“Saul estaba siempre por ahí a partir de aquel día, más de lo que me hubiera gustado. Observaba y esperaba mientras yo crecía, sólo que nunca supe que estaba esperando que yo tuviera unos quince años. A partir de allí, traté de no estar en su camino. No se crece en un lugar como ese sin conocer la mirada hambrienta en el rostro de un hombre, a una edad demasiado temprana.
“Fue para esa época cuando Barbara adquirió la enfermedad que todas las mujeres de su profesión temen. Se vino barranca abajo muy rápido y perdió su buena apariencia, sus fuerzas y sus clientes. Después de morir, sus amigos -si se los puede llamar así- nos dejaban a James y a mí quedarnos por las noches. Pero cuando los cuartos estaban ocupados, nos mandaban de paseo. Por eso conocía el interior de la iglesia St. Mark. Nos albergábamos allí cuando no había otro lugar adonde ir. Por lo menos, de allí no nos echaba nadie.
“Buscamos trabajo, Karl, de verdad lo hicimos. Les arreglaba los vestidos a las mujeres del lugar -siempre tenían que tener la ropa en condiciones-, y por eso aprendí algo de costura. Me pagaban muy poco por el trabajo, no nos alcanzaba. Por eso cuando empecé a escribirte, te dije que era costurera. Fue la única cosa que se me ocurrió.
“Y adivinaste acerca de los vestidos, también. Eran los que esas mujeres descartaban. Eran mejor que nada, así que me los llevé. Me imagino que comprenderás ahora por qué prefiero usar los pantalones de James.
“Bueno, teníamos que luchar con uñas y dientes, James y yo. Luego él empezó a robar carteras y comida del mercado, y las mujeres de la casa empezaron a alentarme para que formara parte de sus filas.
“Fue para esa época cuando James encontró tu anuncio en el periódico. Pareció ser un intervalo afortunado en nuestras vidas. Y cuando contestaste su primera carta, no podíamos creer que la suerte estuviera de nuestra parte. Sabíamos muy bien que yo estaba lejos de ser primera candidata como esposa tuya. Pero todo lo que se nos ocurrió fue mentir acerca de mis condiciones hasta que llegara a ti y fuera demasiado tarde para que me rechazaras.
“Por supuesto, tenía miedo de decirte que tenía un hermano. Estaba en una posición bastante desfavorable como para cargarte con eso también. Tenía miedo de que dijeras las cosas que en realidad dijiste aquel primer día, cuando te diste cuenta de que James estaba conmigo: es una boca extra para alimentar, un cuerpo extra para vestir pero, sobre todo, es una invasión a nuestra privacidad. Los hombres que he visto en mi vida querían tener privacidad. James y yo lo sabíamos desde que éramos chiquillos. ¡Cuando los hombres entraban, nosotros salíamos! Pero yo sólo sabía que no podía dejarlo.
“De modo que James y yo decidimos que él viniera aquí sin que supieras la verdad. Mi problema era que enviaste el dinero para un solo pasaje, y yo no tenía modo de pagar el suyo. James tiene trece años y crece como un yuyo; la ropa no le va casi de un día para otro. Yo me arreglaba con lo que me daban, pero no había nadie que pudiera pasarle ropa a James. Necesitaba botas, pantalones, camisas y dinero para el pasaje. Llegó el momento de partir y no había conseguido el dinero.
Anna tomó aire, temblando, y prosiguió:
– Él… era un hombre muy rico, Saul. Seguía viniendo por el lugar después de la muerte de Barbara y yo sabía que una de las razones era yo.
Todo este tiempo, Anna había estado sentada con el camisón abrazado contra su pecho y caído atrás. Ahora se lo subió y lo cerró, como protegiéndose.
Detrás de ella, Karl le puso la mano en el hombro y apoyó los dedos adelante, en la pequeña depresión cerca del cuello.
– No sigas, Anna.
Pero Anna tenía que terminar. Si quería que Karl la perdonara, él debía saber con exactitud qué era lo que le estaba perdonando.
– Lo mandé llamar y apareció en su extravagante carruaje de cuero rojo, creyendo que su dinero lo hacía apetecible. Pero yo lo odiaba desde que tenía uso de razón y ese día no era diferente, era sólo peor.
Desde atrás, Karl se dio cuenta de que Anna comenzó a llorar suavemente, otra vez.
– ¡No sigas! -murmuró con furia.
Cruzó un brazo por delante de Anna y le apretó el brazo. Su propio antebrazo estaba apoyado en la garganta de Anna, y él pudo sentir cuando ella tragó. La atrajo hacia él, contra su corazón convulsionado por el dolor, sujetándola con ese abrazo de acero, deseoso de que la muchacha dejara de decir cosas que él no quería escuchar.
– Pagó para usar una de las habitaciones en el que había sido nuestro único hogar durante toda la vida, el de James y el mío. Cuando me hizo entrar, yo sabía que todos los otros sabían y quise gritar que yo no era como esas mujeres, para nada. Pero no pude hacer otra cosa. Pensé que, con suerte, algún milagro de último momento me salvaría, pero no hubo milagro. Él era grande y pesado y tenía las manos sudorosas y repetía, todo el tiempo, cuánto hacía que no había poseído a una virgen y cuánto me pagaría y… y…
– ¡Anna, para, por favor, para! ¿Por qué continúas?
– Porque tienes que saber. Aunque yo consentí, fue en contra de mi voluntad. ¡Debes saber que me sentía asqueada! Debes saber que fue horrible y triste y doloroso y degradante y cuando todo terminó, quise morir. En cambio, tomé su dinero y vine hacia ti, trayendo a mi hermano conmigo.
“Cuando llegué aquí, a pesar de que parecías una persona amable, Karl, volví a revivir aquel episodio, pensando en cómo me dolería, en lo horrible que sería pasar por eso otra vez. Sólo que nada fue igual, Karl. Contigo, fue algo sano y bueno. Contigo, fue… fue… como si me sintiera más y no menos. Oh, Karl, contigo aprendí. Tienes que creerme. Me enseñaste, me sacaste el miedo e hiciste que todo pareciera hermoso. Y cuando todo terminó, me sentí aliviada de que no hubieras adivinado la verdad sobre mí.
Dejaron que el silencio cayera sobre ellos. Se sintieron embargados por pensamientos densos e indeseados, mientras seguían sentados en el borde de la cama, con el brazo de Karl aún cruzado sobre el pecho de Anna.
Anna se sentía agotada, vencida por un cansancio tal, que el trabajo de la cabaña y de la huerta parecía leve en comparación. Al volcar la cabeza hacia adelante, sus labios descansaron sobre el grueso antebrazo de Karl y pudo sentir, entonces, el vello sedoso y la firmeza del músculo. ¡Cuánto hacía que sus labios no lo tocaban!
La voz de Karl llegó al fin, lenta, cansada y abatida.
– Anna, lo entiendo mejor ahora. Pero debo pedirte que tú también comprendas lo que me pasa a mí; lo que me enseñaron a creer, en cómo eran mamá y papá. Fue una educación totalmente diferente de la tuya. Las reglas por las que yo me guiaba no permitían la existencia de un modo de vida como el de tu madre. Tenía la edad que tú tienes ahora cuando me enteré de esas cosas. Y ahora, he aprendido tanto y en tan poco tiempo, que debo pasarlo todo por un filtro y acostumbrarme a ello. Llegar a admitir verdades como la tuya, me pone en lucha conmigo mismo y debo encontrar mis respuestas. Necesito más tiempo, Anna. Te pido que me des más tiempo, Anna.
Sintió impulsos de besar su pelo, pero no pudo hacerlo. Las imágenes que Anna acababa de presentarle eran demasiado frescas y dolorosas. Habían abierto heridas que necesitaban cicatrizar.
– James me decía todo el tiempo que tú eras un hombre bueno, que debía contarte la verdad de una vez, toda la verdad quiero decir. Pero James ignora lo que acabo de contarte.
– Es un buen muchacho. Nunca lamenté que lo hubieras traído.
– Haré cualquier cosa para que llegues a sentir lo mismo sobre mí. No soy demasiado buena para lo que se hace aquí, pero haré lo imposible para aprender.
Anna no pudo dejar de pensar en Kerstin, con sus rubias trenzas, su ropa impecable, sus cualidades y su idioma sueco. Y en… por lo que parecía… su virginidad. Todas esas cosas Karl las habría encontrado en una esposa, si sólo hubiera esperado otro mes antes de hacer venir a Anna.
Karl respiró profundamente.
– Sé que lo harás, Anna. Ya lograste mucho. Has aprendido bastante y te empeñas tanto como tu hermano. Lo puedo ver con mis propios ojos.
– Pero eso no es suficiente, ¿no?
Como respuesta, Karl le dio un apretón en el brazo y retiró luego el suyo.
– Debemos tratar de dormir un poco, Anna. Ha sido una jornada muy larga.
– Muy bien, Karl -dijo obedientemente.
– Ven, métete en la cama y trata de dormir.
Karl sostuvo la manta y Anna se deslizó de su lado. Se quitó enseguida la ropa y se acostó de espaldas, con un suspiro de cansancio. Esos días, Karl usaba su ropa interior como una armadura.
No fue solamente el aguijón de los mosquitos lo que mantuvo despierta a Anna. Fue también el aguijón del arrepentimiento.
Capítulo 16
Si bien Anna y Karl no habían llegado a una reconciliación, alcanzaron, por lo menos, un status quo que mantuvieron durante el día siguiente. La escueta verdad acerca de Boston, revelada por Anna, significaba una tregua, después de la cual ella esperaba una total amnistía. Pero Karl esperaba su oportunidad, reflexionando sobre todo lo que Anna había dicho, y tratando de aceptarlo.
Al día siguiente llevó de pesca a Anna y a James. Era la actividad perfecta que Karl necesitaba para darse tiempo a pensar. Pasaron un día que, según Karl estimó, estaba lejos de ser desagradable, salvo por las picaduras de mosquitos de Anna. Atribuyó su mal humor a las molestias que le producía la intensa comezón, mientras su cuerpo reaccionaba a las toxinas a las que estaba desacostumbrado, por ser Anna natural del Este. No mejoró en nada el estado de ánimo de la muchacha, cuando Karl le dijo que a medida que pasara el tiempo, aumentaría su inmunidad a las picaduras. Cerca del mediodía el cuerpo le picaba como si tuviera sarna. Probó con la pasta de bicarbonato pero la ayudó muy poco. Ya entrada la tarde, comenzaron a aparecer en su piel heridas en carne viva, de tanto rascarse; Karl se apiadó de Anna y anunció que iría hasta lo de Dos Cuernos para preguntarle a su esposa qué podría aliviar las picaduras de Anna.
Volvió con una gavilla de maíz que descascaró, desgranó y molió en un molinillo de especias. Raspó una pala chata hasta que quedó bien limpia, esparció sobre ella los granos de maíz molido y la puso al fuego hasta que los granos comenzaron a saltar con el calor. Luego tomó una plancha fría y aplastó el maíz caliente hasta que despidió un aceite liviano de olor agradable. Cuando el aceite se enfrió, le dio instrucciones a Anna para que se lo aplicara sobre la piel.
Pero no se ofreció a curar las lastimaduras en la espalda. A Anna le disgustaba tener que pedírselo. ¡Él sabía muy bien que ella no podía sola! De pie, con la camisa levantada, sosteniéndola detrás del cuello, oyó a Karl decir, cerca de ella:
– La esposa de Dos Cuernos me encargó que le dijera a Mujer Tonka que se bañara en una solución de agua y tabaco indio la próxima vez que saliera a recoger frutillas, así los mosquitos no la picarán.
– Me imagino que le habrás dicho que no será necesario, ya que Mujer Tonka no estará tan ansiosa de recoger frutillas de ahora en adelante.
Cuando fueron a la cama, Anna lamentó su hiriente comentario. Como compensación, agradeció a Karl por haberle pedido ayuda a los indios y preparado el aceite. Pensó que él, tal vez, le daría un beso y le diría que no había sido ninguna molestia. Pero sólo comentó:
– Los indios tienen una respuesta para todo. Buenas noches, Anna.
Ella se preguntó con rabia si los indios tendrían una respuesta para un marido testarudo que jamás cedía. Anna había pedido disculpas, explicado, suplicado; sin embargo, Karl se negaba a perdonarla. ¡Esa amable consideración la estaba matando!
¡Maldito él y su aceite de maíz! ¡Ella no quería su aceite, lo que quería era su sudor! ¡Y lo quería en su propia piel!
El día siguiente, cuando los Johanson vinieron, como habían prometido, a ayudar con la cabaña de los Lindstrom, Anna estaba por estallar de furia. Después de la fría despedida de Karl, la noche anterior, hubo momentos en que Anna odió a su esposo, y otros, en que se odió a sí misma. Su preocupación era quedar como una tonta incompetente cuando tuviera que preparar la comida para ese batallón de gente. También la preocupaba parecer un marimacho al lado de Kerstin, siempre tan impecable. Pensaba, además, que se vería muy irlandesa junto a Kerstin, tan rubia y tan sueca. Otra de sus preocupaciones era sonar tan inglesa en medio de todos los Johanson.
Pero Katrene y Kerstin le dieron una sola mirada al día siguiente, y la primera de sus preocupaciones se disipó. Daba tanta lástima verla con la piel llena de ronchas y costras, con sus manos estropeadas por el mal de la pradera, que madre e hija se ofrecieron a trabajar en la cocina y preparar la comida. Al observar a las dos mujeres suecas trabajar en la cocina como si hubieran nacido para ello, Anna se sintió, una vez más, torpe, estúpida y más irritable que nunca. Les dejó el mando y ella se ocupó de las tareas menores.
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