– Oh, James -dijo, en un lamento-, ¿crees que hay que disparar siquiera una vez?

– No sé, Anna. Pero debo estar listo. Lo dijo Karl.

Sintieron un gruñido que venía de afuera, como si un hombre levantara algo pesado.

– ¿Crees que es un hombre, James?

– ¡No! ¡Shhh!

Pero cuando se quedó quieta, percibió cómo el intruso arañaba los puntales de madera.

– ¿La cuerda de la tranca está del lado de adentro?

El pánico volvió a dominarla. Si la cuerda estuviera colgando del lado de afuera, todo lo que el intruso tenía que hacer era tirar para poder levantar la barra que aseguraba la puerta. Oyó a su hermano dirigirse a la puerta, con cuidado, en medio de la oscuridad; mientras tanto, ella retenía el aliento de sólo pensar que James se hallaba tan cerca de aquello que estaba del otro lado.

– Está adentro -murmuró James, y se alejó de la puerta. Un tanto aliviada, Anna apoyó los pies en el piso de tierra, y dijo:

– Voy para allá. No apuntes el rifle en esta dirección.

– No te preocupes, está apuntando directamente a la puerta.

– Pero no se ve nada. ¿Qué piensas hacer?

– Lo que no puedo ver, lo puedo oír. Lo sabré, si la derriba.

– ¿Si la… derriba? ¿Es grande…? ¿Qué piensas que es?

– Creo que es ese oso, Anna.

– Pero nunca vino un oso aquí antes. ¿Por qué vendría ahora?

– No sé, pero por el ruido que hace, es algo grande.

– ¡Shhh! Escucha, parece que se está alejando.

Volvieron a escuchar ruidos sordos, y luego, el inconfundible gruñido y lamento de un oso. Hubo un gran alboroto y después el sonido de vasijas al romperse; enseguida, un rugido más fuerte.

– Está en la casa del manantial, Anna. ¡Está comiendo algo allí!

– Bueno, déjalo que coma. ¿A quién le importa? ¡Por lo menos, no nos está comiendo a nosotros!

– Anna, debo salir y dispararle.

– ¡Por Dios, no seas estúpido! Déjalo que se lleve lo que quiera pero no salgas.

– Karl dice que una vez que el oso encuentra comida, volverá y te saqueará una y otra vez, cuando conoce el lugar. Volverá, salvo que le dispare.

– James, por favor, no salgas. Olvida que Karl te dijo que no tomaste el arma a tiempo hoy. No pensaba lo que decía. Era conmigo con quien estaba enojado, te lo dije.

– Debo ir. Esto de ahora no tiene nada que ver con Karl. ¡Hay un maldito oso allí afuera! ¿Y si se le ocurre regresar otro día, cuando no estemos a salvo dentro de la casa?

Desde el exterior, llegó el sonido de madera que se rompía.

– No, James, no vayas. Está tan oscuro que no podrás verlo, de todos modos.

– La luz de la Luna me iluminará.

– No, no hay luz.

– Consigue las antorchas, entonces, Anna. Trae las antorchas que Karl preparó cuando te perdiste. Están apoyadas en el rincón, detrás del balde de fresno. Toma una y enciéndela; cuando yo te dé la orden, debes hacer lo que te diga. Tienes que levantar el pasador y llevar la antorcha afuera, unos centímetros delante de mí, así el oso no verá nada detrás de ella. Tan pronto como dispare, la dejas caer y ¡sales corriendo, Anna!

– ¡No lo haré! No saldremos con ninguna antorcha ni la dejaré caer ni saldré corriendo. Nos quedaremos aquí.

– Lo haré sin ti, Anna, si es necesario -dijo su hermano, el bebé. La firmeza del acero en su voz le hizo comprender a Anna que James haría lo que decía.

– Muy bien, traeré la antorcha pero, James, si no aciertas con el primer tiro, saldrás corriendo conmigo.

– Está bien, Anna. Te lo prometo. ¡Ahora apúrate a encender la antorcha antes de que se escape!

Anna encendió la piedra y la chispa se convirtió en una flama anaranjada sobre las aneas, mientras los dos caminantes de la noche, con los ojos muy abiertos, se miraron uno al otro.

– Lo lograremos, Anna -dijo James-. Nosotros tenemos el rifle, no él.

– Ten… ten cuidado, James. ¿Me prometes que saldrás corriendo apenas dispares?

– Lo prometo. Pero, Anna…

– ¿Qué?

– No va a hacer falta. Te lo prometo, también.

Anna levantó el pesado cerrojo mientras cada fibra de su cuerpo le temblaba con tanta violencia, que pensó que golpearía la puerta a pesar de sus esfuerzos por no hacer ruido. La puerta crujió suavemente una sola vez. La empujó con el codo y arremetió con la antorcha delante de ella.

El oso estaba sorbiendo jarabe de sandía como si estuviera en el paraíso de los osos. Cuando la luz le iluminó los ojos, movió perezosamente la cabeza; parecía un ser humano, tironeado entre el deseo de terminar esa apetitosa bebida y la amenaza de ser interrumpido por su intrusión. Optó por la decisión incorrecta; su larga lengua serpenteó en el líquido rosado, una vez más, y el arma explotó, haciendo saltar a James del piso. El muchacho se puso de pie y salió corriendo hacia la puerta de la casa antes de volver de su aturdimiento, paso a paso con Anna, que había olvidado soltar la antorcha. Cerraron la puerta de un golpe, la atrancaron y se apoyaron contra ella con el pecho agitado, abrazándose, tratando de permanecer quietos, escuchando… escuchando… escuchando.

Todo lo que oyeron fue silencio.

– Creo que le diste -susurró Anna.

– Puede que sólo esté aturdido. Espera un momento más. Estuvieron abrazados por lo que les pareció una hora-. Anna… -murmuró James por fin.

– ¿Qué?

– ¡No me quemes el pelo con esa cosa!

Estuvieron tanto tiempo así, que la antorcha se apagó. El comentario de James aflojó algo la tensión, y decidieron encender otra antorcha y salir a ver si el oso estaba realmente muerto. Anna trajo la antorcha y James recargó el rifle antes de salir furtivamente.

Cuando los dos vieron lo que habían hecho, estallaron en una carcajada de alivio. El oso yacía mitad adentro y mitad afuera de lo que había sido la casa del manantial. El macizo cuerpo negro estaba tendido sobre la pequeña pileta de donde siempre sacaban el agua. La sangre que brotaba del agujero en la cabeza fluía corriente abajo. Los restos de jarros y vasijas estaban tirados por todas partes. El oso había dejado algunos baldes de madera hechos picadillo. Las paredes que no habían sido destrozadas por el animal, se habían derrumbado por la explosión del arma, que Karl había cargado para usar “contra el oso”.

– ¡James, lo lograste!

– Lo logré -repitió sin aliento, al darse cuenta de la situación-. ¿Lo logré?

– ¡Lo lograste, mi pequeño hermanito! -exclamó Anna, y le echó los brazos al cuello, otra vez.

– ¡Dios mío, lo logré! -gritó James.

– ¿Y sabes una cosa?

– Sí, lo sé. Me duele el trasero. El rifle patea como una mula.

James se frotó mientras los dos se rieron, gozosos.

– No, no era eso lo que iba a decir. Iba a decir: aquí está nuestra provisión invernal de velas de sebo, y hay comida suficiente como para alimentar a nuestra familia y a los Johanson durante todo el invierno.

James estaba radiante y no pudo dejar de golpearse la rodilla como acostumbraba hacer Olaf.

– Adivina otra cosa -continuó Anna.

– ¿Qué más?

– No tenemos caballos para mover este monstruo que está en medio de nuestro manantial y que va a comenzar a pudrirse antes de que Karl regrese, y ninguno de los dos, ni el oso ni el manantial, serán los mismos otra vez.

James soltó una carcajada. Luego, Anna empezó a reírse de James cuando lo vio fuera de control; enseguida, James comenzó a reírse al ver a Anna fuera de control. Antes de que pudieran darse cuenta, los dos hermanos habían caído de rodillas, cansados por el enorme alivio después del tremendo susto, y porque ya eran las cuatro de la mañana.

Después de un rato, Anna dijo:

– Mañana tendremos que ir a la casa de Olaf a ver si uno de los muchachos nos puede ayudar a destripar este enorme animal y a colgarlo de una cuerda. Debemos averiguar también qué más hay que hacer con él.

– No estoy seguro, Anna, pero me parece que no podemos esperar tanto. Creo que tenemos que sacarle las vísceras ahora o la carne se descompondrá.

– ¿Ahora? -exclamó Anna, con expresión de repugnancia.

– Creo que sí, Anna.

– Pero James, está allí, tirado en el agua fría del manantial. ¿Eso no lo mantendrá fresco?

– La carne tiene que sangrar de inmediato. Lo sé porque Karl me lo enseñó. Dijo que lo que se hace con un animal en la primera media hora después de su muerte es lo que establece la diferencia entre una buena y una mala carne.

– Oh, James, ¡aj! ¿Hace falta meter las manos en esa cosa?

– No sé de qué otra manera podremos destriparlo. Si no lo hacemos, Karl va a regresar sólo para encontrarse con otro lío armado por nosotros.

Anna quedó convencida, al fin, de que debía hacerse lo que correspondía.

– Hay algunas antorchas más en el rincón; las traeré.

– Y trae también unos cuchillos. Yo iré a buscar la piedra aceitada que Karl usa para afilar el hacha. Creo que la vamos a necesitar.

Anna se volvió antes de cruzar la puerta, y exclamó:

– Karl va a estar tan orgulloso de ti, James. Ella también se sentía orgullosa de su hermano, su bebé, como jamás soñó que pudiera estarlo.

– De ti también, Anna. Estoy seguro.

Por alguna razón inexplicable, Anna recordó que se había olvidado de los gajos de lúpulo ese día, y se hizo la promesa de regarlos por la mañana. Apenas destriparan a ese oso, durmieran un poco, fueran a pedir ayuda a los muchachos y se ocuparan de desenterrar las papas y los nabos y las rutabagas y…

“No”, pensó, “me ocuparé primero de los gajos de lúpulo.” Es lo primero que haría por la mañana cuando se levantara. ¡Esas plantas no se marchitarían!

Capítulo 19

Tres días más tarde, Karl Lindstrom viajaba hacia el norte, recorriendo un sendero que mostraba ya claros indicios de la proximidad del otoño. El llamativo escarlata del primer zumaque resplandecía desde los bordes del camino. Los avellanos se veían castaños y tupidos. Karl recordó que le había prometido a Anna mostrárselos. Tan pronto como terminara con la cabaña, la traería a ese lugar. Mientras tanto, detuvo la carreta, recogió un puñado de avellanas y las guardó en el bolsillo. Pasó una vez más por el lugar donde estaban los pinos; Karl sabía que esa madera maciza serviría para el aparador de Anna. Debía regresar a ese lugar para derribar el árbol y cortar la madera apenas tuviera un día libre; con ella fabricaría el mueble que le había prometido a Anna.

Un faisán levantó vuelo, cuando el ruido de los caballos interrumpió su baño de polvo al borde del camino. El pájaro cruzó como un relámpago y dejó un destello rojizo, negro y verde iridiscente, mientras trepaba buscando refugio, con un grácil movimiento, y cantaba: “¡C-a-a-a!”

“Le dispararía y lo llevaría a casa para comer”, pensó Karl, “pero no tengo mi rifle. El faisán puede esperar a que James le dispare.”

No, Karl no tenía su propia arma. Tenía un rifle, sí. Pero el primer disparo tendría que hacerlo James. Era un rifle Henry de repetición, que hizo a Karl sonreír por anticipado. Compensaría con creces al muchacho. El arma sería un comienzo. Karl se imaginó a sí mismo y al joven, caminando en una mañana otoñal, con las armas colgadas del hombro, en amistoso silencio, mientras acechaban a los faisanes, les disparaban y se los llevaban a Anna a la casa.

Luego le enseñaría a Anna a rellenar el ave con pan y con sus propias avellanas silvestres. Karl suponía que debería enseñarle a hacer el pan otra vez, ahora que usaría la cocina de hierro fundido.

Karl sonrió. Agitó las riendas. Pero tanto Belle como Bill giraron las anteojeras en su dirección, como preguntándole cuál era el apuro. Marchaban hacia la casa a buen paso y estaban tan ansiosos de llegar allí como él.


Cuando los caballos tomaron su propio sendero, algún tiempo después, Karl quiso reducir el paso en vez de acelerarlo. Pero la yunta se negó obstinadamente a aceptar la orden. Karl divisó, más adelante, el familiar claro entre los árboles, luego la corredera de troncos y, en su base, la hermosa cabaña que él, Anna y James habían construido juntos. Justo al lado vio unas bolsas de papas, prolijamente acomodadas. Afuera, en el pasto, había unas canastas de mimbre con uvas, algo secas y arrugadas, en proceso de convertirse en pasas. Salía humo de la chimenea de la casa.

Pero faltaba algo. Karl observó el claro una vez más y notó, sobresaltado, que no estaba la casa del manantial. ¡Había desaparecido! Había dos baldes en el lugar y algunas rutabagas que parecían a medio lavar. Varios jarros estaban sumergidos en la arena, como de costumbre. Pero la construcción propiamente dicha se había esfumado en el aire. Sintió un aroma que llenaba el aire y le hizo arrugar la nariz; no podía imaginarse qué era eso que olía tan parecido a un oso. Los caballos también parecieron olfatear algo, pues agitaron la cabeza y las crines hasta que Karl tuvo que decir: