– Anna… Oh, Dios mío, Anna -exclamó, la boca pegada al pelo de la muchacha.
Anna fue presa de los sollozos y enseguida de horrendos temblores espasmódicos.
– Ya está todo bien, Anna. La maté.
– Tu hacha, Karl -se lamentaba ella, incoherente.
– Sí, la maté con mi hacha. No llores, Anna.
James venía corriendo por la loma, atraído por los gritos de Anna, que habían perforado el aire silencioso, a través del claro, como el chillido de una lechuza blanca.
– Karl, ¿qué pasó? -gritó.
– Había una serpiente. Pero todo está bien ahora. Ya la maté.
– ¿Anna está bien? -preguntó James, aterrado.
– Sí. Está a salvo. -Pero Karl seguía apretándola contra su cuerpo.
Anna continuaba nombrando el hacha incoherentemente, mientras Karl intentaba calmarla. Quiso llevarla hasta la pila y acomodarla allí pero el pánico la tenía paralizada.
– Tu hacha -volvió a gritar.
– Anna, la serpiente ya está muerta. Y tú estás bien.
– Pero, K… Karl… -sollozó-, tu hacha está… está en m… medio… de la suciedad.
Y así era. El afilado acero tan preciado, que nunca había tocado nada que no fuera madera, tenía el cotillo semienterrado en la tierra. Karl lo miró por sobre la cabeza de Anna, luego apretó los ojos con fuerza y sostuvo el tembloroso cuerpo de su esposa contra su pecho.
– Sh… Anna, no importa -susurró.
– Pero tú d… dijiste…
– Anna, por favor -le rogó-, no hables más y déjame abrazarte.
No cabía ninguna posibilidad de intentar un acercamiento íntimo con Anna esa noche. Estaba en tal estado de agitación cuando Karl la arropó en la cama, que él se hubiera sentido culpable hasta de tocarla con una mano.
Karl y James estaban sentados, examinando los cascabeles que el muchacho había separado de los restos del reptil. Cuando James preguntó por qué había aparecido una víbora en esa época del año, Karl le explicó que, contrariamente a la creencia popular, esos reptiles no podían resistir el calor del sol. Durante el caluroso verano, se escondían detrás de las piedras. Pero cuando el otoño se hacía menos intenso, salían a entibiarse, como para almacenar calor antes de hibernar.
– Además, se preparan para el invierno -concluyó, mirando hacia la cama donde Anna todavía se sacudía.
– Como nosotros, Karl, ¿eh?
– Sí. Como nosotros, muchacho.
James también miró a Anna, y preguntó:
– Karl, ¿cuándo nos mudaremos?
– ¿Qué te parece mañana? Debo instalar la cocina, terminar de colocar una ventana más y hacer la puerta. Pero me ocuparé de eso, si tú te encargas de lavar los cueros y dejarlos listos para después estirarlos. Creo que ya es tiempo de que Anna tenga su cabaña de madera.
Pero al día siguiente no terminaron lo que se habían propuesto, aunque los dos trabajaron como dinamos.
Algo le decía a Karl que esa noche no era el momento oportuno para hacer las paces con Anna. Una noche más… una noche más, y estarían en la cabaña por primera vez. Entonces haría lo que más deseaba en el mundo.
Durante ese día y el siguiente, cuando levantaba los ojos, a menudo encontraba a Anna observándolo, ya sea desde el claro o desde la cabaña, era lo mismo. Karl sabía que ella también estaba esperando esa primera noche, cuando durmieran en la casa que habían construido juntos.
Anna volvió a llevarle algo para beber mientras estaba sentado al sol, en el hueco de la entrada de la cabaña, alisando las planchas de madera para la puerta. Anna entró en la casa, y después de permanecer allí un rato, muy quieta y en silencio, Karl la encontró observando el piso del desván, arriba de ella; era blanco y de olor dulce, y tenía su propia escalera, que subía hasta el hueco de la buhardilla.
Ese último día, Karl instaló la cocina. Las diferentes partes encajaban justo como las piezas de un rompecabezas, pero Anna no parecía disfrutarlo como él pensaba. Se mostraba algo tímida después de que Karl mató la serpiente y la sostuvo a ella en sus brazos mientras gritaba y temblaba.
James estaba trenzando las cuerdas para su cama mientras Anna trabajaba en la suya y de Karl. Él les enseñaba cómo tejer y unir las toscas fibras vegetales para formar una soga gruesa y resistente.
En un momento en que los dedos de James se enredaron y el tejido se aflojó, el muchacho le preguntó a Anna cómo se las arreglaba para hacerlo tan fácilmente.
– No me preguntes a mí -contestó ella-. Pregúntale a Karl. Si hay alguien que sepa qué hacer con las sogas de una cama, es Karl.
Pero Anna en ningún momento levantó la cabeza; seguía tejiendo su propia cuerda, sentada en medio del piso de la cabaña, con las piernas cruzadas y cubiertas por esos horrendos pantalones. Hasta James pudo haber sospechado un juego de palabras, si Anna se hubiera mostrado más divertida o animada. Pero la muchacha sólo se mordía el labio mientras se dedicaba de lleno a su tarea.
Mientras tanto, Karl terminó con la puerta. Usó el inquebrantable roble, que le dio mucho más trabajo para cortar que cualquier otra madera, a causa de su dureza. Karl trabajaba con mucha paciencia, dando forma a los paneles y alisándolos, armando barras cruzadas donde se ajustarían los paneles.
Después del almuerzo, James y Anna comenzaron a mudar sus enseres personales a la nueva casa. Cargaron platos, boles y barriles semivacíos, y dejaron para Karl los barriles llenos de harina. Karl los veía desfilar frente a él mientras le ponía las bisagras a la puerta y ajustaba las últimas clavijas de madera. Luego se puso a atar las sogas que habían quedado flojas, pues sólo necesitaban ser ajustadas para convertirse en camas.
Anna, un poco retraída, algo tímida a veces, continuaba acarreando cosas a la cabaña. En uno de esos viajes, se detuvo en el camino para enderezar la espalda, después de cargar un bulto pesado. Karl la observó acomodarse la camisa dentro de los pantalones, haciendo una inspiración profunda y echando el busto hacia adelante, y quedarse un rato así, sin darse cuenta de que él la observaba. Luego pareció suspirar (aunque desde esa distancia, él no pudo oír ningún suspiro) y se metió la mano dentro del pantalón por delante y por detrás, para volver a acomodar, ostensiblemente, los faldones de su camisa.
Al hacer todos esos movimientos, quedó de perfil a Karl. Justo cuando él comenzó a pensar que Anna, tal vez, lo hubiera visto, la muchacha levantó la cabeza y lo descubrió con las manos ociosas sobre su trabajo y los ojos ocupados en su silueta. Se alejó en forma brusca y casi con culpa, y desapareció dentro de la casa de adobe.
Después de haberse ido Anna, Karl se puso a considerar lo que había visto. ¿En qué momento su silueta huesuda había suavizado y había modelado sus contornos? ¿Cuánto hacía que esta mujer con curvas se escondía dentro de esos pantalones de hombre? Karl sonrió al pensar en Anna como cocinera, y se dio cuenta de que la muchacha había hecho bien en comerse sus comidas a pesar de que ella misma las había criticado.
Anna estaba observando a James sacar la manta que había servido para separar el “vestidor” hasta ahora. Cuando su hermano se alejó del baúl, Anna se ofreció a ayudarlo.
– Te ayudaré a doblarla.
– Bueno.
Cada uno tomó dos puntas y las extendió; el espacio en la estrecha cabaña de adobe apenas daba para desplegar la manta.
– James, tengo que pedirte un favor.
– Seguro. ¿Qué es, Anna?
– Es algo muy egoísta -le advirtió.
– No me hagas bromas, Anna. No me las creo -dijo, y le hizo una sonrisa cómplice.
– Pero es verdad. Sobre todo porque elegí el día de hoy para pedirte el favor.
– Bueno, ¡pídemelo! -le dijo, contento.
– Quiero que le preguntes a Karl si te deja llevar la yunta hasta lo de los Johanson tan pronto como terminemos con el trabajo.
– ¿Quieres decir esta noche?
– No, esta tarde -le dijo Anna, y se sintió incómoda ante tal sugerencia, pues James, con seguridad, adivinaría sus intenciones.
– ¿Qué necesitas de allí?
Se habían acercado casi pecho con pecho, doblando la manta.
– No necesito nada de allí.
– Entonces, ¿para qué tengo que ir?
– Para mantenerte alejado de la casa por un rato -dijo Anna, y se sonrojó.
– Pero, Anna…
– Lo sé, lo sé. Hoy nos mudamos a la casa de troncos y… Te dije que era egoísta. Tendrías que perderte nuestra primera comida preparada en la nueva cocina y nuestra primera cena en la cabaña, juntos.
– Pero, ¿por qué? -preguntó James, desilusionado.
Anna buscaba la forma de explicarle, sin muchos detalles.
– James, las cosas han estado… Necesito estar por un rato a solas con Karl.
– ¡Ah! -dijo, vislumbrando, de pronto, lo que pasaba-. Bueno… en ese caso, seguro. Me iré tan pronto como pueda.
– Escucha, hermanito -dijo Anna, tocándole el brazo-, sé que es injusto de mi parte pedírtelo esta noche pero, créeme, tiene que ser esta noche. Karl y yo tenemos que aclarar ciertas diferencias que hubo entre nosotros y que estuvieron arruinando nuestra relación durante demasiado tiempo. Me temo que si no ponemos las cosas en orden ahora mismo, van a seguir arrastrándose para siempre, y no podría soportarlo… Oh, James, me siento muy mal por pedírtelo esta noche. -Repentinamente, se dejó caer sobre la cama de soga y bajó los ojos hacia el piso, abatida-. Sé que deseabas mudarte, tanto como nosotros. Créeme, no te lo pediría si no fuera absolutamente necesario. No te puedo explicar todo, James… -Levantó la mirada, suplicante-. Pero tiene que ser hoy, esta noche.
– ¿Qué debo decirle? Bueno, nunca le pedí antes salir con la yunta, solo.
– Dile que quieres ir a visitar a Nedda.
– ¿A Nedda? -La nuez de Adán de James comenzó a temblar.
– ¿Me equivoco mucho al pensar que no te molesta?
– ¿Visitar a Nedda? -James parecía sorprendido ante la idea, a pesar de que él mismo había estado imaginando esa situación desde que Nedda lo había sugerido- ¡No, no me molestaría para nada! ¿Pero crees que Karl me dejará?
– ¿Por qué no? Karl mismo te enseñó a manejar la yunta. Te tiene confianza con Belle y Bill. De todos modos, fuiste a lo de los Johanson la noche que me perdí en el bosque, y llegaste bien.
– Sí, ¿no es cierto? -Recordó lo orgullosa que Nedda se había sentido de él en aquel momento.
– Eso no es todo lo que necesito de ti, James.
– ¿Qué más?
– Antes necesito que te lleves a Karl fuera de la casa por una hora o más, si puedes.
– ¿Cómo podría hacerlo? No querrá salir de la nueva cabaña.
– Puedes hacer que te acompañe a la laguna a darte un baño. Haz que juegue como lo hacíamos antes, ¿te acuerdas? Eso lo mantendría ocupado un rato.
– ¿Qué vas a hacer mientras no estemos?
Anna se levantó, con la manta doblada sobre el brazo. Pasó un dedo por la tela, con aire pícaro. Luego le dirigió a su hermano una sonrisa de complicidad que el muchacho pronto aprendería a interpretar.
– James, ése es un secreto de mujer. Si tienes la edad suficiente como para ir a visitar a Nedda, tienes la edad para saber que un hombre no le pide a una mujer que le revele todos sus secretos.
James se sonrojó un poco, pero no estaba seguro de algo y no pudo hacer otra cosa que preguntarlo.
– Anna, ¿debo… debo preguntarles a los Johanson si me puedo quedar a dormir?
– No, James, no te lo pediría. Sé que esperaste demasiado tiempo para poder dormir en tu propia buhardilla. No hace falta que te quedes hasta el atardecer. Estaremos esperando tu regreso para entonces.
– Bien, Anna.
– ¿Lo harás? -preguntó la muchacha, sin aliento.
– Por supuesto que lo haré. Lamento no haberme dado cuenta yo solo. De ahora en adelante, si Karl me deja ir esta vez, saldré solo más seguido. Me gusta ir a visitar a nuestros vecinos. Además -agregó, metiendo el pulgar en el bolsillo trasero de su pantalón y mirando el piso casi con culpa-, haría cualquier cosa por verlos a ti y a Karl como estaban antes. Sé que las cosas estuvieron mal entre ustedes por mucho tiempo, y eso no me gusta. Sólo… sólo deseo que seamos todos felices como antes.
Anna sonrió y apoyó el brazo en el largo y duro antebrazo de James para obligarlo a sacar la mano del bolsillo y poder tomársela.
– Escucha, hermanito, si hace mucho que no te lo digo, es mi culpa y no la tuya… pero te quiero.
– ¡Por Dios! Lo sé -dijo, con una débil sonrisa dibujada en sus labios-. Yo también.
Anna lo rodeó con sus brazos, incluyendo la manta en el abrazo cuando lo apretó contra ella. Debía estirar más el brazo, ahora, para alcanzar el cuello de James porque había crecido. Se dio cuenta de que su hermano no había crecido sólo en el aspecto físico sino también en el emocional, este verano, pues no hizo ningún ademán de rechazar la caricia. Se dejó apretujar y devolvió el abrazo, deseando, en silencio, que lo que Anna había planeado para esa tarde resultara.
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