Karl había observado lo que ocurría, sin saber si debía levantarse y dar vuelta el panqueque o dejar que Anna lo hiciera a su manera. Le costó un gran esfuerzo quedarse allí y dejar que la masa se quemara.
Pero enseguida el ruido de la sartén llenó el silencio en la casa tranquila. Anna dejó caer la barbilla sobre el pecho, y Karl vio, desde atrás, cómo sus bucles pugnaban por escaparse de las trenzas en el hueco de la nuca. Notó que la muchacha levantaba un antebrazo para pasárselo por los ojos, y se dio cuenta de que estaba llorando.
Se levantó, tomó la sartén con la agarradera y arrojó el panqueque afuera. Volvió y dejó la sartén sobre la cocina; se paró detrás de Anna, tomó sus brazos y se los apretó con suavidad.
– Arruino todo lo que toco -se lamentó ella.
– No, Anna -dijo, alentándola-. No has arruinado las cortinas ni la mesa ni tu vestido, ¿no es así?
– Pero, mira esto. Katrene me enseñó cómo hacerlos, hice todo lo que me dijo, y todo resultó un desastre.
– Te preocupas demasiado, Anna. Te esfuerzas tanto, que las cosas te perturban. ¿Hay más masa para freír?
Anna asintió, apenada y tratando de no lloriquear.
– Entonces coloca un poco en la sartén y empieza de nuevo.
– ¿Para qué? Serán un desastre otra vez. Nada de lo que hago me sale bien.
Le dolía verla tan abatida. Si no lograba ayudarla a salir airosa de ese intento, que era tan vital para los dos, temía que ese hermoso comienzo que Anna había creado llevara sólo al fracaso. Tenía que lograr que sonriera un poco y tratara una vez más. Aunque Anna le había pedido que no le hiciera bromas esa noche, tenía que bromear de algún modo.
– Quizás el primero no era tal desastre, después de todo; Nanna se lo comió esta vez.
Anna miró hacia la puerta y allí estaba Nanna, con la cara feliz vuelta hacia ellos, triturando con sus dientes el panqueque quemado. Anna soltó una triste carcajada, se secó los ojos con el dorso de las muñecas, tomó el bol y volcó una porción de masa en la sartén, una vez más. Mientras tanto, Karl se sentó a la mesa.
Esta tanda resultó perfecta, pero Karl no lo supo hasta que Anna trajo el plato a la mesa.
– Me gustaría esperar a que se hagan tus panqueques, así los comemos juntos -dijo.
– Pero éstos están calientes.
– Puedes usar el horno de la nueva cocina para mantenerlos calientes mientras cocinas los tuyos.
– Muy bien, Karl. Si tú lo dices…
Su fracaso por no haber alcanzado la perfección comenzó a dolerle menos, cuando puso los panqueques en el horno y preparó los demás. Mientras lo hacía, oyó a Karl levantarse y ubicar dos velas prendidas, una a cada lado de las flores. Anna volvió con los dos platos. El Sol ya se había ocultado; las velas eran bien recibidas ahora que el crepúsculo se avecinaba.
– ¿Ves… qué fácil? -dijo Karl, con diplomacia, cuando Anna se sentó, otra vez, frente a él-. Ahora has hecho unos panqueques magníficos.
– Oh, Karl, no digas eso. El tonto más grande del mundo puede hacer panqueques.
– No eres la tonta más grande del mundo, Anna.
En ese momento, lamentó haberla llamado tonta el día que se pelearon; se daba cuenta ahora de cómo esas palabras hirientes habían acrecentado su sensación de ineptitud.
– Bueno, casi -dijo Anna, con la mirada clavada en su plato.
– No -insistió él-, ni siquiera casi. -Se miraron por un momento, antes de que Karl dijera-: ¿Es mermelada de arándano lo que tienes allí o no dejarás que me entere?
– ¡Oh! ¡Sí… claro! -Se la alcanzó-. Pero no la hice yo. La hizo Katrene y me la dio.
– Deja de disculparte, Anna -le ordenó con suavidad.
De la manera más natural, cubrió sus panqueques con el dulce de arándano y comenzó a comer, mirándola a través de la mesa, con el rostro tan tranquilo como el agua de la laguna. Nunca en su vida tuvo Karl que forzarse para comer, como en ese momento. Si fuera por él, podría entrar la cabra y comerse todos los panqueques, con el dulce y todo, directamente del plato; a él no le importaría en lo más mínimo. Pero por Anna, debía comerse esos panqueques y pedir más.
Anna comía con desgano; Karl era mejor actor que ella. Saltó, agradecida, para ir a freír más cuando su esposo se lo pidió. Cuando trajo la segunda tanda, la luz de la vela había creado un clima de intimidad y desconcierto, delineando cada gesto que les cruzaba el semblante mientras se miraban -casi todo el tiempo en silencio, ahora- a través de los panqueques y la mermelada, las tazas y el té de rosas, las margaritas y las lisimaquias, la guinga y el trébol perfumado.
Cuando terminó, Karl se inclinó hacia atrás y apoyó un brazo sobre el respaldo de su silla.
– Nunca me dijiste qué pensaste de mis regalos, Anna.
Esos ojos azules la estudiaban de una manera tal, que la muchacha sintió que sus piernas tenían, en ese momento, la consistencia de la mermelada de Katrene.
– Te agradecí la cocina, Karl, me encanta la cocina, lo sabes bien.
– No estoy hablando de la cocina.
– ¿La guinga?
– Sí. La guinga.
– La guinga… me encanta la guinga. Hace que el lugar parezca más alegre.
– Quise comprarte un sombrero con una cinta rosa, pero Morisette no tenía ninguno en esta época del año.
– ¿De verdad? -Estaba sorprendida, y la preocupación de Karl la había enternecido.
– De verdad. Y tuve que traerte el jabón, en cambio.
Anna se puso a estudiar el mantel y a raspar el borde con una uña.
– Me encanta el jabón, Karl. Es… es algo tan especial…
– Me dio trabajo sacar esas palabras de tu boca.
– Me dio trabajo lograr que me lo compraras -dijo Anna con dulzura, y pensó en todas las palabras amargas que se dijeron ese día en que Karl salió corriendo, hecho una furia.
– La noche que lo traje a casa no pareció importarte.
– Lo estaba reservando.
– ¿Para esta noche?
– Sí. -Anna bajó los ojos.
– ¿Como los huevos para los panqueques?
La muchacha no contestó.
– ¿Cuánto tiempo estuviste planeando lo de esta noche? Anna sólo se encogió de hombros- ¿Cuánto tiempo? -repitió.
Los ojos llenos de lágrimas resplandecieron por un instante a la luz de las velas, mientras ella lo miraba suplicante.
– Oh, Karl, viniste a casa aquella noche y de lo único que hablaste fue de Kerstin.
– Y tal vez hable de Kerstin a menudo. Es nuestra amiga, Anna. ¿Puedes entender eso? Me hizo ver las cosas más claras, me hizo hablar acerca de cosas que sólo un verdadero amigo puede hacerte ver.
Anna apoyó la frente en las manos y trató de contener las lágrimas.
– No quiero hablar de Kerstin -dijo, cansada.
– Pero para hablar de nosotros, debo hablar de Kerstin.
– ¿Por qué, Karl? -Lo miró, una vez más, directo a la cara- ¿Porque es ella la que está entre nosotros? ¿Porque es a ella a la que quieres?
– ¿Es eso lo que piensas, Anna?
– Bueno, ¿qué se supone que piense cuando, desde que ella vino, podrías haber tenido todo al alcance de tu mano, si hubieras esperado sólo unas pocas semanas más antes de traerme aquí para casarme contigo?
– Esas son tus palabras, Anna, no las mías.
– Bueno, son la verdad -insistió, caprichosa-. ¿Crees que no me doy cuenta de cómo te sientes cuando estás en casa de los Johanson? Se nota, Karl. Se te ve… feliz, sonríes, hablas sueco, comes panqueques suecos ¡como si estuvieras de regreso en Skane!
Karl se inclinó hacia adelante, apoyó los brazos sobre el borde de la mesa, y la miró profundamente a los ojos.
– Escúchame, Anna, y escúchate a ti misma. Hace un momento dijiste en casa de los Johanson. Eso es lo que Kerstin me hizo ver. Es la casa de los Johanson lo que me hace sentir feliz. Sí, soy feliz allí, pero eso no tiene que ver sólo con Kerstin, tiene que ver con todos los Johanson. Pero ella me hizo ver cómo esto te afectaba a ti. Por eso debo hablar de Kerstin.
Anna estaba sentada frente a Karl, con los delgados hombros echados hacia adelante, mientras sujetaba las manos apretadas entre las rodillas.
– Karl -dijo en tono de queja-, nunca podré ser Kerstin, ni aunque lo intentara más de mil veces.
Se le partió el corazón al pensar que la había hecho sentir tan insegura. Pero, al mismo tiempo, lo enterneció el ver que Anna, llevada por su amor y por su afán de hacerse querer, había llegado hasta el punto de tratar de convertirse en lo que ella pensaba que Karl quería.
– Anna, Anna -dijo, profundamente emocionado-, no quiero que lo seas.
De pronto, se sintió confusa.
– Pero tú dijiste…
– Dije muchas cosas que hubiera sido mejor no haber dicho, Anna.
– Pero Karl, ella es todo lo querías para ti, todo eso que yo fingí ser… y ¡mucho más! Tiene veinticuatro años, y sabe cocinar y llevar una casa y cuidar un jardín y hablar en sueco y…
– ¿Y usar trenzas? -terminó Karl, sonriendo y echándole una breve mirada al pelo de Anna.
– ¡Sí! -dijo Anna con amargura-. Y usar trenzas.
– ¿Entonces pensaste que tratarías de ser como ella y no resultó?
– ¡Sí! ¡Ya no sabía qué más hacer!
Su voz denotaba la más profunda infelicidad. Karl estaba tan atractivo, sentado allí, al resplandor de la vela, hablando tan bien. Cada vez que se encontraba con esos ojos azules, quería cruzar la mesa volando para ir a besarlo. En cambio, se quedó mirándose la falda, apretando las manos entre los pliegues de la guinga rosada, para evitar que se le escaparan hacia Karl.
– ¿No pensaste, Anna, que tal vez era yo el que debía cambiar, y no tú? -preguntó con voz acariciadora.
– ¿Tú? -Levantó la cabeza bruscamente y se rió con ironía-. Pero si tú eres perfecto. Cualquier mujer sería una tonta en pretender que tú cambiaras. No hay una sola cosa en este mundo que no sepas o no trates de hacer, que no intentes aprender. Eres tolerante, y tienes… tienes sentido del humor y te importan tanto las cosas y eres honesto y… no he visto, todavía, que algo te doblegue. No he descubierto nada que no sepas hacer.
– Salvo perdonar, Anna -admitió antes de que la habitación en penumbras quedara silenciosa.
Perturbada, Anna tomó la taza, que estaba vacía. Pero Karl le aprisionó la mano por un momento; ella la retiró y la apretó entre las rodillas.
– Hasta eso, Karl -dijo-. No hubieras tenido que hacerlo, de haber esperado a Kerstin, estoy segura.
– Pero no estaba esperando a Kerstin. Ése es el punto. Te tenía a ti y no fui capaz de olvidar esa única cosa que no podías cambiar, y tratar de perdonarte. Me aferré con obstinación a mi tonto orgullo sueco durante todas estas semanas. Fui incapaz de ver que, hasta que no te perdonara esa sola cosa, no podrías sentirte orgullosa de nada de lo que hicieras.
– Karl, no puedo cambiar lo que hice.
Esos ojos luminosos lo miraron, suplicantes, y él sabía que su esposa no debería sentirse así.
– Lo sé, Anna. Es algo que Kerstin me hizo ver. Me hizo ver que hacía mal en guardarte rencor por eso.
– ¿Hablaste… hablaste de esto con Kerstin, también? -preguntó, pasmada.
– No, Anna, no -le aseguró Karl-. Hablamos sobre otras cosas. Sobre el pastel de frutas y sobre una chica irlandesa que quiere usar trenzas suecas. Me hizo ver que estabas tratando de compensarme por cosas que no lo merecían, que estabas tratando de ser otras cosas que no necesitas ser. Me hizo ver que te estabas esforzando tanto por complacerme, que tratabas de ser sueca por mí.
Karl se levantó de la silla y se inclinó frente a Anna, apoyado sobre una rodilla.
– Anna -dijo, poniendo ambas manos sobre las rodillas de su esposa-, Anna, mírame.
Viendo que ella no hacía ningún movimiento, le puso un dedo debajo del mentón y se lo levantó. Penetró con la mirada esos grandes ojos castaños, donde gotitas brillantes pugnaban por asomar.
– Hoy has hecho todo esto por complacerme. Las hermosas cortinas de guinga, las flores y este vestido. -Levantó la mano hasta el cuello de la prenda y lo tomó entre los dedos. Elevó los ojos hasta su pelo, y un tono infinitamente tierno tiñó su voz-: Y estas terribles trenzas que no te sientan para nada porque tienes un magnífico pelo del color del whisky, que se obstina en rizarse a su antojo y opta por volar libremente, como debería ser. Todo esto lo haces para ganar aquello que era tuyo por derecho, desde siempre. Sólo que yo era muy terco para dártelo. ¿Sabes qué es eso, Anna?
Anna pensó que Karl se refería al derecho a su cuerpo, al acto de amor, pero no podía contestar a eso. Y se quedó, en cambio, callada.
– Es tu orgullo, Anna -continuó él-. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?
Se encogió de hombros en un gesto pueril.
– Estoy diciendo que cuando entré hoy en esta cabaña, me sentí empequeñecido y culpable por lo que te hice hacer aquí. Has tratado de esa manera tan tuya, que te hace tan querida para mí, mi pequeña Anna, de complacerme. Te has esforzado durante todas estas semanas. Soy yo el que te hace hacer una cosa como ésta.
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