James se detuvo ante la orden de Karl, sin mirarlo, renuente a ser castigado, delante de su hermana, de esta manera tan injusta. El enojo injustificado de Karl trajo lágrimas a sus ojos.
– ¡Dijo que lo lamentaba! -gritó Anna abruptamente.
– ¡Dije que los lamentos no eran suficientes!
De repente, un dique estalló dentro de Anna, y comenzó a contestarle, indignada.
– ¡Claro! ¡Nada es suficiente para ti, Karl! ¿Qué es suficiente? ¿Quieres que tome el arma y vaya solo tras el oso? ¿Eso sería suficiente para ti, Karl?
Anna nunca había visto la cara de Karl tan colorada.
– No espero que haga tal cosa. Espero que actúe como un hombre cuando es necesario, y no que se quede pegado a sus botas, sin poder moverse.
– Bueno, James no es un hombre -gritó Anna, desafiando a su marido, con las manos en las caderas-. Es un muchacho de trece años y nunca había visto un oso en su vida. ¿Cómo querías que reaccionara?
– ¡No me digas cómo tengo que enseñarle al muchacho, Anna! ¡Éste es un trabajo de hombres!
– ¡Oh, seguro que éste es un trabajo de hombres! ¡Si te salieras con la tuya, seguirías allí, gritándole, diciéndole cosas acerca de tu estúpido oso hasta hacerlo llorar, pero no te lo permitiré! Es mi hermano y si yo no lo defiendo, nadie lo hará. ¡James es incapaz de contestarte mal, y tú lo sabes!
– Dije que te mantuvieras fuera de esto, Anna.
– ¡Al diablo si lo haré! -le espetó, echando chispas por los ojos, desafiante-. Se arrastró detrás de ti todo el verano, haciendo siempre todo lo que le pedías; y ahora que es la primera vez que hace algo mal, saltas sobre él como si fuera un tonto ignorante. ¿Cómo crees que se siente? ¿Cómo podría saber lo rápido que corre un oso? ¿Cómo podría estar pensando en tus preciosas velas de sebo, cuando ve delante de él un monstruo negro, parado sobre sus patas traseras, por primera vez en su vida?
– Habría sido la última vez en su vida, si al oso se le hubiera ocurrido correr en nuestra dirección en lugar de internarse en el bosque. ¡Parece que no te das cuenta de eso, Anna!
– ¡Y tú no pareces darte cuenta de que lo estás tratando como si hubiera cometido el peor de los crímenes del siglo, cuando sólo reaccionó como lo hubiera hecho cualquier chico de trece años!
– ¡Nos ha costado la cantidad suficiente de comida como para alimentarnos a nosotros y a los Johanson durante todo el invierno!
– ¡Ah, los Johanson! ¡Naturalmente, no podías dejar de traerlos a nuestra conversación!
– ¡Es verdad! Esa comida podía alimentarlos a ellos también.
– ¡Te apuesto a que te encantaría arrastrar el cuerpo de un oso hasta aquí, para ofrecérselo a Kerstin con algunas cintas rojas adornando su cabeza!
– ¿Qué significa eso, Anna? ¿Qué es lo que estás diciendo?
Tenía los puños apretados y la mirada amenazante.
– ¡Significa exactamente lo que crees que significa! Que te preocupa más lisonjear a Kerstin que quedarte aquí con nosotros. Por supuesto, ¿quién podría culparte, cuando Kerstin hace una comida tan rica y tiene esas rubias y hermosas trenzas suecas?
Karl elevó la nariz al cielo y dejó escapar un bufido.
– ¡Por lo menos, cuando estoy con los Johanson no tengo a mi lado a una imprudente mujer que me hace reproches porque corrijo a un chico cuando se lo merece!
– ¡No se lo merece, y tú lo sabes, Karl Lindstrom!
– ¿Cómo puedes saberlo tú? ¿Cómo puedes saberlo? Vino aquí tan verde como estas hojas de arándano, y le he enseñado durante todo el verano. ¡Hasta ahora no le ha ido tan mal, escuchándome!
– ¡Hasta ahora! Pero no, en este momento. ¡No tiene por qué escucharte ahora! ¿Por qué debería hacerlo cuando eres un tonto testarudo, un cabeza dura y un loco?
Karl levantó las manos en el aire. Los dos se olvidaron de que James estaba ahí, escuchándolos, observando cómo se enfrentaban como gallos de riña con el cuello arqueado.
– Sí. Sabes lo que dices cuando me llamas tonto. Eres experta en encontrar tontos, ¿no, Anna? ¡Un tonto ansioso que se sonroja!
Anna tenía la boca apretada y los ojos entrecerrados cuando vociferó:
– ¡Te puedes ir directo al infierno, Karl Lindstrom!
– ¿Así te enseñan a hablar en el lugar de donde vienes? ¡Con qué dama me casé! ¡Tiene la lengua de un marinero! Bueno, déjame decirte algo, Anna. Ya estoy en el infierno. ¡Hace semanas que estoy en el infierno! Y tú crees que Boston era un infierno para ti…
– ¡Deja a Boston fuera de esto! ¡No tiene nada que ver con esto!
– ¡Tiene mucho que ver con esto!
– ¿No puedes olvidarte, no? ¡Yo sí puedo trabajar hasta el cansancio! ¡Puedo cocinar en… en tu estúpido hogar lleno de humo, desgranar tu maldito trigo hasta que mis hombros no pueden enderezarse, fregar ropa con tu podrido jabón de lejía y recoger frutillas hasta desear morirme y no te importa un bledo! Sigo siendo Anna, la caída, ¿no es así? No importa lo que haga, me quieres castigar porque no quieres admitir ante ti mismo que tal vez… tal vez… haya tenido una justificación. Quizás estés equivocado al esgrimir ese episodio contra mí todo el tiempo. ¡Pero no puedes volverte atrás y admitir que el más sagrado de todos, el justo y bueno Karl Lindstrom se rebaje! ¡Bueno, déjame decirte algo! ¡Eres un estúpido sueco enorme y obstinado y no sé por qué me sacrifico para tratar de complacerte!
– ¿Existe alguna esposa que crea que puede complacer a su marido usando pantalones? Sí, tus pantalones…
– ¡Deja a mis pantalones fuera de la cuestión! -dijo, furiosa-. Sabes bien por qué uso pantalones. ¡Los usaré hasta que se me peguen a los huesos antes de ponerme esos vestidos! ¡Creo recordar que tiempo atrás te gustaba cómo me quedaban los pantalones!
– Eso fue hace mucho tiempo, Anna -contestó, más calmo.
– Segu-u-u-u-ro -replicó, usando un acento sueco exagerado, ahora, como un arma hiriente-. Fu-u-u-e antes de que la hermo-o-o-sa Kerstin se mu-u-u-u-dara cerca con su-u-u pastel de fru-u-u-utillas y su enorme pe-e-e-e-cho.
Anna se puso una mano en la cadera y se contoneó de manera provocativa mientras arrastraba las vocales, incitando a Karl hasta que su rabia se convirtió en furia.
– ¡Anna, estás yendo demasiado lejos! -gritó.
– ¿Yo? -vociferó Anna-. ¿Yo soy la que va demasiado lejos? -Pateó adrede un balde de bayas, y desparramó el contenido a los pies de Karl- ¡No lo suficientemente lejos como para escapar de ti! ¡Pero trataré de hacerlo, Karl! ¡Ya verás!
Parado en medio del montón de bayas, Karl le gritó a la espalda de Anna:
– ¡Anna, vuelve aquí!
Pero Anna arrastró a James y lo obligó a caminar más rápido.
– ¡Anna, ese oso está allí en el bosque! ¡Vuelve aquí!
– ¡Ningún oso querría tocarme con sus garras más de lo que tú quieres! -le gritó Anna por sobre el hombro.
– Anna… vuelve… ¡Maldito sea! ¡Vuelve aquí! -gritó Karl, que nunca había insultado a ninguna mujer en su vida.
Pero Anna salió corriendo, hecha una furia.
Karl se arrancó el gorro de la cabeza y lo arrojó al suelo, pero sabía que nada haría volver a Anna. Se agachó para recoger las bayas desparramadas y ponerlas en la canasta, en tanto miraba cómo las figuras se hacían cada más pequeñas y desaparecían del otro lado del pantano. Si dejaba allí las bayas, seguro que el oso regresaría a liquidar la cosecha más valiosa de Karl y todas las ganancias que implicaban. Tampoco podía abandonar al caballo, con la narria atada atrás cargada con la recolección del día. Lo mejor que podía hacer era arrojar a la canasta, rápidamente, lo que pudiera; cargar la narria e ir detrás de esa esposa caprichosa que se alejaba a zancadas con el trasero enfundado en esos pantalones ajenos, desafiándolo con cada paso.
El enojo y la preocupación vetearon su rostro de rojo. ¡La mujer no tenía la menor idea del peligro que corrían, ella y su hermano, al atravesar el bosque con ese oso al acecho! Finalmente logró asegurar la carga y condujo a Belle a través del pantano a tal velocidad, que el caballo se resistía sobre sus precarias patas, mientras sufría los gritos injustos de su amo por primera vez en su vida.
Para cuando alcanzó el claro, Anna y James estaban allí desde hacía un rato. Aliviado al encontrarlos a salvo cuando llegó, algo explotó dentro de él, en tanto se acercaba a la casa como el señor de la guerra.
– ¡Mujer, no hagas eso nunca más! -gritó, apuntándole con un dedo.
– ¡No soy sorda! -le espetó Anna.
– ¡No eres sorda pero parece que sí eres muda! ¿Sabes lo que ese oso te podría haber hecho? Pusiste en peligro no sólo tu vida sino también la del niño. ¡Fue algo insensato y estúpido lo que hiciste, Anna!
– Bueno, ¿qué esperabas de una mujer insensata y estúpida?
– ¡Ese oso te hubiera desgarrado en jirones! -explotó.
Con las manos en las caderas, los ojos desafiantes, el desprecio dibujado en sus labios, Anna le lanzó palabras que no hubiera querido decir.
– ¿Y te hubiera importado, Karl?
El rostro de Karl se veía como si se lo hubieran golpeado con un trapo sucio después de haberse ofrecido a limpiar los platos.
Anna percibió de inmediato que se había extralimitado, pero había demasiado encono, orgullo y pena acumulados en su interior como para volverse atrás con las palabras. Los ojos azules de Karl se abrieron por la sorpresa; luego bajó los párpados para ocultar su dolor. Las doradas mejillas subieron de tono detrás de su expresión de incredulidad.
Se miraron fijamente a través de la rústica mesa de troncos, y toda una vida transcurrió en esos pocos momentos de tensión. En realidad, la vida entera de un matrimonio. Anna observó cómo los músculos se iban relajando uno a uno y se liberaban del control que Karl ejercía sobre ellos. Para cuando Karl se volvió para tomar una bolsa de lona y llenarla con comida, ya había pasado mucho tiempo como para que Anna se disculpara honrosamente. Ella lo vio ir hacia el baúl, levantar la tapa, sacar un par de mudas de ropa limpia y meterlas en la bolsa. Él dio un rodeo para no rozar a Anna y se dirigió a la repisa de la chimenea, donde guardaba sus proyectiles. Tomó un puñado de balas de plomo y las arrojó en una bolsa de cuero. Enseguida cruzó el cuarto, evitando a Anna, tomó el arma, que había dejado apoyada al lado de la puerta cuando entró, y salió de la casa resueltamente.
Anna se quedó mirando su espalda mientras Karl atravesaba el claro, furioso. Enseguida se detuvo, a mitad de camino, dio una media vuelta abrupta y volvió a la casa; depositó con ruido el arma sobre la repisa de la chimenea, vació allí la bolsa de municiones, y partió nuevamente.
Anna siguió observándolo desde las profundas sombras de la vivienda. Karl desapareció dentro del establo antes de salir con Belle y Bill; ató la yunta a la carreta, cargada con los sacos de trigo, los nabos y todas las canastas de bayas, y se alejó sin siquiera una sola mirada hacia atrás.
Era casi de noche. Anna no se cuestionó, en ese momento, dónde Karl pasaría la noche antes de salir para el pueblo. Cuando tomó conciencia de ello, se derrumbó sobre el colchón de chalas y lloró a lágrima viva.
El pobre James se quedó con las manos colgadas a los costados de su cuerpo hasta que ya no pudo seguir soportando ver y oír a su hermana en ese estado. Impotente, salió para trepar por la escalera hasta su desván. Allí, por fin, él también pudo llorar.
Capítulo 17
Era la primera vez que Karl se sentía contento de dejar su hogar desde que lo había construido. Observaba las anchas grupas de Belle y de Bill, una y otra vez, y tenía que hacer un esfuerzo para aflojar las riendas. Trató de borrar de su mente las duras palabras de Anna y luego se esforzó en recordar exactamente cómo las había pronunciado. Trató de olvidar sus propias respuestas agresivas. Después, de un modo más humano, pensó en otras respuestas que podía haber dado -más agudas, más hirientes, más justas- y que hubieran servido mejor para ponerla en su lugar.
Se preguntó cuál era el lugar de Anna. Se dijo a sí mismo que había cometido un error en traerla aquí. Pensando en el muchacho, reconoció que había estado mal. Las palabras crueles que le había dirigido a James le producían a Karl un dolor como no recordaba haber sentido en mucho, mucho tiempo. ¡Cuán injusto había sido con el chico, al reprenderlo por algo que, en realidad, existía entre él y Anna! Hasta ahí Anna tenía razón. Había tratado a su hermano de una manera imperdonable.
Karl admitió que quería al muchacho como si fuera un hijo. Durante todo el verano, había sido algo muy lindo tener a James trabajando a su lado; el chico lo seguía con esos ojos tan abiertos que hablaban de lo ansioso que estaba por aprender, por complacer. Y qué bien se había desempeñado. No había nada por lo que Karl pudiera culparlo.
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