Crees que yo puedo?

– No sé. No te conozco lo suficiente como para saber esas cosas de ti.

– Bueno, no puedo, Karl. Yo tampoco puedo olvidarlo. Pero daría cualquier cosa para que nunca hubiera ocurrido.

– Pero eso es imposible.

– ¿Entonces estará siempre entre nosotros?

– ¡Eres mi esposa, Anna! ¡Mi esposa! -dijo con intensidad, apretándole la nuca-. Te tomé por esposa, creyendo que eras pura. ¿Sabes lo que significa para un hombre saber que ha habido otros antes?

Herida, avergonzada, sintió que sus palabras le atravesaban el corazón. De modo que todo este tiempo él había pensado que carecía totalmente de escrúpulos.

– No hubo otros, Karl, sólo uno.

La furia y el dolor bullían dentro de él.

– ¿Sólo uno? ¿A mí me dices sólo uno? Sería lo mismo decir que el rayo es sólo fuego después de haber caído sobre mí. ¿Sabes qué es eso lo que sentí ese día? -La mano oprimió aún más su nuca, y le provocó dolor-. Sentí que un rayo caía sobre mí, sólo que no fue tan amable como para matarme. Me dejó, en cambio, quemado y lleno de ampollas. -Karl le quitó la mano del pelo, como si sintiera esa sensación ahora.

– Karl, mi intención no era que te enteraras -dijo inoportunamente-. Creí…

– ¿No piensas que ya lo sé? No hace falta que lo digas. Sé que pensaste que era un tonto cuando no me di cuenta esa noche en el granero. ¡El tonto de Karl! Verde como el pasto en primavera. Creí que estábamos aprendiendo juntos esa noche.

La angustia dominó a Anna, intensificada por su necesidad de que él le creyera.

– Estábamos aprendiendo.

– No me mientas más. Te perdoné todas las otras mentiras que descubrí. Pero ésta me cuesta mucho perdonarla. No sé si alguna vez podré.

– Karl, no entiendes…

– No, no entiendo, Anna. -Le temblaba la voz al elevarla-. Soy de los que no creen en la venta de aquello que sólo debe ganarse con el amor. Me pregunté muchas veces: “¿Por qué Anna hizo eso? ¿Cómo pudo?” ¿Sabes que hasta llegué a pensar que si hubieras hecho esto con un hombre al que amabas, estaría mal que no te perdonara? Pero hacerlo por dinero, Anna… -Su voz se fue perdiendo. Cuando la recuperó, sonó pesada y abatida-. Te pagó, Anna, ¿no?

Sólo asintió con la cabeza, luego dejó caer el mentón sobre el pecho.

– Un hombre que tenía edad como para ser tu padre…

Sus palabras tenían el afligido tono del lamento.

– No te hagas eso, Karl -susurró ella, por fin.

– No es Karl el que se lo hace a sí mismo; eres tú la que me lo ha hecho a mí. -Su voz agonizante siguió, matándola, haciéndola sangrar de arrepentimiento- ¡Cómo pensé en ti, en mi pequeña Anna, la del pelo del color del whisky! Todos esos meses esperándote, pensando en cómo sería tenerte aquí, en construir la cabaña de troncos y tenerte a mi lado para no volver a estar solo otra vez. ¿Sabes lo solo que me siento ahora? Era mucho mejor… esa clase de soledad que tenía antes de que vinieras. Ésta de ahora… hay días en que me parece que no puedo tolerarla.

El terror la invadía pero sabía que debía hacer esa pregunta.

– ¿Quieres que me vaya, Karl?

Karl suspiró.

– Ya no sé lo que quiero. He hecho la promesa de quererte y honrarte y sellé esa promesa con un acto de amor. No creo que se pueda pasar por encima de esta promesa y mandarte de vuelta. No obstante, no puedo honrarte. Estoy desgarrado, Anna.

Como la primera vez, al oír su nombre pronunciado por sus labios con ese acento sueco tan querido, sintió que lo quería más que nunca.

– Tan pronto como te vi, el primer día, supe que así te sentirías si alguna vez te enterabas de la verdad.

– ¿No te diste cuenta, por mis cartas, de que…?

– ¿De qué eres indulgente, Karl?

Los dos comprendieron qué falso sonaba eso ahora.

– De que podía aceptar las cosas, Anna. ¿Entiendes? Si me lo hubieras dicho antes, lo habría aceptado.

– No, Karl. No lo habrías hecho. Ni siquiera tú eres tan magnánimo. ¿Crees que si te hubiera escrito que era la hija de una prostituta y tenía un hermano del que era responsable, nos habrías traído aquí voluntariamente?

Puesto de esa manera, Karl también dudó acerca de cuál habría sido su reacción.

– Karl, pienso que es hora de que te diga todo sobre Boston.

– No quiero oírlo. Ya escuché lo suficiente acerca de Boston como para durarme toda una vida. Odio esa palabra.

– Si tú la odias, imagínate qué siento yo cuando hablo sobre ello.

– ¡Entonces no lo hagas!

– Debo hacerlo. Pues si no lo hago, no entenderás nunca lo de mi madre.

– No es tu madre la que me desilusionó, Anna. Eres tú.

– Pero ella es parte de esto, Karl. Tienes que saberlo para comprenderme.

Cuando Karl se sentó, en silencio, Anna lo tomó como una aceptación. Tragando el aliento y temblando, comenzó:

– Nunca tenía tiempo para nosotros. Éramos sólo producto de sus malos cálculos, dos de sus errores. Y en su profesión, éramos las peores equivocaciones que podía haber cometido. Nunca nos dejó olvidarlo. “¿Dónde están esos dos críos míos, ahora?”, exclamaba, hasta que todo el mundo comenzó a llamarnos los “críos de Barbara”.

“Nunca lo supimos con certeza, pero no hacía falta mucha imaginación para pensar que tal vez James y yo seamos medio hermanos. Existe la posibilidad de que seamos de distinto padre. Pero de dónde veníamos, eso no nos importaba. Aprendimos pronto a depender uno del otro. Nadie más nos prestaba ayuda de ninguna índole, de modo que la obteníamos sólo de nosotros mismos.

“Tenías razón acerca de algo, Karl. Ella nunca quiso que la llamáramos “mamá”, por temor a espantar a sus clientes. Tenía que aparentar ser joven y actuar como una mujer joven para mantener a los hombres interesados. A veces nos olvidábamos y la llamábamos “ma”; ella se ponía hecha una furia. La última vez que eso ocurrió, yo tendría unos once años. Una de las otras mujeres me había dado una pluma usada para mi pelo y fui corriendo hasta donde estaba mi madre para contarle.

“Ésa fue la primera vez que vi a… a Saul. Él estaba con mi madre cuando corrí a su encuentro, llamándola. Estaba demasiado excitada y me olvidé de decirle “Barbara”. Cuando me escuchó llamarla “ma”, me regañó ahí mismo, delante de ese hombre. Aunque parezca extraño, con ese episodio quedó probado que Barbara no perdería a sus clientes tan pronto como ella pensaba, apenas ellos se enteraran de que tenía dos chicos.