Katrene le sugirió a Anna que se aplicara en las manos una mezcla de cera de abeja tibia y aceite dulce; la muchacha se sintió culpable por su irritabilidad ante esta mujer tan bien intencionada. Cuando le dijo que no sabía si Karl tenía aceite dulce, Kerstin, de inmediato, se lo ofreció.
– Si no tiene, ven hasta mi casa y yo te daré un poco.
Las defensas de Anna se derrumbaron ante este generoso ofrecimiento. Kerstin era una mujer dulce y cálida, totalmente inmerecedora de las ásperas críticas mentales que Anna había estado acumulando contra ella.
– Gracias, Kerstin. Siempre estás sacándome de algún apuro.
– Para eso están los vecinos.
Después de eso, Anna y las mujeres pasaron un día agradable, conversando acerca de incontables temas.
Mientras tanto, los hombres estaban afuera, completando el trabajo de las tejas y el piso. Al finalizar el día, se volvió a sacar el violín y el baile sirvió de bautismo para otra nueva casa. Hasta el baile irritó a Anna, sin embargo. Se sintió otra vez inferior frente a las otras mujeres. Para colmo, cuando Karl bailó con ella, se mantuvo a distancia, como si Anna fuera a quemarlo o algo parecido. Lo único que pudo hacer fue hervir de indignación, pero en silencio.
“¿Qué se cree? ¿Que se contagiará de mis pecados, si se acerca demasiado?” pensó.
Estaban tratando de retomar el aliento entre danza y danza cuando Katrene preguntó:
– ¿Cuándo piensan mudarse, Karl?
– No antes de instalar las ventanas y colocar la puerta.
– ¡Ventanas! -exclamó Katrene.
– ¿Van a tener ventanas? -preguntó Nedda-. ¿Ventanas de vidrio?
– Por supuesto que tendré ventanas, tan pronto como haga el viaje a Long Prairie para comprar los marcos y los cristales -afirmó Karl.
Esto fue una completa sorpresa para Anna. Suponía que tendrían el mismo material opaco que en la casa de adobe. Karl nunca había mencionado que tenía la intención de colocar ventanas de vidrio.
– ¡Oh, qué suerte tienes, Anna! -dijo Kerstin, obviamente impresionada.
Las ventanas de vidrio eran el mayor lujo al que se podía aspirar en la frontera. No era un secreto que los indios no podían ni siquiera creer en la existencia de un material a través del cual una persona pudiera ver. Los indios se pasaban horas, mirando asombrados cualquier ventana de vidrio que encontraran.
– Ya lo creo que tienes suerte -agregó Katrene como un eco a las palabras de su hija-. Creería estar viviendo en un castillo, si Olaf me comprara ventanas de vidrio.
– No me dijiste que querías ventanas de vidrio cuando pasamos por Long Prairie, madre -dijo Olaf.
– Creí que costarían más dinero del que podíamos gastar.
– Pero te pregunté qué querías cuando estuvimos allí. Debiste haber dicho: “Ventanas de vidrio, Olaf.” -Le guiñó un ojo a Nedda, quien le devolvió el guiño-. Si tu madre juega bien sus cartas, tal vez tenga sus ventanas de vidrio.
– ¡Olaf Johanson, te estás burlando de mí! ¿Has decidido que tendremos ventanas de vidrio?
– No, creo que iré con Karl sólo para tomar un poco de aire.
– Olaf Johanson, no sé si alguna vez conocí a algún sueco tan testarudo. Sabes que te sugerí las ventanas cuando estuvimos en Long Prairie -dijo Katrene, pero se rió, como era habitual en ella.
– Pero entonces no sabía que íbamos a tener vecinos ante los cuales tendríamos que presumir.
Katrene se acercó a su marido con un puño levantado y cuando la pelea acabó, estaban bailando otra vez, acompañados por el violín de su hijo.
Más tarde en la cama, Anna dijo en voz baja:
– ¿Karl?
– ¿Mmmm?
Anna imitó el acento sueco de Katrene Johanson cuando dijo:
– No me diji-i-i-iste que tendríamos ventanas de vi-i-i-drio.
– No me preguntaste -contestó él. Había una sonrisa en su voz, pero siguió estando ausente.
Los intentos de Anna para conquistarlo con humor se vieron frustrados, y su impaciencia fue en aumento. Una vez más, Katrene y Kerstin se habían lucido en la cocina como Anna nunca soñaría con poder hacerlo.
El viaje al pueblo no se hacía sin un plan preconcebido. No se iba allí con frecuencia, pues el trayecto era bastante largo. El verano se acercaba a su fin. Aunque estuvieran ansiosos por traer sus ventanas de vidrio, no se hacía un viaje sin tener en cuenta, al mismo tiempo, otros negocios importantes en Long Prairie. En consecuencia había que esperar la cosecha.
El trigo ya estaba maduro y había que segarlo para llevarlo al molino y obtener la provisión de harina para el invierno, mientras Karl estaba en la ciudad. El arroz de la India y las bayas de arándano eran productos rentables y fáciles de obtener en las tierras de Karl. Esta fruta, en particular, tenía mucha demanda en el Este y reportaba un dólar el bushel, mientras que las papas reportaban sólo catorce centavos el bushel. Estas últimas se reservaban para el uso familiar en invierno, junto con los nabos y las rutabagas, que se podían recoger más tarde. La cosecha rentable y los cereales comestibles debían recolectarse con prioridad.
Karl, James y Anna comenzaron por segar y rastrillar los campos de trigo; era una tarea cansadora, a pesar de que contaban con una plantación chica. Karl, que manejaba la guadaña, cruzaba una y otra vez el terreno con esos dientes gigantes y curvados moviéndose delante de él, mientras balanceaba los hombros al sol, rítmicamente. Los dientes del rastrillo eran de acero macizo, y el mango, de fresno verde y resistente, era también muy pesado.
Anna admiró, una vez más, la resistencia de su esposo. La guadaña maciza parecía una extensión del hombre. Como un enchufe con la corriente conectada, una vez que la herramienta tocaba sus manos, Karl la esgrimía sin ninguna queja, con ritmo inquebrantable durante horas y horas.
El trigo se liaba en haces que se ataban con tiras de fibra sacadas del propio cereal. “Pero no se atan solos”, pensaba Anna, dominada por el cansancio. El trabajo requería mucho inclinarse y agacharse, aunque no tanto músculo como segar y pasar el rastrillo.
Si segar y enfardar quebraban la espalda, desgranar el cereal lo dejaba a uno sin alma. Anna estaba en el claro, azotando los granos sobre la tierra, cubierta con una tela muy fina; la muchacha juró que, de ahora en adelante, comería pan sólo día por medio para ahorrar harina, al ver el trabajo que daba producirla. Nunca le habían dolido tanto los hombros como después de golpear los granos con el mayal.
Pero al fin las bolsas de arpillera estuvieron llenas y listas para ser cargadas; Karl anunció que lo que quedaba por hacer era recoger las bayas silvestres, y emprendería el viaje hacia el pueblo.
Las bayas estaban bosque adentro, donde no existían senderos. Karl había ideado una narria, que podía ser tirada por un solo caballo, a través del bosque, cargada con las canastas de fruta. Karl y sus dos ayudantes recogieron las bayas con las manos y tuvieron muchos visitantes curiosos durante los días que se ocuparon de esa tarea. Los pantanos parecían ser el lugar favorito de muchos animales salvajes que estaban, tal vez, enojados porque los saqueadores humanos venían a usurparles su comida. Karl tenía su arma a mano, mientras recogían la fruta, siempre alerta para alejar a los osos negros, que consideraban suyo ese territorio.
Un día, cuando el grupo estaba atareado recogiendo las bayas, James preguntó:
– ¿Por qué no nos mudamos a la cabaña, Karl?
– Porque todavía no está terminada.
– ¡Pero está terminada! Sólo le faltan la puerta y las ventanas. -No podemos vivir en una casa sin puerta, y yo he estado demasiado ocupado como para hacerla. Y sin ventanas, está muy oscuro adentro. Tendríamos que usar muchas velas.
– Las ventanas de la casa de adobe son tan gruesas, que tampoco entra mucha luz por ellas. Además, allí también usamos velas.
– Es costumbre hacer la puerta al final -dijo Karl, inflexible-, y no puedo hacer la puerta, si todavía no tengo las ventanas.
– Bueno, yo me mudaría a la cabaña solo, aun sin puerta ni ventanas. ¡No puedo esperar!
Karl le echó una mirada a Anna, pero ella seguía recogiendo bayas y parecía no haber oído nada.
– Cuando la puerta se cierre por primera vez, será con la casa terminada. Le prometí a Anna un armario para la cocina, que todavía no hice.
Anna miró hacia donde estaban ellos.
– Bueno, me gustaría que te apuraras, así nos podemos mudar -continuó James-. Me gustaría poder dormir allí esta noche.
– Sin puerta, los animales salvajes podrían entrar a dormir contigo.
– ¡No en el desván! ¡No podrían subirse allí!
James estaba repentinamente excitado ante la idea, pensando que faltaban sólo horas para que usara su buhardilla por primera vez. Pero Karl se opuso con firmeza a la idea.
– Esperarás hasta que tengamos una puerta como se debe, y ventanas y muebles. Después nos mudaremos todos juntos a la casa de troncos.
El rostro de Karl se veía tan colorado como las bayas. En realidad, él quería que James se quedara en la casa de adobe, en su lugar en el piso, también por otras razones. Las admitiera o no ante sí mismo, le habló al muchacho con más rudeza de lo que hubiera querido. El chico desvió la mirada, mientras Anna también volvía a centrarse en su tarea.
– No falta mucho ahora -dijo Karl en un tono más amable-. Una vez que terminemos con las bayas, Olaf y yo partiremos para el pueblo.
– ¿Puedo ir contigo? -preguntó James.
Anna deseaba preguntar lo mismo.
– No, te quedarás con tu hermana. Olaf y yo tendremos la carreta llena para cuando compremos las ventanas y traigamos nuestra harina para el invierno. Hay cosas más útiles que tú y Anna pueden hacer aquí, en vez de ir al pueblo.
Anna estaba tan desilusionada, que tuvo que darle la espalda para esconder el brillo en los ojos. Karl la había tratado con amabilidad desde la charla que habían tenido, pero ahora sentía que su marido quería escapar de ella por un par de días. Se volvió para mirar furtivamente a Karl, pero quedó paralizada. Del otro lado del claro, al borde de los sauces, había un enorme oso negro. Estaba parado sobre sus patas traseras, oliendo el aire como si tuviera sabor.
– Karl… -murmuró Anna.
Al levantar la mirada, Karl encontró los ojos asustados de Anna clavados en algo detrás de él. Instintivamente, supo lo que vería. Pero el rifle estaba a cierta distancia y había delante una canasta de bayas. James, sin darse cuenta de lo que pasaba, seguía recogiendo la fruta.
– ¿Cuánto te llevará moler la harina?
– Pásame el rifle, muchacho -dijo Karl con voz muy suave pero firme.
James levantó los ojos, luego los dirigió hacia donde ellos estaban mirando y se puso pálido.
– Pásame el rifle, muchacho, ¡ahora! -exclamó Karl en un tono tenso y contenido.
Pero James estaba aterrado por lo que tenía ante él. El oso los vio, se apoyó en las cuatro patas y se alejó entre la espesura con un gruñido que hizo estremecer a Anna.
– Muchacho, cuando te digo que me pases el rifle, ¡no quiere decir el próximo martes! -dijo Karl en un tono que ni Anna ni James le habían oído antes.
– Lo… lo siento, Karl.
– ¡Va a llegar un momento en que decir “lo siento” no servirá para nada!
Karl siguió hablando en un tono cortante que, de alguna manera, hacía que su acento sueco se marcara más que de costumbre.
James estaba frente al hombrón, paralizado, con un manojo de bayas olvidado en la mano.
– ¿Sabes lo rápido que puede correr un oso?
La pregunta le fue disparada a James, sin contemplaciones.
– Nnn… no, señor.
– La primera lección que te enseñé fue que cuando doy la orden de que me alcances el rifle, no debes atarte los cordones de los zapatos, primero. ¡Tu vida y la de tu hermana dependen de lo rápido que te muevas! ¡Si ese oso hubiera decidido que no le gustaba que nos sirviéramos sus bayas, no se habría detenido a atarse los cordones! ¡Además de eso, te quedaste mirando cómo se perdía nuestra provisión entera de velas y carne!
– Lo… lo siento, Karl -dijo James, vacilante.
La sangre que antes parecía haber desaparecido de su cara, la volvió a teñir ahora de un rojo intenso y ardiente. El estigma de la vergüenza le quemaba el estómago.
Pero Karl siguió atacándolo.
– ¡Te advertí que los osos vienen a este lugar, para que estuvieras preparado si esto ocurría!
James clavó los ojos en las rodillas de Karl, mudo ante este torrente de palabras que había surgido de repente, de no se sabe dónde. El muchacho estaba doblemente confundido, pues no esperaba algo así de Karl, que era normalmente tan paciente, tan comprensivo. Incapaz de defenderse, James salió corriendo.
– ¡Vuelve aquí, muchacho! -gritó Karl-. ¿Dónde crees que vas? ¿A encontrarte con ese oso?
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