– Tranqui-i-i-los. Estamos en casa. Ustedes saben reconocerla.

Ni Anna ni James estaban a la vista cuando Karl detuvo la carreta cerca de la cabaña. Allí estaba, la casa de sus sueños. Mientras frenaba los caballos, volvió a preguntarse si no había destrozado esos sueños para siempre, o si él, Anna y el muchacho podrían repararlos. Trató de calmar sus nervios, mientras ataba los animales al poste y les hablaba:

– Tendrán que esperar un poco, hasta que descargue todo esto.

Los caballos le dijeron, en forma muy clara, que estaban impacientes por llegar a su establo.

Al ir hacia la parte trasera de la carreta, Karl observó la casa de adobe. James estaba de pie delante de la puerta, con las manos en los bolsillos, mirándolo. Karl se detuvo de golpe y miró al muchacho. Sintió una repentina punzada detrás de los ojos al ver que James se quedaba allí, sin hacer ningún movimiento para acercarse o saludarlo de alguna manera. Karl intentó hablar pero tenía la lengua pegada al paladar. Por último, levantó la mano en un ademán de saludo. Sentía el corazón latirle en la garganta, mientras esperaba que James le contestara. El chico sacó una mano del bolsillo y la levantó en silencio.

– Me vendría bien una pequeña ayuda para descargar la carreta, muchacho -dijo Karl.

Sin una palabra, James se acercó, mirando cómo sus zapatos levantaban polvo del suelo, en el camino. Se detuvo detrás de la carreta y levantó los ojos hacia Karl, silencioso como antes. Tontamente, Karl logró decir:

– Tengo el trigo molido.

– Bien -dijo James. Pero el tono fue de contralto-. Bien -repitió, esta vez con voz más profunda.

– Tendremos un montón de harina para el invierno. -Karl recordó aquella vez, cuando dijo que el muchacho sería una boca más para alimentar.

– Bien.

– Conseguí las ventanas para la cabaña.

James asintió con la cabeza como diciendo: “Sí, sí, ya veo”.

– ¿Todo bien por aquí?

Los ojos de Karl dieron una rápida mirada hacia la casa y luego se detuvieron en James.

– Sí -respondió. Después de una pausa continuó-: Pensamos que regresarías ayer.

– Llevó un día moler la harina. Estaban ocupados en el molino y tuvimos que esperar turno.

“¿Pensaron que no volvería?”, se preguntó Karl. “¿Es eso lo que pensaron?”

– ¡Ah!

Se mantenían allí, a la expectativa, el hombre tostado y el muchacho flacucho, el corazón estallando de remordimiento y amor; sin embargo, ninguno de los dos podía decir, todavía, lo que anhelaba decir.

– Bueno, será mejor que descarguemos -dijo Karl.

– Sí.

Karl subió a la carreta para sacar el tablón de atrás pero cuando apoyó las manos, no lo aflojó. Se quedó, en cambio, aferrado a la madera, como a una tabla de salvación. Cerró los ojos. El muchacho seguía sin moverse, cerca del codo de Karl.

– Muchacho, lo… lo siento -dijo Karl con voz ronca. Luego inclinó la cabeza hacia atrás y contempló ese cielo otoñal. El contorno de las nubes se veía borroso.

– Yo también, Karl -dijo James. Por primera vez en su vida, su voz sonó fuerte y masculina.

– No tienes que pedir perdón, muchacho. ¡El culpable soy yo, Karl!

– No, Karl. Debí haberte alcanzado el rifle, como me lo pediste.

– El arma no tuvo nada que ver con eso.

– Sí, Karl. Fue la primera lección que me enseñaste. “Apúrate y toma el arma como si tu vida dependiera de ello, porque es muy probable que así sea.”

– Estaba equivocado ese día. Estaba loco… tenía la mente llena de cosas acerca de Anna, y no nos estábamos llevando bien, así que me la desquité contigo.

– No tiene importancia, de verdad.

– Sí. Importa y mucho.

– No. A mí ya no me importa. Aprendí una lección ese día. Me imagino que la necesitaba.

– Yo también aprendí una lección -dijo Karl.

Al levantar la mirada, Karl encontró los verdes ojos del muchacho al borde de las lágrimas, y comprendió cómo su propio padre debió de haberse sentido cuando lo despidió por última vez.

– Te extrañé, muchacho. Te extrañé estos tres días.

James pestañeó y una lágrima descontrolada rodó por sus mejillas, pues aún tenía las manos en los bolsillos.

– Nosotros… nosotros también te extrañamos.

Tomando la iniciativa, Karl desprendió la mano de la carreta y se volvió con un repentino movimiento para abrazar al muchacho contra su pecho henchido de emoción. Los brazos de James se aferraron a Karl. Éste le tomó la cabeza entre las manos, lo miró a la cara y le dijo:

– Lo siento, muchacho. Tu hermana tenía razón. Siempre hiciste bien lo que te enseñé. Un hombre no puede pedir tener a su lado a alguien mejor que tú.

James se apretó contra su pecho y dio rienda suelta a sus emociones contenidas en un torrente de palabras, ahogadas contra la camisa de Karl.

– Pensamos que no regresarías. Te buscamos todo el día de ayer y vino la noche y no tenías tu rifle y sabíamos del puma…

Karl pensó que su corazón estallaría.

– Olaf estaba conmigo. Lo sabías, muchacho. -Pero Karl mecía a James en sus brazos y sentía su joven corazón latir contra el suyo-. Y él tenía su arma. Además… un hombre sería más que tonto si no volviera a un lugar como éste, con todo lo que tiene.

– Oh, Karl, nunca vuelvas a irte. Tuve tanto miedo… Yo… -Apoyado contra el pecho de ese hombrón, sintiendo el olor de su cuerpo, esa mezcla de caballos, tabaco y seguridad, las palabras que le quemaban el corazón no pudieron ya contenerse-. Te quiero, Karl -dijo. Luego, avergonzado, se apartó, la mirada fija en el piso, y se secó los ojos con la manga.

Karl le bajó el brazo, lo tomó de los hombros y, obligándolo a mirarlo a la cara, le dijo:

– Cuando le dices a un hombre que lo quieres, no necesitas esconderte detrás de la manga. Yo también te quiero, muchacho, y nunca lo olvides.

Por fin, ambos sonrieron. Luego, Karl se pasó la manga por los ojos y se volvió, otra vez, a la carreta.

– Ahora, ¿me vas a ayudar a descargar la carreta o le digo a tu hermana que me ayude?

– Yo te ayudo, Karl.

– ¿Puedes levantar una bolsa de harina? -preguntó Karl.

– ¡Mira cómo lo hago!

Descargaron la harina y las ventanas, que estaban recostadas con cuidado entre los sacos de harina. En tanto levantaba un preciado panel de vidrio, Karl dijo:

– Compré cinco. Una para cada lado de la puerta y una para cada pared. Un hombre tiene que divisar todas sus tierras desde las ventanas -dijo, y entró en la cabaña de troncos. Al salir, dijo:

– Veo que recogieron las papas mientras yo no estaba.

– Sí, Anna y yo.

– ¿Dónde está? -inquirió Karl mientras el corazón le bailaba dentro del pecho.

– Está preparando la comida. Ahora le tocó a Karl decir:

– ¡Ah! -Luego saltó una vez más dentro de la carreta, y dijo-: Ayúdame con este par de sacos, muchacho. Se los llevaremos a Anna a la casa.

James tiró de un saco y dejó a la vista una caja de madera. Leyó las palabras que tenía escritas: “New Haven Arms Company”. Tiró del segundo saco y quedaron visibles las palabras: “Norwich, Connecticut”. Se le aflojaron las manos sobre la bolsa, que se habría caído de costado, si Karl no la hubiera sostenido. Los ojos verdes de James se encontraron, de pronto, con los ojos azules de Karl.

– A un hombre le va mejor con su propia arma -se limitó a decir Karl.

– ¿Su propia arma? -repitió James, dudoso.

– ¿No estás de acuerdo?

– S… seguro, Karl.

James miró hacia abajo; quería tocar la caja, pero temía hacerlo. Volvió a levantar la mirada.

– Elegí uno que tuviera la culata de nogal; se adaptará a tu mano como los pantalones a tus posaderas. Es justo la medida para un chico de tu tamaño.

– ¿De verdad, Karl? -preguntó James, incrédulo, sin sacar todavía el embalaje-. ¿Es de verdad para mí?

– Te he enseñado de todo, excepto cazar. Es tiempo de que empecemos. El invierno se aproxima.

James tenía ya la caja en las manos. Saltó de la carreta y atravesó el claro a la carrera, con sus largas piernas saltando hacia la casa de adobe, mientras vociferaba:

– ¡Anna! ¡Anna! ¡Karl me compró un rifle! ¡Uno propio, Anna! ¡Uno mío!

Karl esperó a que la muchacha apareciera en la puerta, pero no fue así. Se echó al hombro uno de los sacos y se encaminó a la casa, dentro de la cual James había desaparecido.

James estaba como loco, hablando a los gritos, repitiendo que Karl había comprado un arma para él. Anna se alegraba por su hermano.

– Oh, James, te lo dije, ¿no?

Anna había observado desde adentro cómo Karl y James habían hecho las paces. No le fue necesario saber qué se dijeron. Verlos abrazados de ese modo, a plena luz del día, le había hecho estallar el corazón.

La joven levantó la mirada, ahora que la forma de Karl llenaba el vano de la puerta y obstruía la luz del día detrás de sus anchos hombros. Una extraña y débil sensación la embargó. Karl parecía un dios nórdico gigante, con el saco de harina sobre el hombro y los músculos del pecho marcados, parado allí, sin decidirse a entrar. Anna se sintió dominada por una repentina timidez. Anhelaba correr a su encuentro y decirle: “Abrázame, Karl”, para sentir esos brazos fuertes y curtidos apretarla contra el amplio pecho.

– Hola, Anna -dijo él con voz suave.

No había pensado que la extrañaría tanto, pero su corazón le reveló lo vacío que se había sentido esos dos días. Se dio cuenta de que Anna también estaba tensa y nerviosa.

Cuando habló, le temblaba la voz.

– Hola, Karl.

Anna se preguntó si se quedaría toda la tarde ahí, en la puerta.

– Estás en casa -se le ocurrió decir. Sonó fuera de lugar.

– Sí. Estoy en casa.

– James me dijo que le trajiste un rifle.

– Sí. Un muchacho necesita tener su propia arma, así que le compré el mejor, un Henry de repetición. Pero no conviene que uses esa hachuela para abrir el embalaje. Ve a buscar el martillo de desembalar, muchacho, como te enseñé.

– ¡Sí… señor!

James obedeció y casi se llevó a Karl por delante.

Había algo cocinándose al fuego, y Anna se puso a revolverlo. Karl sintió que el saco le pesaba sobre el hombro, así que pasó por detrás de su esposa, y lo dejó en el piso. La cercanía de Karl aceleró aún más el pulso de Anna, pero ella siguió revolviendo la comida para estar ocupada; tapó luego la olla y dijo:

– Iré a buscar algunos palos de la pila de madera para poner debajo del saco.

– Eso puede esperar -dijo Karl, enderezándose.

– Pero se va a llenar de bichos… Anna se dirigió a la puerta.

– No tan rápido.

Sus palabras y el infantil tono de súplica la detuvieron a mitad de camino hacia la puerta. Giró para enfrentar a Karl; enseguida lo miró y él le devolvió la mirada, mientras el tiempo retrocedía vertiginosamente hacia la última vez que se habían enfrentado en ese reducido espacio.

– Tengo algunas pequeñas cosas en la carreta, que podrías traerme. -Miró, como disculpándose, hacia la olla-. Llevará sólo un minuto.

Ella asintió con la cabeza, sin hablar, y se volvió hacia la puerta.

Karl estaba confundido. “¿Me tiene miedo?”, se preguntó, mientras se desvanecía su esperanza. “¿Soy el culpable de que Anna sólo atine a escapar de mí, como una ardilla de ojos marrones, cada vez que me acerco? ¿Piensa que fui a lo de Kerstin para vengarme?”

Cuando se acercó a Anna para trepar a la carreta, ella se corrió para hacerle lugar. Karl tomó un paquete de detrás del asiento, volvió hacia la parte abierta de la carreta y se quedó mirando desde arriba ese pelo color de whisky.

– Aquí -dijo, y esperó que ella lo mirara para alcanzarle el paquete-. Estas son algunas cosas que pensé que necesitarías.

Finalmente, Anna levantó los ojos y Karl dejó caer el paquete.

– ¿Qué es? -preguntó Anna mientras lo atajaba.

– Cosas necesarias -fue todo lo que dijo.

Los ojos de Anna se abrieron grandes de asombro, mientras Karl se apartaba, reteniendo en su mente la imagen de la inocultable alegría de la muchacha.

Anna trató, con esfuerzo, de no mostrarse aturdida. Nadie le había hecho un regalo antes. “Pero Karl no ha dicho que fuera un regalo”, pensó. “Tal vez sean sólo especias o cosas para la nueva cocina. Pero es suave. Se dobla y hay como un nudo en el medio.” Un ruido a hierro interrumpió sus pensamientos: Karl arrastraba algo negro y pesado desde el frente de la carreta. Se oyó otro sonido metálico al chocar con otras cosas que había adentro. Una a una arrastró todas las partes de hierro de la cocina hacia el extremo de la carreta, antes de saltar con agilidad y levantar la más grande. Anna quedó boquiabierta.

James salió en ese momento del granero, lustrando la culata de su fusil con la manga de la camisa. Alcanzó a ver que Karl desaparecía dentro de la cabaña con un bulto.