– ¡Dios mío! Karl, ¡mira eso!
Karl no emitió ningún sonido. Se lo imaginó, de pie en la arcada, sosteniendo la ropa sucia, con una mano apoyada, tal vez, en el borde de la puerta nueva.
– Flores, Karl -dijo James casi con reverencia, mientras el corazón de Anna amenazaba con ahogarla-. Y las cortinas… colgó las cortinas.
Karl seguía sin pronunciar palabra.
– Pensé que era algo tonto desperdiciar todo ese tiempo con las cortinas, pero quedan hermosas, ¿no es cierto?
– Sí. Quedan hermosas de verdad -dijo Karl, por fin.
Anna apoyó la cabeza en la pared, allí en su pequeño rincón, respirando lo más silenciosamente que podía para que no sospecharan su presencia.
– Me pregunto dónde estará -dijo James.
– Me… me imagino que andará por alguna parte.
– Me… me imagino que sí. Bueno, mejor será que me peine antes de salir.
– Sí, ve a peinarte mientras le pongo los arneses a Belle y a Bill.
– No hace falta, Karl. Puedo hacerlo solo.
– Está bien, muchacho. No tengo otra cosa que hacer hasta que Anna regrese de donde está.
– Bueno, Karl, te lo agradezco.
Transcurrió una eternidad hasta que James subió la escalera, silbando entre dientes, y luego bajó. Cuando Anna pensó que ya no podría tolerar un minuto más, oyó el eco de sus pasos, que marchaban hasta la puerta y luego se alejaban. Desde afuera, escuchó sus voces, otra vez.
– Gracias, Karl.
– No es nada. Tú lo hiciste muchas veces para mí. No es nada.
– Bueno, Karl. Ahora me las arreglaré solo con los caballos. Se rieron juntos; luego Anna oyó que Karl decía:
– Recuerda lo que te dije. Anna sonrió para sí.
– Bueno, saluda a Olaf y a todos de parte mía y de Anna.
– Lo haré, y no te preocupes. Cuidaré muy bien a Belle y a Bill.
– Eso no me preocupa. Ya no.
– Hasta luego, Karl.
– Hasta luego. Que lo pases bien.
– Seguro. Adiós.
“Ahora es el momento”, pensó Anna. “Ahora, mientras Karl todavía está afuera. Debería salir y quedarme de pie cerca de la cocina para cuando regrese.” Pero le resultaba imposible mover las piernas. “Se me arrugó la falda, sentada aquí, apretando las rodillas demasiado fuerte”, pensó con rabia. “Tendría que tener un delantal como el de Katrene. Oh, ¿por qué no se me ocurrió hacerme un delantal?”
Esperó demasiado y oyó las pisadas de Karl sobre el piso. Unos pocos pasos y se detuvo. ¿Estaría contemplando la mesa? ¿Se estará preguntando dónde estoy? ¿Pensará que soy una chiquilina estúpida cuando descubra que estuve escondida detrás de la cortina todo el tiempo? Apretó las manos contra las mejillas pero sus palmas estaban tan calientes como su rostro. Apoyó los pies en el piso y abrió las cortinas. Sintió que algo saltaba y se retorcía en la boca del estómago, como si tuviera adentro ranas vivas.
Karl estaba de pie, con las manos en los bolsillos, analizando la mesa. El movimiento de la cortina al correrse le llamó la atención, y levantó la mirada. Lentamente, sacó las manos; lentamente, las llevó a los costados del cuerpo.
Anna se quedó quieta, sosteniendo la manta.
Ninguno de los dos supo qué decir, sobre todo Karl.
¿De qué hablaría? ¿De la mesa, preparada de forma tan encantadora, con ese inmaculado mantel floreado y los pimpollos frescos que Anna había recogido y ubicado tan hábilmente como lo hacía su madre? ¿O debería mencionar las cortinas que su esposa había colgado de las ventanas? Le encantaban, a pesar de que lo había desilusionado, al principio, que desperdiciara en ellas la rosada guinga. ¿Le hablaría del vestido que se había cosido para sorprenderlo, simple, de mangas largas, falda amplia, y que combinaba con aquellas cortinas nuevas de color rosado? ¿De su pelo, tal vez, ese hermoso pelo ondulado, irlandés, color de whisky, recogido en trenzas tirantes que terminaban en una corona sobre la cabeza?
Karl buscaba en su mente la palabra adecuada. Pero, del mismo modo que la primera vez que la vio, encontró una sola palabra que podía decir. La soltó, como lo había hecho a menudo, en un tono de desconcierto, de asombro, de revelación, un tono que implicaba una respuesta a todo lo que veía delante de él, una pregunta acerca de todo lo que se desplegaba ante sus ojos. Todo lo que Karl tenía, todo lo que era, todo lo que esperaba ser, estaba encapsulado en esa única palabra:
– ¿Onnuh?
Anna tragó saliva pero permaneció con los ojos abiertos, insegura. Dejó caer la cortina; luego, se tomó las manos detrás de la espalda.
– ¿Cómo te fue en la laguna, Karl? -preguntó.
Increíblemente, Karl no contestó.
– ¿El agua estaba fría? -intentó, otra vez, nerviosa.
Por suerte, esta vez Karl pudo responder.
– No demasiado fría.
La frente y las mejillas le brillaban, de limpias y bronceadas.
El pelo estaba recién peinado. El sol del atardecer se reflejaba a través de una de sus preciadas ventanas y destacaba la piel lustrosa y hacía que el pelo pareciera más dorado. A Anna le pareció sentir el olor a frescura desde el otro extremo de la habitación.
– Parece que James no tuvo problemas.
– No. Se fue lo más bien.
A Anna le dolían las manos. Notó, de pronto, que le dolían las manos. Con un gran esfuerzo, las soltó y las sacó de su escondite.
– Bueno… -dijo, y volvió las palmas hacia arriba en un ligero gesto nervioso.
Karl tenía un nudo en la garganta.
– Estuviste muy ocupada mientras James y yo estábamos en la laguna.
– Un poco -respondió Anna, tontamente.
– Más que un poco, creo.
– Bueno, es nuestra primera comida y…
– Sí.
Se hizo silencio.
– Entonces, ¿hablaron tú y James?
– Sí. No sé si le serví de ayuda, en realidad. Yo mismo no soy muy bueno para hacer la corte a una mujer -dijo, y volvió a meterse las manos en los bolsillos.
Anna sintió como si su lengua estuviera paralizada.
Se quedaron allí de pie, acompañados sólo por el crepitar de los leños en el fogón, hasta que, por último, Karl agregó:
– Parecía estar un poco menos nervioso cuando se fue. La charla debe de haberle hecho bien.
– Eso pensé.
– Sí.
Anna buscó con desesperación algo que decir.
– Bueno, no pareció importarle perderse la cena con nosotros.
– Es verdad.
– Gracias a Dios que está Nedda. -Apenas lo dijo, se hubiera mordido la lengua-. Bueno… -dijo Karl, lo mismo que Anna un momento antes.
– ¿Tienes hambre, Karl?
Comer era en lo que menos estaba pensando, pero respondió:
– Sí, siempre tengo hambre.
– Ya empecé a preparar la comida, pero necesito hacer unos toques de último momento.
– No hay apuro.
– Podríamos tomar un té mientras esperamos.
– Eso sería bueno.
– ¿Té de rosas? -le preguntó, y percibió la nuez de Adán de Karl agitarse, mientras él tragaba.
– Sí, me gusta el té de rosas.
– Bueno, siéntate y te lo prepararé.
Hizo un gesto hacia la mesa decorada, con mano temblorosa, y haciendo un esfuerzo, se dirigió a la cocina. Karl corrió la silla pero se quedó de pie al lado, observando cómo Anna tomaba el recipiente de la repisa improvisada que había en la pared próxima al fogón.
– Hubiera querido tener el aparador para cuando nos mudáramos -dijo Karl.
– Oh, no importa. Habrá tiempo de sobra para hacerlo cuando venga el tiempo frío y no tengas tanto trabajo. Creo que disfrutaría el olor a madera, mientras trabajaras en la casa.
– Tengo un árbol elegido.
– Ah, ¿de qué clase?
– Me decidí por un pino nudoso. Los nudos lucen como joyas cuando lustras la madera. Salvo que prefieras el roble o el arce, Anna. Podría usar cualquiera de los dos.
Karl contempló el balanceo de la falda mientras Anna tomaba la pava y llenaba la tetera con agua hirviendo. La muchacha se volvió en ese momento, y dijo:
– Oh, no, Karl. El pino está muy bien. -Pero giró demasiado rápido y tuvo que sostener la tapa de la tetera para que no saliera volando. Karl se preparó para atajarla por si caía de su lado-. Siéntate, Karl, y trataré de no quemarte con el té.
Karl pensó en correrle la silla para que se sentara pero Anna no fue hacia allí. Se quedó de pie al lado de la silla de su esposo, esperando que se acomodara. Cuando lo hizo, se agachó para servirle el té y Karl pudo percibir el nítido aroma a manzanilla que la rodeaba.
Mientras llenaba la taza, se disculpó:
– Siento que no sea té de consuelda. Pero supongo que no me lo habrías pedido porque tenemos poco.
– No importa que la consuelda se haya secado. Podremos encontrar la planta silvestre en el bosque y trasplantarla en la primavera.
– Pero me dijiste que la consuelda era tu preferida.
– También me gusta el té de rosas.
Anna se sirvió el té y se sentó frente a su esposo.
– La primera bebida que me enseñaste a preparar -dijo, levantando su jarro-. Aquí, por el té de rosas. -Brindó, esperando con el jarro en alto.
Karl siguió su movimiento y chocó su jarro contra el de ella, recordando la primera noche, cuando le había preparado el té para que se tranquilizara antes de ir a la cama.
– Por el té de rosas -brindó también él.
Se llevaron los jarros a los labios, mirándose, primero; luego, apartaron la mirada hacia el borde de las tazas.
– ¿Cuándo hiciste todo esto? -preguntó Karl, contemplando el interior de la cabaña.
Anna se encogió de hombros, aunque floja, todavía, por la corrida.
– Las flores son… me gustan las flores en ese jarrón.
– Gracias.
– Y ese mantel, también.
– Gracias.
– Y las cortinas. Haces juego con las cortinas, Anna -dijo, sonriendo.
La muchacha también sonrió. Era curioso cómo pensaban lo mismo.
– Quedo un poco escondida entre las cortinas. Debes buscar para encontrarme.
– No lo creo, Anna -dijo-. Las cortinas y el mantel son de guinga pero tu vestido luce diferente.
“¡Malditas sean mis manos!”, pensó Anna, cuando se llevó una al cuello para alisarlo, sonriendo como una tonta colegiala.
– Ya estaba pensando en hacer un segundo viaje al pueblo para traer más guinga, si es que no quería verte en pantalones todo el invierno.
– ¿Me la trajiste para vestidos, entonces?
– Me desilusionó un poco al ver que la usabas toda para las cortinas.
– No toda.
Karl hizo un gesto con la taza, como el de un esgrimista que tocara la espada de su maestro con la punta de la suya. Anna levantó la tetera para volver a llenar el jarro.
– El vestido es hermoso, Anna.
El té se agitó dentro de la tetera, en camino hacia la taza.
– ¿De verdad? -preguntó, como si sólo ahora lo descubriera.
– Mucho más lindo que los pantalones.
Anna no pudo evitar fastidiarlo un poco.
– Sin embargo, yo me había acostumbrado a esos pantalones.
– Yo también.
– No bromees, Karl -dijo.
– ¿Yo, bromear? -preguntó.
– No sé. A mí me parece.
– Entonces, ¿no quieres que te haga más bromas?
“¡Oh, sí!”, clamaba su corazón, “como lo hacías antes.” Pero tuvo que decir:
– No esta noche. -Deseaba que Karl leyera el resto en sus ojos.
Karl asintió, en silencio.
– Tengo algunas cosas que hacer. Siéntate aquí y disfruta de tu té mientras yo…
Pero el resto no se oyó. Se levantó, incómoda, sabiendo que él observaría todos sus movimientos. Tomó la nueva sartén y la puso sobre la cocina. Sacó un bol y un batidor y rompió algunos huevos, golpeándolos contra el borde del recipiente.
– ¿Dónde conseguiste los huevos? -preguntó Karl.
– En lo de Katrene… cuando fuimos a pedirle ayuda a Erik por lo del oso. Pero los estaba reservando para esta noche.
Se quedó, otra vez, silencioso, observándola batir los huevos y agregarlos luego a los otros ingredientes secos que ya tenía preparados en otro bol. Anna incorporó la leche, sintiendo los ojos de Karl en la espalda. Cuando la mezcla estuvo lista, casi se equivoca y vuelca una porción en la sartén, sin engrasarla. Pero a último momento lo recordó, embadurnó la sartén y miró hacia atrás; se dio cuenta de que Karl observaba cada uno de sus movimientos. Se sentía ya el chisporroteo de la grasa cuando Anna, de pronto, se acordó del pote de mermelada de arándano, guardado en el sótano.
– ¡Oh, me olvidé de algo! ¡Vuelvo enseguida!
Salió corriendo de una manera nada elegante, dobló la esquina de la casa y se puso a luchar con la puerta del sótano. Bajó las escaleras, enredándose en las faldas y preocupada por temor a que se le quemara el panqueque sueco. Encontró el pote de mermelada y lo agarró; aseguró la puerta del sótano y voló a la casa, donde la recibió el olor a masa quemada. Olvidó tomar una agarradera y se quemó con el mango de la sartén, cuando la quiso retirar del fuego.
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