Pero cuando pensó acerca de Anna, Karl descubrió que estaba más dispuesto a poner el peso de la culpa en ella que en él mismo. Las hirientes palabras que la muchacha había dicho le quemaban las entrañas. Lo había llamado sueco enorme y estúpido y lo había provocado con la imitación de su idioma.

“Soy sueco”, pensó. “¿Está mal que hable mi idioma nativo con los Johanson? ¿Que traiga apenas algo del lugar que amé, que todavía amo, del lugar donde nací? ¿Está mal que me siente a su mesa y coma las comidas que me traen la imagen de mi madre cocinando, poniendo la comida sobre la mesa, dándole un ligero golpe en la mano a cualquiera que se acercara a un bol antes de que papá se sentara?”

Añoraba el solaz que le brindaba su padre, tan comprensivo; Karl nunca llegaría a ser tan buen maestro como él. Si su padre estuviera allí, le ayudaría a ver las cosas con mayor claridad. Su padre acostumbraba fumar su pipa, mientras se tomaba el tiempo para reflexionar, pesando un lado y otro de cualquier cuestión, antes de dar un consejo. Papá le había enseñado que ése era el camino más sabio. Sin embargo, hoy Anna se había burlado de esa lentitud deliberada, llamándolo estúpido.

Pero lo que más le dolió fue lo último que Anna dijo sobre el oso, al insinuar que él se preocupaba tan poco por ella, que una cosa así no le importaría. Karl sabía que sus palabras eran armas, armas que Anna esgrimía por instinto, sin premeditación. No obstante, como cualquiera que se siente lastimado por las palabras de otro, Karl no podía admitir ningún justificativo.

En lo de los Johanson, las velas estaban ardiendo en la nueva casa de troncos y todo el mundo estaba sentado a la mesa. Cuando oyeron la carreta de Karl detenerse, la familia entera dejó la comida para recibirlo y hacerlo entrar.

– Hola, Karl. Esto es una sorpresa -saludó Olaf.

– Pensé que podríamos salir más temprano por la mañana, si venía aquí y dormía, quizá, en tu carreta esta noche.

– Pero, por supuesto, Karl, seguro. Pero no dormirás en ninguna carreta; dormirás en la casa que ayudaste a construir.

– No, no quiero incomodar a nadie -les aseguró.

– Si quieres incomodar a alguien, ¡prueba a dormir en la carreta, Karl Lindstrom! -lo regañó Katrene, sacudiendo un dedo delante de él, como si fuera un chico travieso.

La mesa era como la de su propia familia en Suecia. Había muchas risas, mucha comida, muchas sonrisas, manos grandes que iban de un lugar a otro, un buen fuego ardiendo y, como un regalo para los oídos de Karl, su querido idioma sueco.

Karl se encontró más consciente que nunca de la presencia de Kerstin. Siempre la veía como un miembro más de la familia. Pero la injusta acusación de Anna lo hizo verla con otros ojos. Kerstin se reía cuando iba a buscar más comida a la repisa de la chimenea, y le tiraba del pelo a Charles cuando él la retaba por dejar que los boles se vaciaran. El resplandor del fuego iluminaba la corona dorada de sus trenzas, y Karl se encontró pensando si Anna no tendría razón: ¿habría estado todo el tiempo consciente de la feminidad de Kerstin? Cuando la joven se inclinó hacia adelante entre dos amplios hombros para ubicar un bol de madera en la mesa, Karl divisó el perfil de su pecho contra la luz del fuego. Pero Kerstin pescó la mirada cuando se volvió, y rápidamente Karl puso sus pensamientos donde debían estar.

Cuando acabó la cena, llegó el goce supremo de compartir la pipa. El fragante humo vagaba por el ambiente -epílogo de la cena, preludio del atardecer- mientras las mujeres ponían la cabaña en orden; lavaron los platos y barrieron el piso con una escoba de varas de sauce. La charla se demoraba. Katrene, Kerstin y Nedda se quitaron el delantal; Karl recordaba muy bien que eso hacían su madre y sus hermanas. Siempre usaban un delantal muy adornado, como el que se había quitado Kerstin.

– Papá -dijo ella en ese momento-, ya has llenado de humo la nariz de Karl por un largo rato. Quiero llevarlo afuera para que tome aire fresco por un rato.

Karl miró a Kerstin, sobresaltado. Nunca habían estado solos antes. Pensó que estar juntos ahora, después de lo que había estado pensando durante la cena, no era una buena idea.

– Ven, Karl, quiero mostrarte el nuevo corral que hicimos para los gansos -dijo ella, indiferente. Tomó su chal y salió de la casa, con lo que no le dejó a Karl otra opción más que seguirla.

¿Qué podía hacer sino excusarse e ir tras ella? Las tablas de madera recién cortadas se veían blancas bajo el cielo del atardecer. Sí, había un nuevo corral pero no fue acerca de eso de lo que hablaron.

– ¿Cómo está Anna? -comenzó Kerstin, sin ningún preámbulo.

– ¿Anna? -preguntó Karl-. Anna está bien.

– ¿Anna está bien? -repitió Kerstin, pero la inflexión de su voz dejó a las claras lo que quería decir-. Karl, tu casa no está a más de media hora del camino. No había necesidad de que ahorraras media hora, quedándote en nuestra casa esta noche.

– No, es verdad -admitió.

– Entonces -continuó Kerstin-, yo tenía razón. Anna no está tan bien como quieres que yo crea.

Karl asintió con la cabeza. Los gansos emitían suaves cloqueos al acomodarse con sus regordetes pechos que parecían inflarse aún más en tanto se acuclillaban sobre la tierra. Había una pareja, un ganso y una gansa. Karl los observó mientras se contorsionaban buscando confort, acurrucados muy cerca uno del otro hasta que, finalmente, el ganso cobijó la cabeza bajo el ala de la gansa.

– Karl, debo preguntarte algo -dijo Kerstin en un tono natural.

– Sí… -dijo Karl, distraído, sin dejar de observar a las aves.

– ¿Yo te gusto?

Karl sintió el calor subirle por el cuello aun antes de mirar a Kerstin directo a los ojos.

– Bueno… sí, por supuesto que me gustas -contestó, sin saber qué otra cosa decir.

– Y ahora voy a preguntarte algo más -dijo ella, y lo miró a los ojos con tal firmeza, que hizo vacilar a Karl-. ¿Me amas?

Karl tragó saliva. Nunca en su vida una mujer había sido tan audaz con él. No sabía qué decir sin herir sus sentimientos.

Kerstin sonrió y volvió las palmas hacia arriba.

– Así, me has dado tu respuesta. Te has respondido a ti mismo. No me amas. -Se apartó y apoyó las manos sobre la cerca-. Perdóname, Karl, si te hablo tan directamente. Pero creo que ya es hora. Hoy, durante la cena, creo que te vi mirarme de una manera que una mujer intuye… una manera, digamos, diferente. Pero es por algo que ha pasado entre tú y Anna, y no entre tú y yo.

– Lo… lo siento, Kerstin, si te ofendí.

– Oh, por amor de Dios, Karl, no seas tonto. No me ofendí. Si las cosas hubieran sido diferentes, me hubiera sentido orgullosa. Pero no te lo digo para hacerte sentir incómodo. Te lo digo para hacerte hablar sobre lo que pasa entre tú y Anna.

– Nos dijimos palabras terribles -admitió.

– Me parecía, y perdóname otra vez, Karl. No pretendo hablar como si me creyera muy inteligente. No es eso. Pero tan pronto como conocí a Anna, advertí que esta pelea se avecinaba. Sentí como si estuviera celosa de mí. Entre mujeres, hay cosas que se intuyen de inmediato. Me di cuenta, enseguida, de que traería desacuerdos entre ustedes. Hoy, cuando te vi entrar, pensé que eso era lo que había sucedido. Anna por fin le dijo algo a Karl. ¿Tengo razón?

– Sí -dijo, mirando, otra vez a los gansos.

– ¿Y saliste de golpe, como un sueco obstinado, para venir aquí a descargarte?

Kerstin tenía razón en llamarlo sueco obstinado, porque lo era ella también. Lo estaba demostrando ahora mismo al no darle tregua. Pudo, con todo, aceptar su hostigamiento con una sonrisa benevolente.

– Estoy un poco confundido respecto a Anna, y quise alejarme un poco para pensar.

– Pensar está muy bien, mientras pienses en cosas que son ciertas. Lo que yo creo que pensabas hoy en casa, durante la cena, eso no era verdad, Karl.

– No sabía que se notaba tanto lo que estaba pensando, y lo siento, Kerstin. Estuve mal. Es Anna quien puso esas cosas en mi cabeza. -Pero, de repente se interrumpió, arrepentido y confundido-. Oh, no es lo que parece… Te admiro, Kerstin, pero…

– Entiendo lo que estás diciendo, Karl. Lo entiendo. Sigue con lo de Anna.

– El motivo de nuestra pelea era… -Pero Karl comenzó a arrastrar las palabras.

– No necesitas decírmelo, creo que algunas de las cosas que perturban a Anna ya las he adivinado. Las intuí cuando viniste aquí con ella la primera vez. Pero, Karl, debes mirarnos a todos con los ojos de Anna. Me di cuenta de cómo se sintió ella ese día al venir aquí, con todos nosotros excitados y hablando en sueco y ella sin entender una sola palabra. Toda esa charla acerca de nuestro país y todas las cosas que amábamos allá. Cuando hablamos inglés, eso es lo que oye. Y luego, cuando fuimos a tu casa, aprendí muchas otras cosas acerca de tu Anna. Siente que no puede complacerte porque las cosas de la casa le resultan una tarea ardua. Era evidente que cuando mamá y yo trabajamos en tu cocina, Anna deseaba sentirse cómoda en ella, como nosotras. Algo me dice que Anna no tiene experiencia en las cosas que a mí me enseñaron desde que era una niña.

– Anna tuvo una educación diferente de la nuestra.

– Me lo imaginaba. Su modo de vestirse revela eso y mucho más.

– Se crió en Boston y no tuvo una madre como la tuya o la mía. -Hasta le era difícil mencionar la palabra Boston, ahora.

– Boston está lejos de aquí. ¿Cómo la conociste?

– Eso es parte de nuestro problema. Anna y yo no nos conocimos antes de casarnos. Yo… nosotros acordamos casarnos a través de las cartas que nos escribíamos. Aquí, en América, llamarían a Anna “mi novia por correspondencia”.

– Oí hablar de esas cosas, pero no sabía lo de ustedes dos.

– Nos casamos sólo al comenzar el verano.

– Pero, Karl, ¡son recién casados!

Karl se quedó pensando un momento.

– Ésa es la verdad -dijo, aunque le parecía que la tirantez entre él y Anna venía de hacía muchos años.

– Y tienen algunos problemas, como todos los recién casados: acostumbrarse uno al otro.

– Parece que hay mucho a lo que jamás podremos acostumbrarnos.

– Oh, Karl, creo que estás poniendo el acento en lo negativo. Tuvieron su primera pelea. Eres muy duro con Anna y contigo mismo. Las cosas llevan tiempo, Karl. Ustedes no tuvieron demasiado.

– ¿Por qué diría Anna tal cosa acerca… bueno, acerca de ti y de mí?

Kerstin era una muchacha que hacía frente a las cosas.

– ¿Qué es lo que dijo, Karl? No lo sé.

– Que yo… -Se apoyó en la cerca y frotó una de sus enormes manos contra la palma de la otra-. Que yo prefiero estar aquí, contigo, con tu pastel de frutas y tus trenzas, a estar con ella.

Kerstin se echó a reír, lo que sorprendió a Karl.

– ¡Oh, Karl, es tan simple! Eres un poco tonto, creo. Anna te ve venir aquí, hacia todo lo que te es familiar, y yo represento todas las cosas que has dejado atrás, en Suecia. Naturalmente, Anna piensa que deseas esas cosas, cuando ve lo alegre y feliz que te pones cuando estás entre nosotros. No advierte que somos todos nosotros los que te hacemos feliz, y no sólo yo. ¿Sabes qué me pidió que hiciera cuando estábamos en tu casa?

– No, pero pienso que quería que le enseñaras a hacer bien el pan.

– ¡Ahí está, Karl! ¡Lo ves! Trata por todos los medios de complacerte pero esas cosas le resultan difíciles. No, no fue eso lo que me pidió. Quería aprender a recogerse el pelo en trenzas.

Karl se volvió hacia Kerstin, realmente sorprendido.

– ¿Trenzas? -repitió-. ¿Mi Anna con trenzas?

– Sí, trenzas, Karl. Ahora, ¿por qué crees que una mujer con un pelo ondulado tan hermoso como el de Anna querría recogérselo en esas trenzas tan horribles?

Karl permaneció silencioso.

– Karl, ¿por qué piensas que salió a juntar frutillas para ti?

Pero él estaba absorto, tratando de imaginarse a Anna con trenzas, lo que no la favorecería para nada.

– No seas tonto -continuó Kerstin-. Anna te quiere mucho. Una chica irlandesa que trata con tanto ahínco de parecer sueca porque piensa que es lo que su hombre desea… Bueno, Karl, ¿no te das cuenta?

– Pero nunca le dije que necesitaba juntar frutillas o usar trenzas para complacerme. Una vez, hace mucho tiempo, llegué a decirle que las trenzas no eran importantes.

– ¿Hace mucho, Karl? ¿Cuánto hace? ¿Antes de que yo viniera?

– Seguro. Pero ¿qué importa eso?

– Lo que importa es que Anna te ve más feliz en nuestro hogar que en el tuyo. Hasta yo lo veo. Tendría que ser al revés.

– Hay cosas que tú no sabes, Kerstin.

– Siempre las habrá, Karl. Siempre las hay. Reconozco a una mujer enamorada cuando la veo, y sé que Anna está luchando por complacerte. Pero también advierto que tú no permites que te complazca, por alguna razón. Es por eso que Anna te acusa de que gustas más de mí que de ella.