Dirigió la mirada a sus pantalones. Miró, luego, la nueva cabaña, desde la puerta abierta de la casa de adobe. Pensó en las ventanas de vidrio y se preguntó si la intención de Karl era que la tela se empleara en las cortinas. ¿Habría querido decir eso cuando se refirió a cosas necesarias? ¿Quién se pondría a espiar por la ventana, desde afuera, en esa soledad, salvo algún fortuito mapache o una paloma?

Anna estaba desilusionada por las intenciones de Karl. ¡Habría deseado tanto que la tela fuera para algo personal! Recordando el último comentario de Karl, la noche anterior, y el modo en que había preguntado acerca de Erik cuando se quedó a cenar, hubiera jurado que su marido estaba celoso. Sin embargo, ¿por qué se mostraba tan entusiasmado con Kerstin, si estaba celoso de Erik? No tenía sentido.

No había lugar a dudas acerca de la significación personal del jabón perfumado. Y después de todo, Karl le había entregado el paquete sin imponer ninguna restricción. Tal vez, Anna pudiera aprovechar la ocasión para sortear la brecha que se interponía entre los dos, de una vez por todas. Había sido ella la que recibió el regalo con frialdad, y en consecuencia, lo había desairado. ¿Sería posible que Karl esperara que Anna diera el primer paso?

Un plan comenzó a gestarse en su mente.

Excitada, desplegó la tela sobre la cama y empezó a medirla, usando la palma abierta y apoyando la nariz. Descubrió que había más cantidad de la que pensaba. ¿Lo suficiente para las cortinas y un vestido? Sonriendo para sí, pensó: “¡Dios mío! ¡Si la tela alcanza, voy a estar igual que mis cortinas!”

Karl vio a Anna cruzar el claro y entrar en la cabaña. ¿Qué estaría haciendo allí? “Tal vez haya ido a admirar la cocina”, pensó esperanzado. Se sentía tan orgulloso por haberle comprado la cocina… Con ese gesto, Karl esperaba ganársela, decirle que la aceptaba. Al principio, Anna pareció muy gratificada. Pero más tarde, afuera en el jardín, algo sucedió. Recordó los ojos de Anna grandes y redondos como los de un cocker spaniel, cuando lo vio bajar los paquetes. Recordó el cortante tono de su voz, más tarde, y se dio cuenta de que su intención se había frustrado.

Se volvió para continuar con su trabajo sin dejar de vigilar la entrada de la cabaña para ver a Anna cuando saliera nuevamente.

Anna estaba adentro, midiendo los paneles de vidrio, apoyados contra la pared de la chimenea. Un rato después, al volver a la casa, a través del claro, vio a Karl interrumpir el corte de la carne para mirar en su dirección. Se animó a saludarlo con la mano y siguió su camino, para empezar a cortar las cortinas. Cuando Karl y James entraron para el almuerzo, había guinga por todas partes. Anna ya tenía cortados dos largos para cada ventana y estaba atareada con la aguja y el hilo.

– Gracias por las cosas necesarias, Karl -dijo con renovada dulzura-. Serán unas magníficas cortinas.

Karl se sintió desfallecer. ¿Cortinas? ¿Allí, en medio del desierto? Pero no podía decirle a Anna que él había comprado la tela para que se hiciera vestidos. Si lo hiciera, Anna sentiría que lo había desilusionado otra vez al cortar esa tela para las cortinas. Continuó con el trabajo de esa tarde, muy desalentado. ¿Tendría que seguir viéndola con esos pantalones por el resto del invierno? ¿O tendría tiempo para otro viaje al pueblo antes de que comenzara a nevar?

Tan pronto como Karl y James salieron, Anna buscó el vestido que había descosido para que le sirviera de molde. Lo adaptaría; le agregaría altura en el cuello y dejaría las mangas más sueltas para que resultara más práctico; la falda, la haría más armada, más al estilo de los vestidos que usaban Katrene y Kerstin. Esa tarde logró cortar las partes del nuevo vestido. Pero durante algunos días, todo lo que Karl veía cuando llegaba a la casa, era a su esposa, cosiendo las cortinas. Anna escondía el vestido, fácil de disimular, debajo de los paneles que tenía sobre la falda.

Karl y James debían ocuparse no sólo de trozar la carne del animal sino también de procesar los dos cueros. Karl le enseñó a James cómo descarnar el cuero, estirándolo sobre un árbol derribado pero todavía unido al tronco. Juntos sacaron toda la grasa y los nervios; luego, rasparon la superficie con las herramientas adecuadas, mientras Karl le advertía al muchacho que no marcara el cuero ni dejara expuesta la raíz del pelo. La tarea era cansadora, y el olor, desagradable. Una vez sumergidos los cueros en una solución de lejía, donde quedarían por dos días, los dos hombres se prepararon para un baño en la laguna.

Anna rechazó la invitación para acompañarlos. Dijo que se quedaría y les tendría la cena preparada. Karl, desilusionado, se preguntaba cómo lograr que Anna hiciera las cosas de las que solían disfrutar juntos. Le quiso preguntar a Anna si había encontrado el jabón dentro de la tela pero temía ofenderla: la muchacha podía pensar que su esposo le estaba insinuando que necesitaba el jabón. En consecuencia, ni Karl ni Anna dijeron nada acerca del jabón de manzanilla. Pero él detectó el olor del jabón casero y pensó que su esposa desdeñaba el jabón perfumado; con toda seguridad usaba el otro -que Anna se había obstinado en llamar “grasa”- sólo para irritarlo.

No obstante, al día siguiente, a Karl le pareció descubrir algo acerca de Anna, que se le ocurrió llamar “atrevido”. Era como si la muchacha estuviera bromeando con algo que él no entendía muy bien. Se paseaba por el lugar con un innegable aire de satisfacción. Por qué, no lo pudo descifrar.

Ese día comenzó a insertar las ventanas. Era un trabajo delicado, que requería gran precisión cuando se practicaba cada una de las aberturas, pues si eran demasiado grandes, los marcos quedarían muy flojos cuando la temperatura los hiciera expandir, y si se hacían demasiado pequeñas, los vidrios probablemente se romperían cuando los marcos se contrajeran. Después de hacer la primera abertura, Karl fue a la corredera, donde estaban apilados los leños de álamo amarillo. Aunque el aire otoñal era fresco, Karl se aflojó la camisa, pues al sol hacía calor. Al ver que necesitaba afilar el hacha, sacó la piedra y se puso a trabajar, cuando vio a Anna salir del manantial con un jarro y subir por la pendiente hacia donde él estaba. La observó acercarse, sin poner mucha atención en su trabajo. Se preguntó qué sería lo que Anna estaba tramando esos días. Había momentos en que la muchacha parecía practicar con él el arte del flirteo. Sin embargo, la noche anterior, había sido la primera en acomodarse de su lado de la cama. Estaba totalmente confundido, sin saber qué quería Anna de él. Ahora, allí estaba, subiendo la colina con un jarro lleno de agua, enfundada en esos odiosos pantalones. Ya estaba harto de verlos.

Cuando se acercó, le entregó el jarro y le dijo:

– Karl, pensé que estarías sediento, aquí al sol.

Levantó los ojos, tímida, y observó la frente transpirada de Karl y los húmedos mechones de pelo que la atravesaban.

– Gracias, Anna, tengo sed. -Tomó el recipiente y la miró por encima del borde, mientras levantaba la cabeza y bebía- ¿Cómo andan tus cortinas? -Le devolvió el jarro.

– Bien. -Colgó el jarro del dedo índice y lo balanceó como si fuera el péndulo de un reloj, con la otra mano apoyada sobre la cadera, provocativamente-. ¿Y cómo andan tus ventanas?

– Bien. -Hizo todo lo que pudo para ahogar una sonrisa.

Anna miró alrededor, con inocencia, y echó un vistazo a los leños, el hacha y el montón de astillas.

– ¿Qué estás preparando aquí?

– Estoy partiendo este álamo amarillo para hacer los marcos de las ventanas.

Anna paseó la mirada alrededor, vio un montón de piedras allí cerca, y preguntó:

– ¿Puedo quedarme un rato observando?

A Karl no se le ocurría pensar por qué Anna querría quedarse allí, pero asintió con la cabeza. Estaba usando dos cuñas y un pequeño martillo de madera. Anna se sentó sobre el montículo formado por las piedras que habían sobrado de la chimenea, mirando cómo Karl trabajaba. Era algo desconcertante tenerla allí sentada, con esa máscara de inocencia cubriéndole el rostro. Deseaba saber qué era lo que estaba tramando.

Levantó el hacha, la hundió en el borde de un leño e insertó la cuña, cuidando de que no hubiera nudos, que podrían desviar la ranura. Cuando cayó el primer pedazo, lo levantó, miró a Anna y le dijo:

– El álamo amarillo es muy fácil de partir. Lo único que hay que tener en cuenta es que no haya nudos donde antes crecían las ramas.

Anna estaba sentada displicentemente sobre las piedras, con las piernas cruzadas y balanceando un pie.

– No soy James, Karl -dijo en un tono dulce como la miel-. No necesito aprender el arte de hacer tablas. Sólo salí a mirar, es todo. Me gusta verte trabajar con la madera.

– ¿De verdad? -preguntó Karl, arqueando las cejas con asombro.

Anna siguió balanceando un pie y dejó vagar la mirada sobre su esposo de una manera muy sugestiva.

– Sí, me gusta. Parece que no hay nada que no puedas hacer con la madera. Me encanta observar tus manos trabajando con un trozo, como ahora. Me hace pensar que estás acariciándolo.

Karl dejó caer la mano de la plancha de madera recién cortada como si, de pronto, le hubieran crecido protuberancias. Anna soltó una risa ligera y se acomodó sobre su improvisado asiento, llevó los codos hacia atrás y levantó el pecho.

– ¿Nunca se te cansan los hombros, Karl?

– ¿Los hombros? -repitió como un loro.

– A veces te miro y no puedo creer que trabajes tanto tiempo con tu hacha y no te canses. -De a ratos, jugueteaba con el pelo, levantándolo sobre la nuca y dejándolo caer.

– Un hombre hace lo que debe hacerse -dijo Karl, tratando de concentrarse en su tarea.

– Pero nunca te quejas.

– ¿Qué ganaría con quejarme? Una tarea lleva determinadas horas de trabajo, la queja no acorta esas horas.

Siguió con los ojos cada movimiento sinuoso e incitante de los músculos, mientras su voz se arrastraba provocativamente.

– Creo que contigo no hay quejas porque te gusta demasiado lo que haces.

Karl mantuvo los ojos y las manos ocupadas con el álamo pero una sensación alarmante tensaba sus filamentos nerviosos. Sabía que Anna estaba jugando con él como si fuera el anzuelo de una caña larga y resistente. Había evitado hasta el momento ser atrapado por ella, pero era la primera vez que se había puesto a flirtear tan abiertamente.

Se inclinó hacia atrás y lo estudió por un momento con los ojos entrecerrados, antes de decir en un suave murmullo:

– Es como contemplar a un bailarín, cuando te veo con tu hacha. Lo pensé desde el primer día que te vi. Cada uno de tus movimientos es suave y grácil.

Lo único que Karl pudo decir fue:

– Así me lo enseñó mi padre; así se lo enseño al muchacho.

¿Su cara, estaría tan colorada como la sentía? Continuó trabajando mientras Anna seguía sentada, estirada al sol, sin hacer nada, mirándolo de arriba abajo, hasta que Karl pensó que perdería el dominio sobre su hacha.

Por último la muchacha suspiró. Luego apretó los puños y estiró los brazos a los costados en una insinuante pose final.

– ¡Ay! -exclamó con una risita, pues movió una de las piedras, que empezó a rodar, arrastrando otras con ella. Se puso de pie, apoyó las manos sobre las rodillas y empujó hacia afuera los pechos y las nalgas. Exhaló un suspiro.

– Bueno, va a ser mejor que me baje…

– ¡No te muevas, Anna! -murmuró, en un tono de advertencia.

De pronto, Karl desvió los ojos hacia la base del montículo y los clavó en el lugar, mientras tanteaba el suelo tratando de alcanzar el hacha.

La serpiente no había hecho ningún ruido, no había dado ningún indicio de que estuviera allí, tomando sol sobre las piedras. Pero cuando parte de la pila se desmoronó, la víbora quedó de inmediato al descubierto. Sobresaltado y a la defensiva, el reptil se enroscó en su propio cuerpo y levantó la cabeza en un arco oblicuo, anunciando el inminente ataque.

Anna miró hacia abajo, siguiendo los ojos de Karl justo cuando la maciza cola comenzó su zumbido de advertencia. Sintió un espasmo en el estómago y se le tensaron las piernas al confrontarse con esos ojos amarillo azufre y sus elípticas pupilas demoníacas.

Ocurrió todo tan rápido, que Anna apenas tuvo tiempo de que el miedo la paralizara. La mano de Karl encontró el hacha a ciegas y al segundo siguiente la serpiente de cascabel quedó partida en dos pedazos que seguían saltando y retorciéndose mientras Anna gritaba, incapaz de quitar los ojos de esas rayas marrones y amarillas que serpenteaban en el aire en grotescas contorsiones de muerte. Antes de que la destrozada serpiente cayera sin vida sobre la tierra, los brazos de Karl rodearon a Anna y una de sus enormes manos la tomó de la cabeza mientras la levantaba del montículo de piedras.