Él suspiró.

– Disculpa, Willow. Sé lo ocupada que estás y estoy haciendote perder tu tiempo y el mío. -Su sonrisa se volvió más tierna, su voz más suave, pero sus ojos eran tan fríos como bloques de hielo-. Voy a necesitar una ayudante personal y quiero que sea Gracie.

– Ya veo. -Bajó los ojos consciente de que había recibido un ultimátum-. Entonces te diré lo que hay. Si la vuelvo a contratar, tendré que despedir a otra persona, andamos mal de presupuesto.

– No hay necesidad de despedir a nadie. Yo pagaré su sueldo, aunque será mejor que lo guardemos en secreto. Gracie es muy pesada con el tema del dinero. ¿Cuánto le pagais?

Willow se lo dijo.

Él negó con la cabeza.

– Ganaría más repartiendo pizzas.

– Es un empleo de principiante.

– No quiero ni suponer a donde iba a llegar aceptando ese empleo de principiante. -Se empezó a dirigir hacia el Thunderbird y después se paró.

– Una cosa más, Willow. Cuando hables con ella, quiero que le dejes una cosa totalmente clara. Dile a Gracie que está a mi cargo. Al cien por cien. Su único propósito en esta vida es tenerme contento. Soy el jefe y hace lo que yo le digo. ¿Lo has entendido?

Ella lo miró con desconcierto.

– Pero eso es contrario a todo lo que dijiste antes.

Él le dirigió esa amplia sonrisa que derretía a las mujeres.

– No te preocupes por eso. Gracie y yo ya nos arreglaremos.


*****

A las nueve de la noche, Willow todavía no había encontrado a Gracie, y ni siquiera el brutal entrenamiento al que Bobby Tom se había sometido en el gimnasio que había montado al lado del apartamento sobre el garaje había aliviado su frustración ante su incompetencia. Después de refrescarse en la ducha, se sentó en la tumbona del dormitorio de su casa de madera blanca que se asentaba en una pequeña arboleda a las afueras de Telarosa. La había comprado tres años atrás para no molestar a su madre cuando volvía a casa. En ese momento, el teléfono comenzó a sonar. Lo ignoró y dejó que el contestador automático saltara. La última vez que lo había mirado, el aparato había registrado diecinueve mensajes.

En las últimas horas, le habían hecho una entrevista para The Telarosa Timer, Luther había aparecido por la puerta para dar la vara sobre el Festival de Heaven, dos de sus viejas novias, junto con una mujer que no conocía, se habían presentado para invitarle a cenar, y su entrenador de secundaria le había preguntado si podía ir a uno de los entrenamientos de la semana siguiente. Lo que realmente quería era comprarse la cima de una montaña perdida en alguna parte y sentarse allí solo hasta que pudiera tolerar de nuevo a la gente otra vez. Lo habría hecho si no odiase tanto estar solo. Recordó que tenía treinta y tres años y que lo único que no podía ser era futbolista. Sólo recordarlo le hacía pensar que ya no sabía quién era.

Aún no se podía explicar por qué no se había deshecho de Gracie allá por Memphis, quizás porque aún seguía sorprendiéndolo. Estaba loca, pensó, recordando la manera en que había saboteado su coche y se había tirado delante de las ruedas. Pero además era simpática. Lo mejor de Gracie era que no importaba lo loca que estuviera, no lo aburría como muchas otras personas.

Cuando estaba con ella, no tenía que agotar toda su energía en tratar de ser él mismo. Y además lo divertía muchísimo, y en ese momento de su vida, eso era suficiente.

¿Dónde diablos estaba? Entre su inocencia y su maldita curiosidad, probablemente ya se habría metido de lleno en algún follón. Según Willow, nadie del pueblo sabía dónde estaba, sólo que había recogido el cheque de su salario en el hotel y se había ido. Él todavía tenía su maleta en el maletero. Aunque cualquier cosa que estuviera allí debía ser quemada por el bien de la humanidad. Excepto su ropa interior. Durante su strip-tease y cuando había saltado sobre la puerta de su coche, no había dejado de notar que Gracie tenía debilidad por la ropa interior bonita.

Impulsando sus piernas por un lado de la tumbona, se levantó y comenzó a vestirse. No quería que la gente de Telarosa pensasen que el éxito se le había subido a la cabeza, así que sustituyó sus Levi’s por unos Wranglers, luego se puso una camiseta azul claro, un chaleco negro de tela vaquera y unas botas. Antes de salir de la habitación agarró un sombrero vaquero del armario. Hasta ahora había logrado evitar entrar en el pueblo, pero con Gracie perdida, sabía que no lo podía posponer más.

Con una combinación de desesperación y resignación, se encaminó hacia un pequeño cuadro de una bailarina, la descolgó y marcó la combinación de la caja fuerte que ocultaba. Cuando la abrió, extrajo un joyero azul marino de terciopelo y levantó la tapa con el pulgar.

Dentro estaba el segundo anillo que había conquistado al ganar la Super Bowl [12].

El logotipo del equipo, tres estrellas doradas rodeadas de un círculo azul, estaba tallado en lo alto del anillo, las puntas de las estrellas eran diamantes blancos, mientras que el centro de cada estrella era un diamante amarillo algo más grande. Más diamantes formaban el número de la Super Bowl en cifras romanas y el año. Era grande y llamaba la atención, requisito imprescindible de cualquier anillo de la Super Bowl que se preciara.

Bobby Tom apretó los labios cuando lo deslizó en su mano derecha. Aunque siempre había sentido aversión por la joyería masculina llamativa, su reacción no se basaba en la estética. En primer lugar, llevar ese anillo lo hacía sentirse como uno de esos jugadores retirados con los que había tratado durante años; hombres que todavía trataban de vivir como si estuvieran en sus días de gloria cuando ya deberían haber dejado el pasado atrás. Bobby Tom recordó, que desde que se había roto la rodilla, nunca había querido volver a tocar ese anillo otra vez. Llevarlo puesto era un recordatorio de que ya había vivido los mejores años de su vida.

Pero ahora estaba en Telarosa -era el hijo predilecto de un pueblo moribundo- y lo que él sentía no importaba. En Telarosa tenía que llevar el anillo en el dedo, como todos sus predecesores, porque él sabía lo que significaba para todos los habitantes del pueblo.

Entró en la sala de estar y se acercó a una mesa redonda situada entre dos sillas doradas. La sobrefalda de la mesa tenía impresas flores rosa y lavanda sobre un fondo verde. Encima había un cenicero lleno con pequeños trozos de pétalos secos, justo al lado de una figura de cupido y unas caja de porcelana china. Bobby Tom la abrió y cogió las llaves de su camioneta.

Después de cerrar la caja de porcelana, miró a su alrededor y comenzó a sonreír. Paseó la vista por el papel de la pared color pastel, las cortinas de listas color caramelo recogidas a los lados de las ventanas. Los mullidos sofás de cretona con volantes que rozaban la alfombra; se recordó no dejar nunca más que una mujer que estuviera enfadada con él decorara su casa

Todo en esa habitación era femenino, rosa, floreado o tenía un volante. Algunas veces las cuatro cosas a la vez; aunque la decoradora -una antigua novia- había tenido cuidado de que no empalagara. Como no quería que ninguno de sus colegas se partiera de risa al verla, nunca había permitido que ninguna revista de decoración fotografiara el interior de esa casa en particular. Irónicamente, era la única que le gustaba realmente. Aunque no lo admitiría delante de nadie, esa casa tan cursi lo relajaba. Había pasado tanto tiempo en enclaves exclusivamente masculinos que entrar en ese lugar siempre lo hacía sentir como si estuviera de vacaciones. Desafortunadamente, al minuto de salir por la puerta principal, sus vacaciones terminaban.

En el espacioso garaje de detrás de la casa estaba aparcado el Thunderbird junto con su camioneta Chevy. Había instalado encima un gimnasio así como un pequeño apartamento donde alojaba a todas las visitas que no se pensaban dos veces presentarse en su casa de improviso sin avisar. Una pareja del pueblo se encargaban de todo cuando él no estaba, lo cual era la mayor parte del tiempo, porque estar en ese lugar que amaba más que cualquier otro del mundo era más doloroso de lo que podía aguantar.

Encendió el motor y condujo la camioneta por el camino de grava hacia la carretera. Al otro lado de la carretera, se veía la pista de aterrizaje que había hecho construir en el terreno sobrante. El Baron estaba guardado en un pequeño hangar al lado de la carretera, en medio de mesquites y nopal.

Dejó pasar un camión lleno de cerdos. Después, salió a la carretera asfaltada. Recordó todas esas noches de verano cuando sus amigos y él hacían carreras de coches en esa misma carretera. Luego bajaban al South Llano donde bebían demasiado y acababan vomitando. A los diecisiete años, había aprendido que no tenía estómago para el alcohol y no había sido un gran bebedor desde entonces.

Pensar en el río le recordó las noches que Terry Jo Driscoll y él habían pasado allá abajo. Terry Jo había sido su primera novia real. Ahora estaba casada con Buddy Baines. Su mejor amigo durante toda la secundaria, pero cuando Bobby Tom saltó al mundo, Buddy no había ido con él.

Alcanzó los límites del pueblo y vio el letrero que habían puesto cuando lo habían nombrado “Americano del año” su segundo año en la Universidad de Texas.


TELAROSA, TEXAS

POBLACIÓN 4.290

HOGAR DE BOBBY TOM DENTON

Y DE LOS TITANS DE TELAROSA


Se había hablado de quitar su nombre del cartel cuando había fichado por los Chicago Stars en vez de por los Cowboys. Había sentado mal en el pueblo ver como su hijo predilecto elegía Chicago en vez de Dallas, y cada vez que se acercaba la fecha de su renovación por los Stars, había recibido una serie de llamadas de los ciudadanos más prominentes urgiéndole a recordar sus raices. Pero le había encantado jugar en Chicago, especialmente después de que Dan Calebow se hubiera convertido en su entrenador. Además los Stars le pagaban los suficientes millones como para compensar la vergüenza de jugar con un equipo yanqui.

Pasó por delante de la pequeña urbanización donde vivía su madre. Ahora asistía a una Junta Educativa, pero habían hablado antes por teléfono y habían quedado pasar algún tiempo juntos el fin de semana. Hasta hacía poco, había pensado que su madre había asimilado la muerte de su padre. Había aceptado la presidencia de la Junta Educativa y participaba de voluntaria en varias organizaciones locales. Últimamente, sin embargo, había comenzado a pedirle opinión sobre cosas que no se la había pedido nunca: Si tenía que reparar el tejado o dónde debería ir de vacaciones. Aunque la quería mucho y se desvivía por ella, su creciente dependencia era inusual y le preocupaba.

Cruzó los carriles del ferrocarril, mirando hacia el depósito de agua elevado decorado con la T naranja del Instituto de Telerosa y luego bajó la vista a la Calle Mayor. La publicidad del Festival de Heaven en el toldo del viejo teatro Palace le recordó que tenía que llamar a sus compañeros uno de esos días para invitarlos al torneo de golf. Hasta ahora había rumiado la lista en su cabeza sólo para tener callado a Luther.

La panadería había cerrado desde su última visita, pero La cocinilla de Bobby Tom estaba todavía funcionando, junto con el Lavacoches Qwik de BT y La tintorería Limpieza en seco Denton. No todos los negocios de Telarosa llevaban su nombre, aunque algunas veces lo parecía. Hasta donde él sabía, nadie del pueblo había hablado nunca de un contrato de licencia, y si alguno lo había pensado, lo había descartado como una de esas gilipolleces de izquierdas. En Chicago, que los negocios usaran su nombre le habían proporcionado casi un millón de dólares al año, pero los ciudadanos de Telarosa lo usaban libremente sin pensar en pedir permiso.

Podía haber finalizado todo eso -si fuera cualquier otro lugar, lo habría hecho- pero estaba en Telarosa. La gente de ese pueblo creía que él era propiedad suya y los argumentos y explicaciones carecían de importancia.

Las luces del garaje de Buddy estaban apagadas, así que dobló la esquina hacia la pequeña casa de madera donde vivía su antiguo mejor amigo. Tan pronto como la camioneta pisó el camino de acceso, la puerta principal se abrió de golpe y Terry Jo Driscoll Baines salió corriendo.

– ¡Bobby Tom! -Él sonrió ampliamente mientras recorría con la mirada su cuerpo pequeño y regordete. Después de dos bebés y demasiados pastelillos, ella había perdido su figura, pero a sus ojos, era una de las chicas más bonitas de Telarosa.

Él saltó del camión y le dio un abrazo.

– Hola, cariño. ¿Pero alguna vez estás fea?

Ella le dio un golpe cariñoso.

– Eres un payaso. Estoy gorda como un cerdo y no me importa en absoluto. Vamos. Déjame verlo.