– ¿Qué es eso? -preguntó.

Karl se volvió lentamente, su cara asomada por detrás de la pieza de hierro.

– Es la nueva cocina de Anna -contestó. Luego, sin decir palabra, desapareció dentro de la cabaña.

“¿La nueva cocina de Anna?”, pensó la muchacha.

“¡La nueva cocina de Anna!”

“¡La nueva cocina de Anna!”

En caso de haber respondido: “Es la nueva tiara de brillantes de Anna”, Karl no hubiera podido sorprender más a su esposa. Ella siguió con los ojos cada movimiento de Karl, mientras él llevaba las partes de la cocina a la nueva casa. La alegría se le acumuló en el pecho hasta que creyó que se le reventaría la camisa en las costuras. Sofocó las ganas que tenía de seguirle los pasos a Karl y ver dónde ubicaba la cocina y cómo conectaba las piezas. En cambio se quedó allí parada, en tanto Karl iba y venía, ocupándose con cuidado de su trabajo y manteniendo la mirada apartada de su esposa. Por último, apareció el tubo desde abajo del asiento de la carreta. Era de un negro plateado, brilloso, limpio. Anna no pudo aguantar más.

– ¿Puedo llevar esos paquetes, Karl? -preguntó. “¿Puedo tocar mi cocina? ¿Puedo tocar este regalo? Aunque sea una parte… para estar segura de que mis ojos no me engañan.”

– No hace falta que me ayudes. Quería que llevaras sólo aquel pequeño paquete.

– ¡Oh, pero a mí me gustaría!

Karl se detuvo, comprendió y le entregó las secciones del tubo de la cocina; el placer se acrecentaba en él al verla tan contenta. Las pecas se veían encantadoras debajo de los excitados ojos castaños.

– Hay más, Anna -dijo.

– ¿Más?

– Sí. Cuando compras una nueva cocina, parece que incluyen estas ollas novedosas. Dicen que en ellas se cocina mejor que en las de hierro fundido, y son más livianas para cargar. Están en la caja.

– ¿Ollas nuevas? -preguntó Anna, sin poder creerle.

– En la caja -repitió Karl, que disfrutaba de su incredulidad.

– ¿Son de cobre?

– No, de un material que se llama loza japonesa.

– ¿Loza japonesa?

– Dicen que la comida no se quema tan fácilmente como en las de cobre, y no se herrumbran como el hierro porque están cubiertas con laca.

Al oír hablar de comida quemada, los ojos de Anna se fijaron en el paquete. Abstraída, raspó el papel con una uña, recordando todas las veces que había quemado las cenas de su pobre marido. Karl vio cuando Anna bajó los ojos, y se preguntó qué había dicho, esta vez, para desilusionarla.

Enseguida, intervino James.

– ¡Guau, Karl! ¡Anna tiene su cocina y todas esas ollas y yo, el rifle! ¡Desearía que fueras al pueblo más seguido!

Karl forzó una sonrisa.

– Las ollas no sirven para nada si no tienen comida adentro.

– ¿Cuándo vamos de caza?

– Cuando la cabaña esté terminada y hayamos recogido todos los vegetales.

– Los vegetales están listos. Anna y yo los recogimos mientras no estabas.

– ¿Los nabos también? -preguntó Karl, asombrado.

– Por supuesto que los nabos también. Los lavamos y los guardamos en el sótano, y Anna está cocinando ahora algunos para la cena.

– ¿Ah, sí? -Karl miró nuevamente a su esposa, que se estaba sonrojando. -¿Mi Onnuh está cocinando nabos?

Cada vez que Karl la llamaba “mi Onnuh”, de ese modo, la sangre le latía en las mejillas. Pero James seguía parloteando.

– Tenías razón acerca de los nabos. ¡Nunca vi unos tan grandes en mi vida!

– ¿Qué te dije? -lo regañó Karl, de buen humor. Luego, bajando la voz, repitió-: ¿Nabos, eh?

Pero mientras Karl iba a la cabaña con la caja de ollas al hombro, Anna se volvió hacia James y le ordenó con un susurro nervioso:

– James Reardon, no metas la nariz en mi guiso de nabos, ¿me has escuchado?

– ¿Qué dije yo? -preguntó James, sorprendido por el ataque repentino de Anna a raíz de su comentario.

– ¡No te preocupes! -le susurró ella-. ¡Los nabos son asunto mío!

En ese momento, regresó Karl. Se levantó un poco los pantalones en la cintura y se volvió luego hacia el lugar vacío donde había estado la casa del manantial.

– Estuve esperando que me dijeran qué había pasado con el manantial. Pero ya que no me dicen nada, debo preguntar.

Los nabos fueron olvidados, mientras Anna y James se miraban con una sonrisa cómplice y socarrona.

– La casa fue destruida, Karl -dijo James con la mayor simplicidad.

– ¿Cómo es que se destruye una casa? ¿Mientras estamos sentados por allí, con los baldes?

– La hice volar hasta el cielo cuando le disparé al oso.

Aun si viviera tanto como los arces vírgenes de Karl, con su abundancia de néctar, James jamás olvidaría el dulce néctar de ese momento… la mirada en el semblante de Karl, la mandíbula caída por la incredulidad, su propio orgullo creciente, su satisfacción por haber dejado caer el comentario como al pasar, de una manera tan viril.

Y si Karl viviera tanto como sus arces, llevaría siempre en su recuerdo la impresión de ese momento: el muchacho sosteniendo el nuevo Henry de repetición, tratando de parecer indiferente cuando el orgullo irradiaba de su semblante; sus manos huesudas poniendo el rifle en posición delante de él, como diciendo: “Esto no es nada difícil”.

– ¿Un oso?

– Correcto.

– ¿Mataste un oso?

– Bueno, no yo solo. Anna y yo le disparamos juntos -afirmó James. No había indiferencia simulada ahora. Las palabras le salían a borbotones detrás de la amplia sonrisa dibujada en sus labios- ¿No es cierto, Anna? Estábamos durmiendo y sentimos todos esos ruidos y arañazos y sonaba como si alguien estuviera tratando de tirar la puerta abajo a mordiscos, así que intentamos imaginarnos qué era y enseguida eso se dirigió a la casa del manantial y ¡tendrías que haber oído todo ese barullo, Karl! Creo que tuvo dificultad en pasar por la puerta y, cuando lo logró, la partió en mil pedazos y ahí fue cuando oímos todo ese estruendo y se puso a sorber el jugo de las sandías, después de haber roto casi todas las vasijas. Entonces, le dije a Anna que encendiera una de las antorchas que quedaron de cuando ella se perdió, y Anna la llevó delante de los dos para cegar al oso y así poder dispararle un buen tiro, antes de que la fiera tuviera la oportunidad de pensarlo dos veces. Porque una vez dijiste que cuando un oso sabe dónde encontrar comida, vuelve cada tanto, y el único modo de detenerlo es matarlo; entonces, eso es lo que hice, Karl. ¡Le di justo entre los ojos y no quedó mucho de la cabeza, una vez que terminé, tampoco! -Por fin, James paró, sin aliento.

Karl estaba pasmado. Inclinó los hombros y la cabeza hacia adelante.

– ¿Tú y Anna hicieron todo eso?

– Seguro que sí. Pero cargaste demasiado el fusil y voló la pared del fondo, por completo. A mí también me hizo volar, ¿no es cierto, Anna? -Pero antes de que su hermana pudiera siquiera asentir con la cabeza, James se apresuró a agregar-: Pero Anna me hizo prometerle que tan pronto como disparara el primer tiro, correría a refugiarme en la casa tan rápido como mis piernas me lo permitieran. Te juro, Karl, que no estaba seguro de tener todavía los pies sanos, después de que el arma me mandó al suelo de un golpe. Me dijiste que pateaba, ¡pero no esperaba que pateara como una mula!

Karl empezaba a registrar el impacto de todo esto. ¿Y si James hubiera fallado? ¿Si el arma no hubiera disparado? Sintió un nudo en el estómago al imaginar las más espantosas escenas.

– Muchacho, sabías que fue sólo mi arrebato lo que me hizo descargar la furia sobre ti, aquella vez en el pantano, cuando te dije que eras lento con el fusil. Aunque hubieras dejado que el oso se comiera todo lo que había allí, no te habría reprendido, mientras los hubiera encontrado a salvo a mi regreso.

– Pero estamos a salvo -razonó el muchacho.

– Sí, están a salvo, pero a causa de mi tonto comportamiento, te hice correr un riesgo para probarte a ti mismo, cuando todo este tiempo lo habías estado haciendo.

– No fue a causa de lo que ocurrió en el pantano, Karl, de verdad. Fue… bueno… no sé cómo decirlo. Fue un poco como cuando le dices a Anna: “Una puerta debe mirar al este”. Todo lo que pude pensar fue: “Un hombre debe proteger su casa”.

Una vez pronunciada, la madurez de esta simple afirmación pegó de lleno en James. Había comenzado a cruzar, ya, el umbral de la adultez.

– Karl… -dijo ahora James, repentinamente seguro de la verdad de lo que iba a decir-. Lo habría hecho de todos modos, aun si no hubiera visto un solo pantano o una sola baya en mi vida.

Anna contempló a los únicos dos hombres que amaba; habían llegado a un acuerdo entre ellos, y marcado el rumbo hacia un futuro signado por el respeto y la solidaridad. A pesar de su inmensa alegría, su corazón clamaba por alcanzar un nivel similar de comprensión con Karl. Pero la tregua entre ellos sería postergada por un momento más, pues Karl estaba diciendo, con una leve sonrisa:

– Bueno, muéstrame ahora ese oso al que le volaste la cabeza de un tiro y que sólo venía a negociar por un poco de jarabe de sandía.

James sonrió y dio un brinco, al tiempo que decía:

– Está aquí afuera, detrás de la casa de adobe. Quisimos ponerlo donde no lo pudieras ver de entrada, y darte la sorpresa cuando estuviéramos listos.

Karl comenzó a seguirlo pero se dio cuenta de que Anna se había quedado atrás.

– ¿No vienes, Anna? -Ella dudó un momento antes de que Karl agregara-: La que lleva las antorchas también debe venir. Si no hubiera sido por ti, no habría habido antorchas en la casa.

¿Le estaba haciendo una broma?, se preguntó Anna; el corazón le dio un pequeño brinco. ¡Oh, se burlaba de ella por haberse perdido en la plantación de frutillas! ¡Cuánto hacía que Karl no le gastaba ninguna broma!

Karl se volvió para seguir a James, y Anna se puso a observar las botas altas de su esposo, recordando el primer día que se encontraron; cómo ella hubiera querido mirarlo a la cara pero sólo pudo caminar, los ojos fijos en sus botas, preguntándose qué pensaría Karl de ella.

Al rodear la casa de adobe, Karl vio no sólo el cuerpo del oso negro colgado de un árbol; también había allí un ciervo macho de cola blanca, colgado de los talones. Karl se detuvo y miró la escena, incrédulo, mientras Anna y James se sonreían con complicidad. La reacción de Karl fue tal cual se la habían imaginado.

– ¿Pero de dónde salió este ciervo?

– Oh, es de Anna -dijo James, con naturalidad, ahogando una risita.

– Ustedes dos están llenos de sorpresas hoy.

– Bueno, en realidad, el ciervo fue una sorpresa también para nosotros -admitió James.

Anna estaba removiendo la tierra con la punta de su zapato.

– ¿Me quieren contar qué pasó? -Miró a su esposa a los ojos.

– Cuéntale tú, James.

– Que me lo cuente alguien, no importa quién sea.

– La razón por la que Anna no te lo quiere contar es que teme que te enojes con ella por lo de las papas.

– ¿Qué papas?

– Las que se robaron los indios.

La confusión de Karl crecía con cada minuto. Sin embargo, Anna seguía jugueteando con su zapato en el suelo, y Karl sabía que no iba a sacar nada de ella.

– Veo que debo preguntar nuevamente -dijo Karl, siguiéndoles el juego-. ¿Qué papas robaron los indios?

James completó la historia.

– Las de la huerta. Recogimos todas las papas, las lavamos y las pusimos en bolsas de arpillera, pero nos olvidamos de lo que nos dijiste acerca de los indios: que se llevan todo lo que quieren, mientras no esté protegido. Pienso que, en el fondo, nunca te creímos. De modo que acomodamos todas esas bolsas de papas contra la pared de la cabaña, sin pensar que había apuro en meterlas en el sótano. Las dejamos toda la noche, y cuando nos levantamos a la mañana siguiente, una de las bolsas había desaparecido. Nos imaginamos que se la habían llevado los indios.

“Anna estaba segura de que te enfadarías porque dijiste que necesitábamos todas las papas para afrontar el invierno. De todas formas, ella estaba realmente preocupada y no sabíamos cómo hacer para recuperar las papas. Luego, esta mañana, cuando nos levantamos, apareció ese ciervo, allí, cerca del oso. Veo que los indios son tal cual tú los describiste, Karl. Tienen el más extraño sentido de la honestidad que yo haya conocido. El ciervo debe de ser el modo en que nos compensaron por las papas que se llevaron.

– Seguro que es así. Creo que tendrán que comer más carne que papas este invierno, eso es todo. ¿Podría hacer una pregunta?

– Seguro -contestó James.

– Si Anna estaba tan aterrada por los sacos de papas que desaparecieron, ¿por qué el resto sigue ahí?

– Porque ninguno de los dos podía bajarlos hasta el sótano. Pensamos que las papas se arruinarían si las arrastrábamos y las dejábamos caer de costado. Hicimos lo que pudimos para traerlas hasta aquí. Entonces, Anna tomó un trozo de madera de la pila y lo atravesó por delante de los sacos durante la noche. Dijo que si a los indios les gustaban tanto las papas, ¡que se las llevaran y ella se comería los nabos!