“¿Debo desmentir esto aquí, delante de Morisette?”, se preguntó Karl. “No, la chica tendrá que enterarse de que soy honorable después de haber vivido conmigo por un tiempo.”

Anna paseó la mirada por el local, preguntándose qué diría él si ella confesara que le gustaría tener un sombrero. Nunca había tenido uno propio, y Karl le había preguntado si necesitaba algo. No obstante, no se animó a pedir nada, pues James todavía esperaba afuera, sin que Karl Lindstrom se hubiera dado cuenta de nada. Sintió una mano en el codo, que la condujo hacia el tendero.

El moreno franco-canadiense mostró una sonrisa sincera y provocativa.

– Ésta es Anna, Joe. Por fin está acá.

– Por supuesto que es Anna. ¿Quién otra podría ser? -Morisette rió y agitó los brazos. Tenía una risa contagiosa-. Tremendo viaje por la carretera estatal, ¿no? No es la mejor carretera, pero tampoco es la peor. Espere a ver la que va a la casa de Karl, entonces apreciará la que acaba de recorrer. ¿Sabe, jovencita, que los periódicos aconsejan a las mujeres no venir aquí porque la vida es muy dura?

No era para nada lo que Karl hubiera deseado que Morisette dijera a Anna. No quería espantarla antes de que tuviera la oportunidad de ver su maravilloso Minnesota y dejar que hablara por sí mismo.

– Sí, por supuesto, yo… los leí -musitó Anna-. Pero Karl piensa que no hay mejor lugar para quedarse porque hay tanta tierra y es tan rica y… y hay todo lo que un hombre necesita.

Morisette rió. Karl ya le había llenado la cabeza, por lo que veía.

Satisfecho con su respuesta, Karl contestó:

– ¿Ves, Morisette? No podrás espantar a Anna con tu tonta charla. Ha venido desde tan lejos para quedarse.

Anna respiró con alivio. Hasta ahora parecía que había sido aceptada, tuviera o no diecisiete años, con arrugas o no.

– ¿Así que el buen padre los va a casar en la misión? -preguntó Morisette.

– Sí, por la mañana -dijo Karl mirando, desde atrás, los hombros de Anna, donde esos rizos desordenados se alborotaban sobre su cuello.

Justo entonces, los carreros mestizos entraron en el almacén, llevando cada uno un barril al hombro. Uno de ellos dejó la carga en el piso con un golpe, y dijo:

– Ese muchacho está ahí, en el camino, como si estuviera perdido. ¿No le dijo que éste es el fin del viaje?

Era evidente que la pregunta estaba dirigida a Anna. Pero ella permaneció muda.

– ¿Qué muchacho? -preguntó Lindstrom.

Al no ver ninguna salida, Anna lo miró fijo y le contestó:

– Mi hermano, James.

Aturdido por un momento, Karl le devolvió la mirada; comenzaba a comprender la verdad, mientras Morisette y los carreros miraban.

– Sí… claro… James.

Lindstrom caminó hacia la puerta y, por primera vez, miró de lleno al muchacho que había sido el otro pasajero de la carreta de abastecimiento. Karl había estado tan absorto en Anna, que no se había dado cuenta de que el chico estaba allí.

– ¿James? -Lindstrom habló naturalmente, como si hubiera estado enterado de todo.

– ¿Sí? -contestó James. Enseguida se corrigió: -Sí, señor. -Quería causar una buena impresión en el hombre alto.

– ¿Por qué te quedas en medio del camino? Ven a conocer a mi amigo Morisette.

Sorprendido, el chico pareció tener los pies clavados en el piso, por un momento. Luego se metió las manos en los bolsillos y entró en el almacén. Cuando pasó por delante de Karl, éste notó un parecido entre Anna y el niño. El chico era extremadamente delgado, con un tono de piel similar, pero faltaban las pecas, y los ojos, aunque grandes como los de su hermana, eran verdes en lugar de castaños.

Karl ocultó su sorpresa con habilidad y se movió por el almacén metódicamente, mientras iba cargando mercaderías en su carreta. James y Anna exploraban el local, encontrándose cada tanto con la mirada, apartándola con rapidez, preguntándose por la reacción de Karl, si es que la había. Los dos estaban asombrados de ver lo poco que parecía preocuparlo la situación. Con aparente tranquilidad, iba y venía, cargando su carreta y bromeando con Morisette.

Cuando ya habían sido atados y asegurados todos los bultos detrás del par de percherones con sus anteojeras puestas, Karl volvió a entrar y anunció que era tiempo de partir. Pero Anna observó que él no repitió su ofrecimiento de comprarle todo lo que ella quisiera. Se despidió de Morisette y la llevó afuera, tomándola con firmeza por el codo; esa presión en el brazo le advirtió a Anna que su flamante futuro esposo no era tan complaciente como ella había supuesto.

Capítulo 2

Anna pensó que Karl le dislocaría el brazo antes de soltarla. La llevaba, sin decir palabra; Anna daba dos pasos por cada uno de él, pero Karl la ignoró y, empujándola por el codo, la hizo subir al asiento de la carreta. Ella se aventuró a darle una rápida mirada, y su expresión le hizo temblar el estómago. Se frotó el hombro maltratado deseando, más que nunca, haber escrito la verdad en aquellas cartas.

La voz de Karl sonó tan controlada como siempre cuando les habló a sus caballos; les soltó un chasquido y los hizo marchar por el camino. Pero después de pasar una curva, lejos del almacén, la carreta se detuvo con una repentina sacudida. La voz de Lindstrom mordió el aire en un tono muy diferente del que había usado hasta ahora. Sus palabras sonaban lentas como siempre pero en un tono más alto.

– No ventilo mis asuntos delante de Joe Morisette en su almacén. No permito que el bromista de Morisette vea que a Karl Lindstrom le han jugado una mala pasada. ¡Pero pienso que eso es lo que pasó! Pienso que tú, Anna Reardon, trataste de engañar a un sueco estúpido, ¿no? ¡No fuiste honesta y me pusiste en ridículo delante de mi amigo Morisette!

Anna se puso tensa.

– ¿Qué… qué quiere decir? -tartamudeó, sintiéndose cada vez más arrepentida.

– ¿Qué quiero decir? -repitió, con el acento más pronunciado-. Mujer, no soy ningún tonto -explotó-. No me tomes como tal. Hicimos un convenio, tú y yo. Todos estos meses estuvimos preparando el plan para que tú vinieras aquí, ¡y ni una sola vez mencionaste a tu hermano en las cartas! En cambio le deparas una pequeña sorpresa a Karl, ¿eh? ¡Cómo se reirá la gente al enterarse de que mi novia trae un pasajero extra que yo no esperaba!

– Creo… que… que debí habérselo dicho pero…

– ¡Crees! -gritó, lleno de frustración-. Es más que eso. ¡Sabes que hace mucho que me estás preparando esta trampa y tal vez pienses que Karl Lindstrom es un sueco tan grande y tonto, que daría resultado!

– No pensé nada de eso. Quise contarle pero pensé que una vez que viera a James, se daría cuenta de que le iba a ser útil. Es un muchacho bueno y fuerte. ¡Si es casi un hombre! -se defendió.

– ¡James es un chico! Es otra boca para alimentar y más ropa de invierno para comprar.

– Tiene trece años, en un año o dos ya será todo un hombre. Podrá rendir el doble que yo.

– No puse un anuncio en el periódico de Boston pidiendo un ayudante sino una esposa.

– Y estoy aquí, ¿no?

– Claro. Seguro que estás. Pero tú y este hermano es más de lo convenido.

– Es un buen trabajador, Lindstrom.

– Esto no es Boston, Anna Reardon. Aquí una persona de más implica más provisiones. ¿Dónde va a dormir? ¿Qué va a usar? ¿Habrá suficiente comida para alimentar a tres el próximo invierno? Hay que considerar todo esto, si se quiere sobrevivir aquí.

Anna suplicaba de verdad ahora, las palabras se le escapaban a borbotones:

– Puede dormir en el suelo. Tiene suficiente ropa para el invierno. Lo ayudará a cultivar más granos el verano entrante.

– Los granos ya están en la tierra. Eras tú la que iba a ayudarme a cuidarlos. Yo sólo necesitaba una persona: tú.

– Y lo voy a ayudar. Piense sólo en cuánto más podremos cultivar tres personas. ¿Por qué no? Tendríamos tanta…

– Te lo repito, los granos ya están en la tierra. En este momento, ya no son los cultivos lo que me preocupa. Es el hecho de que me hayas mentido y qué medidas voy a tomar. Nunca elegiría a una mentirosa por esposa.

Anna estaba destruida y no podía responder. No parecía haber argumentos contra esa acusación.

James, que se había sentado en la carreta sin abrir la boca, por fin habló.

– Señor Lindstrom, no teníamos opción. Anna pensó que si usted sabía que yo formaba parte del trato, la rechazaría. -A James se le quebró la voz: pasó de tenor a soprano y a tenor otra vez.

– ¡No te equivocas! -explotó Karl-. Es exactamente lo que haría y lo que estoy pensando en hacer ahora.

Anna recobró la voz pero el miedo la hizo temblar. Los ojos se abrieron muy grandes en ese rostro tan delgado, y chispearon con lágrimas a punto de estallar.

– ¿Usted nos mandaría de vuelta? No, por favor.

– Al mentirme, rompiste el convenio. Ya no soy responsable por ti. Mi trato no era con una esposa mentirosa.

Sonaba tan falsamente justo y bueno, sentado allí, con aspecto satisfecho y saludable, tan bien nutrido, que Anna estalló.

– ¡Claro! ¿Qué necesidad tiene de hacer un pacto? ¡Ninguna! -exclamó con furia, agitando las manos y señalando la tierra con vehemencia-. No, cuando dispone de su preciosa Minnesota, que le brinda ¡su néctar, su madera, sus frutos! -Su voz casi exudaba sarcasmo- ¡No, cuando está bien abrigado, alimentado y confortable! No tiene ni idea de lo que es sufrir de frío y de hambre, ¿no es cierto? Me gustaría verlo en ese estado, Karl Lindstrom. Tal vez entonces descubra qué fácil es mentir un poco para mejorar su condición de vida. ¡Boston no tardaría en enseñarle cómo ser un artista consumado en el arte de mentir!

– ¿De modo que haces un hábito de la mentira? ¿Es lo que intentas decirme? -La miró con ira y notó sus mejillas encendidas debajo de las pecas.

– ¡Maldición! No se equivoca -exclamó con rabia, mirándolo de lleno a la cara-. Mentí para comer. Mentí para que James pudiera comer. Primero probamos sin mentir pero no íbamos a ninguna parte. Nadie quería contratar a James porque era demasiado flaco y estaba desnutrido, y nadie quería emplearme a mí porque era una muchacha. Por último, cuando tratar de vivir con honestidad no dio resultado, decidimos que era hora de probar otra cosa y ver si nos iba mejor.

– ¡Anna! -exclamó, tan desilusionado por sus maldiciones como por sus mentiras-. ¿Cómo pudiste hacer algo así? Yo también pasé hambre, alguna vez. Pero nunca llegué a mentir por eso. No hay nada que convierta a Karl Lindstrom en un mentiroso.

– Bueno, ya que usted es tan omnipotente y tan honesto, ¡cumplirá con su parte del convenio y se casará conmigo! -dijo con ímpetu.

– ¡Convenio! Te dije que el convenio quedaba sin efecto con tu engaño. Pagué bastante por tu pasaje. ¿Puedes acaso devolvérmelo? ¿Puedes, o fui tan tonto como para hacerte venir y terminar sin esposa y sin dinero?

– No se lo puedo devolver con dinero, pero si nos recibe a los dos, vamos a trabajar mucho. Es la única forma en que podremos compensarlo. -Anna apartó la mirada del genuino gesto de sorpresa reflejado en los ojos de Karl. Ese gesto provenía de una educación donde lo blanco y lo negro no se mezclaban.

– Señor Lindstrom -intervino James-, yo también le pagaré, ya verá. Soy más fuerte de lo que parezco. Puedo ayudarlo a construir la cabaña que tiene planeada, puedo ayudarlo a limpiar el terreno y… a cultivarlo y a cosecharlo.

Los ojos de Karl miraban un punto fijo entre las orejas de Belle. Tenía la mandíbula tan tensa, que parecía hinchada.

– ¿Sabes manejar una yunta, muchacho? -preguntó con brusquedad.

– No…

– ¿Sabes manejar el arado?

– Nunca probé.

– ¿Sabes levantar una cadena de troncos, usar un mayal o derribar árboles con un hacha?

– Puedo… aprender -balbuceó James.

– Aprender lleva tiempo. Aquí el tiempo es precioso. La temporada de cultivo es corta y el invierno es largo. Te presentas ante mí sin ninguna habilidad, ¿y esperas que te forme como carrero, leñador y granjero, todo en un verano?

Anna comenzó a darse cuenta de lo precario de su plan, pero no podía ceder ahora.

– James aprende fácil, Lindstrom -prometió-. No lo lamentará.

Karl la miró de soslayo, sacudió la cabeza con desaliento y se estudió las botas.

– Ya lo estoy lamentando. Lamento que se me haya ocurrido la idea de pedir una esposa por correo. Pero esperé dos años pensando que vendrían otros pobladores, otras mujeres. En Suecia se habla mucho de Minnesota y creí que otros suecos me seguirían. Pero nadie viene y no puedo esperar más. Eso lo sabes, también. Te aprovechaste de eso para sacarme ventaja -se lamentó.

– Puede ser, pero también pensé que una persona más le sería útil. -Anna se arrancó una piel de la cutícula mientras hablaba.