Los ojos de Sam brillaron de regocijo y comprensión.

– Lo has humillado delante de otro hombre. Eso es tan efectivo como patearle el trasero -le aseguró él, estrechándola entre sus brazos-. Puedes sentirte orgullosa, Regan. Le has demostrado que no te venció.

– Sí, eso he hecho, ¿verdad? -dijo ella, riendo-. Y además se me ha abierto el apetito -lo llevó hacia el salón, donde había dejado los menús. Acordaron pedir una pizza vegetariana y Regan llamó por teléfono para encargarla.

Cuarenta y cinco minutos después, estaban comiendo en la pequeña mesa de la cocina. Sam tendría que irse dentro de unas horas, pero Regan se negaba a pensar en eso ahora. No cuando estaba más relajada de lo que nunca había estado, ni siquiera durante las comidas con su familia o a solas con Darren. A Sam no le importaba qué tenedor usara primero, o que no usara ninguno en absoluto o no se pusiera la servilleta en el regazo. Poco a poco iba despojándose de las reglas que había respetado toda su vida, y éstas cada vez tenían menos importancia.

Sam había aparecido en el momento más oportuno y ella nunca lo olvidaría, ni a él ni aquel fin de semana tan emocionante que le había dado.


Sam contempló cómo Regan devoraba su pizza con deleite, chupándose la salsa de los dedos antes de dar el siguiente bocado. El encuentro con su ex la había acelerado, y era muy estimulante verla desbordada de adrenalina.

Apartó la caja de la pizza y se apoyó en los codos.

– Háblame de tu familia. ¿Por qué Dagwood los usó como medida de presión para hacerte daño? -le preguntó, violando la regla sagrada de sus aventuras al indagar en la vida privada de su amante.

Una aventura debía ser sólo eso, sencilla y sin ninguna dificultad para romper. Pero la atracción que sentía hacia aquella mujer era demasiado fuerte para limitarlo al plano físico. No que la interacción física no fuera espectacular, que ciertamente lo era, pero por desgracia no le resultaba suficiente.

– No te gustaría saberlo, créeme -dijo ella, obviamente avergonzada por la pregunta.

– Sí quiero saberlo, créeme -insistió él. Extendió la mano y esperó hasta que ella unió la palma a la suya-. Quiero saber qué te ha llevado a esta situación. Qué ha sido lo que nos ha juntado.

Ella se mordió el labio antes de hablar.

– Bueno, como podrás imaginar, tengo una familia autoritaria y controladora. Tienen ciertas… expectativas, y esperaban que yo las cumpliera. Mis hermanas ya lo han hecho. Mis padres no tienen ningún problema con ellas -apartó la mirada al recordar-. Pero no quería ser como mi madre ni como mis hermanas -se palpó vigorosamente el corazón-. Así que en vez de casarme muy joven y con la persona escogida por mi padre, siempre encontraba algún fallo en los pretendientes que me buscaban.

Sam sacudió la cabeza.

– Todo eso me parece muy anticuado.

Regan se echó a reír.

– «Anticuada» es la palabra que mejor define a mi familia. Y a todos los amigos de mis padres. Venimos de una sociedad muy elitista. Y por mucho que me decía a mí mismo que la aceptaba, en realidad me rebelaba. Rechazaba a todos los hombres que me presentaban. Mi familia me acusaba de ser muy exigente. Yo lo llamo ser selectiva -se levantó y se puso a limpiar la mesa.

Sin pensarlo, Sam también se levantó para ayudarla.

– Personalmente, no creo que debas casarte con alguien sólo por hacer feliz a tu familia. Y tu familia no debería esperar que te conformes con un hombre que no te hace feliz -dobló la caja de cartón por la mitad y la metió en la bolsa de basura que ella sostenía-. Deja que tire eso en el incinerador y seguiremos hablando.

Mientras se llevaba la basura por el pasillo, se permitió pensar por primera vez en el hombre con el que Regan se había comprometido. Un hombre acostumbrado al lujo y a todo de lo que Sam había carecido en su infancia, pero un hombre sin personalidad, que no asumía la responsabilidad de sus actos, que humillaba a una mujer si eso lo hacía sentirse mejor a ojos de los demás.

Era indigno de una mujer como Regan, y Sam se alegraba de que ella hubiera roto con él, aunque fuera un proceso doloroso.

Ella también se alegraba, de eso no había duda. Tal vez lo hubiera aceptado a él por despecho, y él tal vez había aceptado la invitación de una desconocida para tener sexo, pero en unas pocas horas los dos habían llegado mucho más lejos.

Volvió al apartamento y cerró la puerta. Regan había acabado de limpiar la cocina y había apagado las luces. Sólo el tenue resplandor de una lámpara le iluminaba el camino. Al entrar en el salón, encontró la bata de seda que Regan había llevado puesta. Lo interpretó como una invitación, y cuando se agachó para recogerla del suelo se detuvo y se llevó la seda al rostro. Al inhalar la fragancia de Regan se excitó al instante, antes de dirigirse hacia el dormitorio que aún no había visto. Colgó la bata en el pomo de la puerta y cruzó el umbral.

– ¿Regan?

– Estoy aquí -respondió ella, emergiendo de una puerta… con un body negro de seda.

La prenda ofrecía un contraste increíble con su pelo rubio y piel blanca. Los tirantes se entrecruzaban en los hombros. Un corpiño de encaje diáfano le cubría los pechos, revelando los pezones puntiagudos y la carne suculenta. Sam bajó la mirada. Tenía el vientre al descubierto, una visión irresistiblemente tentadora que le hizo la boca agua. Y más abajo, el encaje cubría sus secretos femeninos, pero el triángulo de vello rubio era visible bajo la tela semitransparente.

Sam estaba más excitado de lo que nunca hubiera creído posible, pero sabía que no habían acabado la conversación y que había mucho que deseaba saber sobre aquella mujer.

Dio un paso adelante.

– No te pareces a ninguna solterona que haya conocido en mi vida.

– Vaya… gracias, Sam.

– De nada.

Ella le indicó con el dedo que se acercara, imitando el gesto que él había hecho antes. El deseo ardía en sus ojos y su lenguaje corporal expresaba claramente una invitación.

– ¿Cómo acabaste viniendo a Chicago? -le preguntó él mientras se acercaba. Tenía que enterarse de lo más posible en el menor tiempo posible.

Regan se sentó en la cama y se arrastró con movimientos deliberadamente seductores sobre la colcha color crema.

– Darren es abogado -explicó, cruzando una pierna sobre la otra, tentándolo por un segundo fugaz con el atisbo de su carne desnuda-. Lo pusieron a cargo de una nueva oficina en Chicago, así que nos instalamos aquí. La boda también iba a celebrarse aquí.

– ¿Y tu familia lo aceptó? -preguntó él, bajándose la cremallera y bajándose los vaqueros.

Regan asintió.

– Mi madre estaba tan contenta de que finalmente hubiera encontrado a un hombre, que aceptó lo que fuera -dijo, palmeando el colchón, junto a ella.

Sam se desprendió de los vaqueros con un puntapié y se acostó en la cama. La colcha estaba tan fría como ardiente estaba su piel.

– ¿Cuántos años tienes para que estuvieran tan impacientes por buscarte marido?

– ¿Cuántos aparento? -preguntó ella con una media sonrisa.

– Ésa es una pregunta trampa, cariño. Y me niego a responderla por temor a meterme en problemas.

Ella abrió el cajón de la mesilla y hurgó en su interior. Sam pensó que estaría buscando un preservativo, y con la vista de su trasero apenas cubierto por la fina capa de encaje sintió que estaba más que preparado para usarlo.

– Tengo veinticinco -dijo ella, al tiempo que se volvía hacia él con el cinturón de su bata en la mano.

Él arqueó una ceja, bastante seguro de lo que Regan tenía pensado. Semejante posibilidad hizo que le resultara extremadamente difícil mantener la conversación.

– ¿Y con sólo veinticinco años tus padres se preocupaban de que tuvieras una aventura por miedo a un escándalo?

– Oh, sí -dijo ella, asintiendo seriamente-. Si mi madre hubiera descubierto que yo no era virgen, habría enviado a mi padre en busca del pobre Robby Jones con una escopeta.

– ¿Y eso no habría sido un escándalo aún mayor? -preguntó él.

– Un escándalo aceptable siempre que acabara en matrimonio -arrugó la nariz en una mueca de disgusto-. Es difícil explicar la forma de pensar que tienen mis padres si no lo has vivido -soltó un suspiro dramático.

Tenía razón, pensó Sam. Él había salido de un barrio que era un escándalo en sí mismo, de modo que no podía entenderlo.

– ¿Y si no les hubiera gustado el hombre en cuestión? ¿Habría usado tu padre la escopeta? -le preguntó riendo, pero en el fondo hablaba en serio. Después de conocer a Dagwood, podía imaginarse la reacción de los padres de Regan si sospecharan que un hombre iba detrás de su hija.

Era una posibilidad a la que él nunca tendría que enfrentarse, puesto que el domingo volvería a California. Faltaban menos de dos días. Entonces, ¿por qué la idea de esa desaprobación familiar le carcomía la garganta?

Regan tiró de los extremos del cinturón. El ruido sacó a Sam de sus pensamientos.

– Tranquilo, Sam. Mi padre no va a ir por ti para obligarte a que te cases.

– ¿Porque yo no cumpliría con sus expectativas, quizá?

Ella lo miró, tan sorprendida por la pregunta como él. Habían pasado años desde que su pasado lo incomodara, y le fastidiaba que volviera a pasarle justo ahora. Por culpa de una mujer.

Aquella mujer.

– ¿Sam? -lo llamó ella, dándose cuenta de que debía andarse con cuidado al tantear sus sentimientos. No sabía mucho de él, pero agradeció comprobar que también podía ser vulnerable. Y agradeció también la posibilidad de demostrarle que podía confiar en ella.

– ¿Qué? -preguntó él bruscamente.

– Cumples con todas mis expectativas -le dijo con una sonrisa sincera.

Cuando rechazaba a los hombres que sus padres le buscaban, siempre se decía que tendría que ver al mismo hombre en su cama todos los días. Y, por muy arraigados que tuviera los valores sureños, quería que al menos su marido la excitara. Darren había sido un buen partido, pero se había quedado corto. El sexo no había sido ni mucho menos espectacular, y ni siquiera la había hecho sentirse deseada. Aun así, había cedido a las presiones de su familia y había aceptado la proposición de Darren. Ahora se daba cuenta de que había sido una estúpida.

– ¿Y cuáles son esas expectativas? -le preguntó Sam-. ¿Qué es lo que soy?

– Eres todo un caballero -dijo ella. Se lo había demostrado aquella noche, antes y durante la visita de Darren. Regan se apoyó en las rodillas frente a él. Quería que escuchara lo especial que era-. Aparte de que eres terriblemente atractivo, sexy y que me excitas como nadie. Y por si eso no te resulta suficiente, sabes cómo acatar órdenes. Levanta las manos.

Sam obedeció, sin apartar la mirada de ella ni cuestionar su orden.

Regan le colocó las manos junto al cabecero de hierro y le ató las muñecas con el cinturón. Los dos sabían que él podría liberarse fácilmente si quisiera.

Pero ¿qué tendría eso de divertido?

Capítulo 5

Regan lo tenía justo donde lo quería, y maldito fuera si a él a no le gustaba estar allí. Disfrutaba de la expresión decidida que brillaba en los ojos de Regan y del modo en que se había hecho con el control de la situación. Aunque, naturalmente, el regocijo se acabó en cuanto ella se transformó en una depredadora sexual, y todo lo que pudo pensar fue en lo que tenía intención de hacerle.

– Has sido muy bueno conmigo, Sam. Has sido muy amable, me has ayudado a enfrentarme a Darren y todo eso siendo tú -le dijo ella con una sonrisa que alcanzó el corazón de Sam.

Rápidamente, se sentó a horcajadas sobre sus piernas. Lo único que los separaba era la dura erección de Sam.

– Es hora de devolverte el favor -siguió ella. Lo agarró con ambas manos y él apretó la mandíbula, intentando concentrarse para no ceder a la sensación. Aún no… Había aprendido mucho de ella, y había compartido más con Regan que con ninguna otra mujer. Pero, a causa de la traición de Dagwood y la consiguiente rebelión de Regan contra su pasado, ella no lo veía más que como una aventura de fin de semana. Tal vez fuera aquello lo que le hacía pensar que ella era la primera mujer que podría hacerle desear más.

Y, para empezar, preferiría que cualquier favor que fuera a devolverle estuviera basado en algo más que la mera necesidad física. Pero cuando ella empezó a masturbarlo a un ritmo constante, deslizando la palma a lo largo de su pene erguido en toda su longitud, supo que las reflexiones tendrían que esperar. La mano de Regan resbalaba hacia arriba y abajo, incrementando el calor y la intensidad con la fricción de la piel.

Ahogó un gemido y levantó las caderas para intentar acelerar el ritmo, pero con las muñecas atadas sus movimientos eran muy limitados y fue incapaz de conseguir nada.