– ¿No… no te gusta, Karl?
– Oh, Anna, mi pequeña Anna, me gusta tanto, que me dan ganas de llorar. Pero no lo merezco.
– Oh, Karl, estás equivocado. Mereces tan…
Le cubrió la boca con la punta de los dedos para hacerla callar.
– Tú eres la que merece todo, Anna. Más de lo que te he dado. No es suficiente que haya tomado mi hacha y derribado árboles para construir una casa; que haya trabajado la tierra y producido alimento para nuestra mesa; que te haya comprado una nueva cocina y una barra de jabón. Una casa es un hogar sólo por la gente que vive en ella. Una casa es un hogar cuando hay amor. Y entonces, si te doy todas esas cosas, ¿qué importancia tienen si yo no me entrego?
En ese estilo suyo, orgulloso y honorable, Karl mantuvo la mirada clavada en el rostro de Anna, mientras decía todo eso. Cuando un hombre habla de las cosas que significan mucho para él, no trata de ocultarlo en su semblante. Allí, frente a Anna, toda la pena, el deseo y la necesidad que sentía Karl Lindstrom se mostraban al desnudo en la expresión de esos ojos sobre los de la muchacha, de esos labios mientras hablaba, hasta de esas manos que ahora acariciaban el pelo rebelde, el cuello, luego la falda de guinga desplegada sobre las rodillas.
– Todos estos meses, mientras planeaba la casa de troncos, soñaba con esta primera noche que pasaríamos aquí y en cómo sería. Pensé en tenerte aquí y sentarnos juntos a la mesa, en hablar de muchas cosas, como lo haríamos, siempre, después de la cena. Y siempre soñé con un gran fuego en la chimenea, y en hacer el amor delante de ella. Ahora, Anna, descubro que, debido a mi estupidez, estuve a punto de perder esas cosas por las que tanto trabajé. Pero las quiero, Anna, las quiero todas, así como están esta noche. Esta hermosa mesa que has preparado, y tú, con este vestido almidonado, y…
Pero esta vez fue Anna quien apoyó los dedos temblorosos sobre los labios de su esposo para hacerlo callar.
– Entonces, ¿por qué hablas tanto, Karl? -murmuró con voz suave, temblorosa y anhelante.
El deseo en esos ojos hablaba de pasión, aun antes de tomar la cara de Anna entre sus dos manos y atraerla lentamente hacia él. Con los labios separados, los ojos cerrados, Karl tocó la boca de Anna con la de él, vacilante, mientras ella se sentía demasiado aturdida como para moverse.
– Perdóname, Anna -susurró con voz ronca-, perdóname por todas estas semanas.
Anna hundió la mirada en esos ojos azules, deseando que ese momento durara para siempre.
– Oh, Karl, no hay nada que perdonar. Soy yo la que debería pedir perdón.
– No -contestó Karl-, lo pediste hace ya mucho tiempo, la noche que fuiste a recoger frutillas para mí.
Todavía arrodillado, le apartó las manos y hundió el rostro en ellas, allí sobre la falda. Necesitaba tanto que ella lo acariciara, que le asegurara que lo había perdonado… Anna miró la cabeza de Karl, los mechones rubios que se ondulaban en el sombreado hueco de la nuca. El amor surgió a raudales, desbordó de sus ojos y nubló la imagen de Karl delante de ella.
En su interior, Anna comprendió que Karl necesitaba escuchar esas palabras que ella, sólo ella, podía decirle. Karl, que era todo bondad, cariño y ternura… Ese hombre necesitaba su absolución por una transgresión que sólo ella había cometido. Anna sintió la cara de Karl sobre la palma de su mano, y movió la otra para entrelazar los dedos en ese pelo rubio.
– Te perdono, Karl -dijo con dulzura.
Obtuvo la respuesta a sus palabras en la mirada de esos ojos azules, cuando Karl levantó la cabeza para contemplarla una vez más.
Luego la expresión de su semblante cambió por completo; se volvió más serena, más intensa. Karl se incorporó y, tomándola de los brazos, la obligó a levantarse. La empujó hacia su pecho y se inclinó para besarla, aferrado a los brazos de la muchacha como si fueran una tabla de salvación. Enseguida, le soltó los brazos, y los llevó a su propio cuello, deseoso de que también ella se aferrara a él.
Anna se unió a Karl en un beso ávido, salvaje y tumultuoso, que lo sacudió de los pies a la cabeza. Dentro de la boca abierta de Anna, la lengua de Karl saboreaba el gusto salado de las lágrimas mezcladas con el beso, acariciaba la lengua de la muchacha con la suya, tragaba la sal de su tristeza, se adueñaba de ella, para que Anna ya nunca más conociera las lágrimas a causa de él.
– No llores, Anna -le dijo al oído, cubriéndole la cara de besos, sosteniéndole la cabeza con las dos manos, como si temiera que se le escapara-. Nunca más, Anna -prometió. Le limpió las lágrimas con los labios y buscó luego el calor de la nuca; se inclinó hacia ella otra vez, la cara apoyada, ahora, en el hueco de los pechos, cubiertos por la guinga. Siguió deslizándose hacia abajo mientras la besaba, hasta que se arrodilló, con la cara apretada, ahora, contra el estómago de la joven, y sumergido en la fragancia de la manzanilla-. Anna, te he querido por más tiempo del que te imaginas.
Anna echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos cuando su esposo reclinó la cabeza sobre ella; Karl la sostenía con una mano, mientras con la otra recorría su cuerpo, ida y vuelta, tibia, firme y posesivamente, desde la depresión de la espalda hasta los huecos detrás de las rodillas.
– ¿Por cuánto tiempo, Karl? -preguntó insaciable, sumergida en una ola de sensualidad, bajo las caricias de Karl-. Dime… dime todo lo que soñaste en decirme mucho antes de que viniera.
Su voz sonaba como un alegre murmullo mientras esas enormes manos continuaban explorando sus curvas.
– Te quise desde antes de saber que existías, Anna. Amaba tu sueño. Empecé a quererte antes de dejar los brazos de mi madre. Te amaba cuando encontré esta tierra a la que te traería, mientras cortaba la madera para construir esta casa para ti, mientras recogía la cosecha para ti, mientras encendía el fuego para ti… He sabido, desde siempre, que estabas esperándome en alguna parte.
– Karl, levántate -susurró, suplicante-. Esperé tanto para sentirte otra vez abrazado a mí…
Se fue poniendo de pie lentamente, pasándole las manos por las piernas, las caderas, las costillas. La boca de Anna esperaba ansiosa su regreso.
Se abrazaron y se tocaron: rostro, pelo, hombros, pechos, lengua, caderas. Anna pudo, por fin, tocar el hueco de la espalda de Karl y pasar la mano dentro de sus pantalones.
– No puedo creer que me dejes tocarte, por fin -dijo, sin aliento. Su voz sonaba extraña aun a sus propios oídos: excitada, ansiosa, ronca.
– Nunca me lo pediste… nunca, Anna. -Tenía los ojos cerrados, respiraba con dificultad.
– Karl, no sabes cómo te miraba cuando estabas inclinado delante del fuego, cómo deseaba recorrer tu cuerpo con mis manos, como ahora.
– Y yo te miraba dentro de esos pantalones y quería poner las manos aquí… -Le acarició los pechos, el estómago-. Y aquí… y aquí…
– Tampoco tú tienes que pedírmelo, Karl -susurró, mientras las manos de Karl la liberaban.
– Anna, quiero encender el fuego, ahora. ¿Quieres mirarme mientras me inclino a prenderlo?
– Sí -susurró.
– Siempre soñé con el fuego.
– Sí… sí… -murmuró. La espera le parecía una gozosa agonía.
– Pero no quiero que me preguntes nada mientras lo enciendo.
– No preguntaré nada, Karl -susurró contra los labios de su esposo-. Enciende el fuego para mí, pero si yo no puedo preguntar, tú tampoco puedes.
– Sólo una cosa, Anna, pero ahora…
En lugar de preguntar de qué se trataba, Anna se movió sinuosamente contra Karl, adaptando sus propias curvas a las de él, prometiendo con el cuerpo lo que no decía con palabras.
– Echa el cerrojo, Anna, y corre esas cortinas que yo no pensé que necesitaríamos.
Tuvo que obligarla a separarse, y empujarla hacia la puerta mientras él iba hacia la chimenea y se arrodillaba delante de ella. Obtuvo viruta de madera dorada de los leños. Oyó el mido de las cortinas al correr sobre las varas de sauce. Al agacharse para tomar el chispero, sintió el ruido de la avellana al balancearse en el cordel contra los paneles de roble macizo de la puerta. Con la cara vuelta hacia el fuego, echó más leña para alimentar la flama creciente; oyó, entonces, el ruido de las chalas detrás de él, y luego, un extraño roce sobre el piso. Pero siguió mirando el fuego, arrodillado, hasta que la mano de Anna se deslizó lentamente por su espalda, su nuca, sus hombros; descendió luego por la espalda, cada vez más abajo, dentro de los pantalones, hasta que sacó afuera los faldones de la camisa. Acarició allí la piel desnuda, con los dedos extendidos en abanico, obligándolo a cerrar los ojos y deleitarse bajo el calor de las caricias.
– ¡Cómo contemplaba estos hombros al sol! -murmuró.
Levantó la camisa tanto como pudo y deslizó las manos hacia arriba; fue bajando, luego, los labios hasta la tibia piel de los hombros. Apoyado sobre una rodilla, un brazo suelto, Karl dejó caer la frente sobre el bíceps, mientras Anna recorría la espalda desnuda con la lengua.
– ¡Nunca sabrás cómo los contemplaba!
Karl giró para enfrentarla, y la vio, arrodillada detrás de él, sobre la pesada manta de piel de búfalo que había arrastrado desde la cama.
Las manos de Karl se movieron hacia las caderas de Anna, que se apretaron contra él seductoramente.
– ¿Los contemplabas como yo contemplaba estas caderas, cuando se movían dentro de los pantalones? -Ahora, las manos se deslizaron hacia arriba a lo largo de las costillas, hasta los pechos, otra vez- ¡Las veces que me pregunté si no estaba equivocado con respecto a lo que había dentro de esa camisa de tu hermano!
Anna se apretó contra la palma de su mano, todo su cuerpo invadido por la excitación.
– ¿Estabas equivocado? -preguntó.
A pesar de tener el firme pecho de la muchacha en una mano, respondió:
– Hay una sola forma de comprobarlo, cuando la memoria falla.
Jugueteó con los botones del vestido mientras Anna le mordía los labios.
– La memoria no puede recordar lo que los ojos no han visto, Karl -murmuró, y se animó a poner una mano en el lado interno de la rodilla, mientras Karl estaba arrodillado delante de ella.
– Pero has trabajado tanto para hacer tu hermoso vestido de guinga, que es una pena que tenga tan poco uso.
A medida que los botones se iban desprendiendo uno a uno, la respiración de ambos se hacía más agitada.
– Preferiría acostarme tranquilamente en el piso a que me arrugues y me aplastes el vestido -susurró contra los labios de Karl.
– ¿Eso prefieres? -preguntó a través del beso.
– Dijiste sin preguntas, Karl.
– Éstas no son preguntas, Anna. Son respuestas.
Luego la mano de Karl encontró el calor de sus pechos y siguió el valle entre las costillas hacia el cálido lugar que anhelaba su caricia.
Anna pestañó una vez cuando el contacto de esa mano le arrebató el aliento. Con los ojos abiertos otra vez, la muchacha movió la mano para tocarlo; era su turno ahora para las respuestas.
Cada uno se apoyaba en las manos del otro. Las de Karl se movían, explorando. Las de Anna hacían lo mismo. Se besaban, se tocaban, se hacían preguntas sólo con las manos.
– Cálido… -murmuró Karl en el oído de Anna.
– Duro… -murmuró Anna en respuesta.
– Hermosa… -dijo, sabiendo antes de ver.
– Hermoso… -respondió, sabiendo, también.
Perdieron el equilibrio y se sostuvieron. Lo recobraron y se separaron, mirándose profundamente a la luz del fuego que los iluminaba. Y luego hubo sólo vívidas sensaciones.
La luz y el calor acompañaban los movimientos de Karl. Las manos se ocuparon de los restantes botones del vestido; luego, cayeron en un gesto sugerente, mientras permanecía arrodillado frente a ella, con las piernas ligeramente separadas. El calor y la luz acompañaban los dedos de Anna cuando desabotonaron el frente de la camisa, y cayeron luego a los costados del cuerpo, en actitud de obediencia. Los hombros sedosos de Anna quedaron al descubierto, cuando Karl le bajó el vestido, y el reflejo de las llamas pareció danzar sobre un costado de su cuerpo. La piel dorada de Karl quedó expuesta, cuando la muchacha, respondiendo a su gesto, tomó la camisa en las manos y se la arrebató. Ojos amantes, cuando Karl tomó el ruedo de la combinación con ambas manos y lo empujó hacia arriba hasta que ella tuvo que levantar los brazos. Miradas arrobadoras mientras seguían allí arrodillados, dejando que el goce los invadiera. El tiempo contenía el aliento mientras Karl, lentamente, venciendo la última barrera, deslizaba las manos por las caderas de Anna y la despojaba de su última prenda. Anna sentía que el tiempo le latía dentro del pecho, mientras Karl le acariciaba los muslos, una vez más arrodillado delante de ella, esperando, en medio del resplandor dorado de los leños ardientes. La fuerza del amor, contenido durante ese largo verano, la empujó a acercarse a ese hombre para liberarlo del último freno de hilos tejidos que separaba sus cuerpos.
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