Karl bajó la cabeza y se cubrió la cara con sus manos ásperas, los codos apoyados sobre la cerca.

– Anna tendría que saber que no es así -afirmó.

– ¿Por qué? ¿Ahora que la dejaste, enojado? Es ella la que, tal vez, esté sufriendo más que tú ahora, preguntándose dónde estarás y cuándo volverás. Debes regresar y poner las cosas en orden con ella, Karl.

Karl sabía que la joven tenía razón. Admitió, entonces, el resto de las transgresiones de ese día.

– Le grité también al muchacho hoy. No me porté bien con ninguno de los dos, creo.

– Entonces, ¿qué hay de malo en que pidas disculpas cuando regreses, Karl? James necesita saber que la gente comete errores. La gente no usa siempre el sentido común en todo lo que hace. Seguro que el chico… y Anna también… lo comprenderán y te perdonarán.

– Anna dijo que todavía no se había alejado lo suficiente de mí y me acusó de que no me hubiera importado si el oso la mataba.

– Seguro, hubiera apostado a que lo dijo. Pero ésa es sólo una parte de la historia. La parte que dejaste afuera es lo que pasó antes. Ni siquiera necesito que me lo cuentes para saber que los dos se dijeron cosas que no hubieran querido decirse. Pero, Karl, debes recordar que Anna es humana, también; por eso, comete errores. Es muy probable que ahora esté lamentándolo.

“Sí, Anna lamenta lo de ahora y no puede tolerar lo otro, hasta que yo no la perdone”, pensó Karl. Apoyó la cabeza en las manos y recordó a Anna la noche que la encontraron trepada al árbol, acorralada por los lobos. Recordó cómo sollozaba en sus brazos, diciendo una y otra vez: “Lo siento, Karl. Lo siento”.

En aquel momento, supo que no era por haberse perdido, no sólo por eso, que pedía perdón. Le estaba diciendo cuánto lamentaba todo: las mentiras, las cosas que ella veía como sus fracasos domésticos, pero, sobre todo, aquello que él no podía -no, ahora Karl sabía que la verdad era que él no quería- perdonar.

Y él, un sueco testarudo, había rechazado deliberadamente sus disculpas, creyéndose más que ella. ¡Cuánta razón tenía su madre en haberle enseñado que la arrogancia es abominable! Al no aceptar los honestos esfuerzos de Anna por complacerlo, se había creído mejor que ella. Y se había aferrado a su obstinación por algo que Anna había hecho, en medio de la desesperación, mucho antes de que él la conociera.

– Sabes, Karl -estaba diciendo Kerstin-, he estado reflexionando y pienso que no pudiste haber elegido mejor momento para ir a comprar las ventanas. Creo que un par de días lejos de Anna les van a venir muy bien a los dos.

Capítulo 18

James ya era capaz de encender un buen fuego. Podía obtener de la madera láminas tan finas como el papel, lo mismo que Karl. Podía sacar chispas de la piedra al primer intento. Podía atizar el fuego sin ahogar la primera flama, y agregar pedazos de leña hasta que las llamaradas crecían. Y durante todo este proceso, no había ningún vestigio de humo en la casa de adobe.

Pero al darse cuenta de que estaba sentado en cuclillas, mirando el fuego recién encendido -como lo había visto a Karl tantas veces-, se incorporó, de inmediato, y le dio la espalda a la chimenea.

– ¿Por qué lo haría, Anna? -preguntó, vencido.

– Oh, James, no tuvo nada que ver contigo -le contestó Anna, en un tono dulce y resignado-. Es algo entre él y yo. Algo que tenemos que reparar, eso es todo.

– Pero se puso tan furioso conmigo, Anna.

El dolor era intenso, se le notaba en la voz.

– No, no es así. Estaba furioso conmigo.

Anna contempló el fuego, pensativa. Veía la espalda enojada de Karl cuando se alejó del claro; hubiera deseado llamarlo y disculparse por las palabras con las que lo había herido cruelmente, cuando merecía todo su amor y su respeto.

– ¿Por qué?

– No puedo contarte todo. Ven a comer.

Los dos hermanos se sentaron a la mesa, muy tristes, pero no pudieron comer. Ambos estaban enfadados aunque, al mismo tiempo, anhelaban la presencia del hombre que hizo que eso… eso… fuera, sin lugar a dudas, un hogar.

– Tiene que ver con lo que era Barbara, ¿no?

– En cierto modo, sí.

– Nunca me lo hubiera imaginado de Karl. Quiero decir… -James se interrumpió, confundido, pero continuó-. Bueno, es casi… casi el hombre más perfecto que conozco. No parece el tipo de persona capaz de culparnos a nosotros por lo que ella era.

Anna le acarició la mano.

– Oh, James, no nos culpa. Te juro que no. No es por eso, en realidad. La cosa es conmigo. No puedo… bueno, no sé desenvolverme en este lugar. No sé cocinar como se debe ni vestirme como se debe ni peinarme como se debe; no sé nada de lo que debe saber una esposa. Barbara no me enseñó mucho de todo eso, y todo lo que intento, me sale mal.

Miró fijo al fuego y las lágrimas estuvieron a punto de asomarle cuando recordó los desastres que había provocado, tratando de complacer a Karl.

– Como lo de las frutillas. -Levantó las manos en un gesto de impotencia, y luego las dejó caer entre las rodillas-. Deseaba tanto recoger esas frutillas, James. Quería hacerlo por él. ¿Y en qué termina todo? Me pierdo y tiene que venir a buscarme y llevarme todo el camino a casa y ponerme esa pasta para los mosquitos, como si fuera una niña.

– Pero no fue tu culpa, Anna -le dijo James, poniéndose de su lado-. No es por eso que se enfureció.

Anna se encogió de hombros y suspiró.

– No es que esté enojado conmigo, James. Es más bien que está desilusionado. Creyó que podría tolerar su decepción cuando se enteró de las mentiras que decían esas cartas. Pero es más fuerte que él. No tengo nada de lo que Karl necesita en una esposa.

– Pero nos divertíamos un montón al principio y no parecía importarle que te llevara algún tiempo aprender las tareas de aquí.

– Eso fue antes de que los Johanson se mudaran cerca del camino. Desde que Kerstin vino a este lugar, Karl prefiere estar en su casa a estar en la nuestra.

– Eso no es verdad, Anna. No creo que sea verdad.

– Bueno, Kerstin sabe hacer de todo. Sabe hacer pastel de frutillas, no es flacucha, tiene trenzas, es rubia y habla sueco.

– ¿Es eso lo que te pone nerviosa, Anna? -preguntó James, los ojos abiertos por el asombro-. Bueno, el día que estuvimos en su casa sin ti, Karl apenas si le prestó atención. Nos invitaron a cenar y Karl dijo que no, pues pensó que era mejor volver a casa para la cena.

– ¿De verdad? -Anna se sintió un poco más animada.

– Sí, por supuesto.

Pero enseguida decayó nuevamente.

– ¿Ves? No tenía nada preparado para él la primera vez que se va y vuelve a casa, esperando encontrar una comida caliente. En cambio, me encuentra trepada a un arce perdido en el bosque, con una manada de lobos al acecho. -Casi se puso a llorar una vez más, al pensar en ese nuevo fracaso-. Karl ni siquiera comió esa noche -se reprochó.

– No tenía en cuenta la comida ese día. Estoy seguro de eso. Cuando llegamos a casa y no te encontró, ¡bueno!, no sabes lo afligido que estaba. Quería disimularlo pero me di cuenta. Corrió a todas partes, a la cabaña, al granero y a todos lados para buscarte. Cuando no aparecías y se estaba poniendo oscuro, pensé, por un momento, que se pondría a llorar otra vez.

– ¿Otra vez? -lo interrumpió Anna, con los ojos muy abiertos, incrédula.

– Oh, olvídalo -dijo James, y se concentró en raspar una mancha de salsa seca en la rodilla de sus pantalones.

– ¿Viste a Karl llorar alguna vez?

– No tiene importancia, Anna. -Se puso a raspar con más fuerza, cuidando de no levantar los ojos.

– ¿Cuándo? -insistió Anna, y James la miró, suplicante.

– Anna, Karl no sabe que lo vi y no creo que te lo deba contar a ti.

– James, tienes que contármelo. ¡Hay tantas cosas que Karl y yo necesitamos poner en orden entre nosotros! No podremos hacerlo hasta que no sepamos cosas como ésta… como cuando uno hace llorar al otro.

James todavía dudaba, pero después de considerar lo que Anna le dijo, decidió que estaría bien contárselo.

– Fue la noche en que salió como una tromba hacia el granero y me preguntó, directamente, si Barbara era costurera. Cuando le dije que no, me preguntó si yo sabía lo que hacía para ganarse la vida. Todo lo que le dije fue que sí, y pensé que me haría decir lo que ella era. Pero sólo me dijo que había hecho un buen trabajo con las patas de Belle, y se fue. Nunca se lo dije, Anna. De verdad, no se lo dije. Más tarde salí, cuando lo oí levantarse en medio de la noche. Había decidido que se lo diría y le explicaría cómo odiabas lo que Barbara hacía y que habías mentido por mí. Pero no tuve la oportunidad de decirle nada porque me lo encontré, de pronto, en el claro. Estaba allí, al lado de los caballos, y cuando me acerqué por detrás lo oí llorar. Estaba… estaba aferrado a las crines de Belle… y… -La voz de James se fue apagando hasta que se convirtió en un tenue susurro. Se puso a raspar algo sobre la tabla de la mesa con la uña del pulgar-. Anna, nunca había visto llorar a un hombre. No sabía que los hombres lloraban. No le digas que te lo conté, ¿eh?

– No, James, no se lo diré. Te lo prometo.

Anna le acarició la mano.

– Anna, sé que Karl gusta de ti más que de Kerstin. De otro modo, ¿por qué iba a llorar?

– No lo sé. -Pensó en ello por un momento-. Kerstin es bastante bonita -admitió Anna con envidia-. Y tiene algo más que piel y huesos, como a Karl le gusta.

– Estás bien como eres y si Karl no piensa así, ¡el que está mal es él!

Allí estaba lo que pensaba que había perdido de su hermano. Había sido una tonta al creer que sólo porque James admiraba a Karl con fervor cada vez más creciente, sus sentimientos hacia ella habían menguado. Pero en el momento decisivo, cuando se trataba de que Karl la criticara, allí estaba James, dispuesto a luchar por Anna y a defenderla, como siempre había hecho.

– Oh, James, mi bebé, gracias -dijo, usando el nombre con el que lo llamaba cuando era un mocosito que corría tras sus faldas, con la nariz chorreando, por las calles de Boston.

– Anna… -dijo James después de observar el fuego atentamente para evitar la confusa conmoción de sentimientos que lo habían hecho sentirse como un hombre cuando su hermana lo llamó “bebé”-. ¿Crees que volverá?

– Claro que volverá. Éste es su hogar.

– No se llevó el rifle, Anna. Lo dejó aquí para nosotros.

– Oh, no seas tonto. Si estás preocupado por eso… por ese puma que está allá, entre los pinos, sabes muy bien que Olaf está con él, y Olaf seguro que tiene su arma.

– Bueno, me llamas tonto cuando parece que a ti también se te cruzó la misma idea por la mente, o no lo hubieras mencionado.

– Karl es el hombre más cuidadoso que conocí en mi vida. Y uno de los leñadores más prudentes, también. Ahora debes creerme, ese puma es lo último que tiene que preocuparnos.

Sin embargo, cuando Anna se fue a acostar, permaneció en la cama durante horas imaginando el aroma de esos pinos; las aletas de la nariz le picaban, como si esperara encontrar en la oscuridad de la cabaña el olor a fiera, como si pudiera advertirle a Karl que el peligro lo acechaba. La almohada estaba al lado de ella, inflada y vacía. La hundió en el centro con el puño, imaginándose que Karl había salido por un minuto. Por enésima vez desde que Karl se había enterado de la verdad, Anna dejó escapar un silencioso ruego de su garganta dolorida: “Lo siento, lo siento, Karl, perdóname”. Esta noche agregó: “Por favor, no te vayas con ella, Karl. Por favor, vuelve a mí”.


Se durmió. Se despertó pensando en Karl, llorando sobre las crines de su caballo. Anna sabía que había llorado a causa de ella. “Lo siento, Karl”, pensó, atormentada.


Había vuelto a dormirse profundamente pero se incorporó como si una cuerda colgada del techo la sujetara. ¡Algo andaba mal! No bien lo pensó, oyó la voz de James, estridente y aterrada.

– Anna, ¿estás despierta? ¡Hay algo allí afuera! ¡Escucha!

Se quedó petrificada: se oía arañar y golpear la puerta del otro lado. Sonaba como si algo estuviera tratando de comerse el panel.

– ¡James, ven aquí! -rogó en un murmullo, pues quería tenerlo lo suficientemente cerca como para rodearlo con sus brazos y sentir que estaba con ella en la oscuridad.

– Tengo que agarrar el rifle -replicó James, también en voz baja-. Tengo que agarrarlo, como Karl me enseñó.

Lo oyó chocar con un balde o un bol en la chimenea. Lo oyó recoger la bolsa con las municiones que Karl había dejado cuando volvió a entrar en la casa esa tarde.

– ¡James, ya está cargado! -le advirtió-. ¡Karl siempre lo mantiene cargado y no le disparó al oso hoy!

– Lo sé, pero debo estar listo para no perder tiempo si necesito disparar una segunda vez.