Él obedientemente extendió su mano para que ella pudiera ver su último anillo y ella dejó escapar un chillido de deleite que podría haberse oído en el supermercado de Fenner.

– ¡Guauuu! Es tan precioso que me ciega. Es más bonito que el anterior. Mira todos esos diamantes. ¡Buddy! ¡Buuuddyyy! ¡Bobby Tom está aquí, ven a ver su anillo!

Buddy Baines bajó lentamente del porche donde había estado esperando mientras los observaba. Por un momento sus miradas se encontraron y décadas de recuerdos flotaron entre ellos. Luego Bobby Tom vio el familiar resentimiento.

Aunque ambos tenían treinta y tres años, Buddy parecía más viejo. El pelo oscuro del arrogante quarterback que había conducido a los Titans a la gloria del fútbol había comenzado a escasear, pero aún era un hombre guapo.

– Hola, Bobby Tom.

– Buddy.

La tensión entre ellos no tenía nada que ver conque Bobby Tom hubiera estado antes con Terry Jo. Sus problemas habían comenzado porque aunque Buddy y Bobby Tom había llevado al instituto de Telarosa al campeonato de institutos de Texas, el único que había sido fichado por la Universidad y posteriormente se había hecho profesional era Bobby Tom. Incluso así, eran el uno para el otro su más viejo amigo, y ninguno de ellos lo había olvidado nunca.

– Buddy, mira el último anillo de Bobby Tom.

Bobby Tom se lo sacó del dedo y se lo tendió.

– ¿Quieres probártelo?

Con cualquier otro hombre, habría sido como frotar sal en una herida abierta, pero no era así en ese caso. Él sabía que Buddy creía que al menos un par de esos diamantes le pertenecian, y Bobby Tom lo creía también. ¿Cuántos miles de pases le había lanzados Buddy durante años? Cortos, largos, en los entrenamientos, sobre el campo. Buddy le había lanzado balones desde que tenían seis años y vivían el uno al lado del otro.

Buddy tomó el anillo y se lo puso en su dedo.

– ¿Cuánto cuesta un anillo como éste?

– No sé. Un par de miles, supongo.

– Ya, bueno, eso es lo que pensaba. -Buddy hizo como si valorara uno de esos caros anillos todos los días cuando Bobby Tom sabía que Terry Jo y él apenas tenían para llegar a fin de mes-. ¿Quieres entrar y tomar una cerveza?

– Esta noche no puedo.

– Vamos, B.T. -dijo Terry-. Tengo que hablarte de una amiga mia, Glenda. Acaba de divorciarse y sé que eres exactamente lo que ella necesita para olvidarse de sus problemas.

– Lo siento, Terry Jo, pero ha desaparecido una amiga mia y estoy preocupado por ella. ¿No le habrás alquilado un coche a una chica flaca con un pelo espantoso, no, Buddy? -Además de poseer el taller, Buddy tenía la franquicia de coches de alquiler del pueblo.

– No. ¿Forma parte de la gente de la película?

Bobby Tom asintió con la cabeza.

– Si la veis, apreciaría que me llamárais. Temo que se haya metido en algún problema.

Él charló con ellos unos minutos más y prometió oir todo lo de Glenda en su siguiente visita. Cuando se estaba yendo, Buddy sacó el anillo de la Super Bowl de su dedo y se lo tendió a Bobby Tom.

Bobby Tom no lo tomó.

– Voy a estar realmente ocupado los próximos dos días, y me temo que no voy a poder tener tiempo para ver pronto a tu madre. Sé que querrá verlo. ¿Por que no te lo quedas unos días y se lo enseñas tú? Lo recogeré el fin de semana.

Buddy asintió con la cabeza como si lo que Bobby Tom hubiera propuesto sólo lo apropiado y se volvió a meter el anillo en el dedo.

– Estoy seguro de que te lo agradecerá.

Después de haber eliminado la posibilidad de que Gracie hubiera alquilado un coche, Bobby Tom fue a hablar con Ray Don Horton, que poseía el depósito de coches de Greyhound, luego con Donnell Jones, el único taxista del pueblo, y, finalmente, con Josie Morales, que se pasaba la mayor parte de su vida sentado sobre las escaleras y vigilando lo que hacía todo el mundo. Como había jugado al fútbol tanto con niños negros como blancos o hispanos, Bobby Tom siempre se había movido libremente entre los límites raciales y étnicos del pueblo. Había invitado a todos a su casa y comido en sus mesas; se había sentido a gusto en todas partes, pero a pesar de su red de contactos, nadie con quien habló había visto a Gracie. Todos ellos, sin embargo, expresaron su desilusión de que no llevara el anillo y todos o tenían una chica que presentarle o necesitaban un préstamo.

A las once, Bobby Tom estaba convencido de que Gracie había hecho algo tan estúpido como irse en coche con un desconocido. Sólo pensarlo lo sacaba de quicio. La mayor parte de los texanos eran gente de principios sólidos, pero había muchos no muy recomendables y conociendo lo optimista que era Gracie con la naturaleza humana, era probable que se hubiera topado con uno de ellos. Además no podía creer que no hubiera intentado recuperar su maleta. A menos, claro, que no hubiera podido. ¿Y si le había ocurrido algo antes de que hubiera tenido la oportunidad?

Su mente se rebeló ante ese pensamiento, y se encontró pasando delante de la comisaría para hablar con Jimbo Thackery, el nuevo jefe de policía. Jimbo y él se habían odiado desde la escuela primaria. No recordaba como había comenzado, pero cuando llegaron a secundaria y Sherri Hopper decidió que prefería los besos de Bobby Tom a los de Jimbo, el resentimiento había aumentado hasta convertirse en algo de escala mundial. Cuando Bobby Tom regresaba al pueblo, Jimbo siempre encontraba alguna excusa para tomarla con él, pero de alguna manera Bobby Tom no podía imaginarse que el jefe de policía no lo ayudara a encontrar a Gracie. De todas maneras, decidió intentarlo una última vez antes de entrar en lo que recibía la dudosa denominación de Departamento d e Policía de Telarosa.

El Dairy Queen, estaba situado en la zona oeste del pueblo y servía de centro comunitario no oficial de Telarosa. Allí, las Oreo y los Mr. Mistys lograban lo que ninguna garantía constitucional de la legislación americana había podido lograr. El DQ lograba que todos los de Telarosa se consideraran y trataran como iguales.

Cuando Bobby Tom llegó al aparcamiento, pasó con la camioneta entre un Ford Bronco y un BMW. Había una variada colección de vehículos familiares, un par de motocicletas y una pareja hispana que no conocía subiéndose en un viejo Plymouth Fury. Como era una noche entre semana, no había mucha gente, pero aún así, había más de los que quería ver, y si no hubiera estado tan preocupado por Gracie, nada lo hubiera hecho entrar en ese panteón a sus viejas glorias, el lugar donde sus compañeros de equipo de secundaria y él celebraban las victorias los viernes por la noche.

Aparcó en el extremo más alejado de la puerta y se obligó a sí mismo a bajar de la camioneta. Sabía que, salvo usar un altavoz, era la manera más rápida de saber algo de Gracie, pero aún así, desearía no tener que entrar. La puerta del DQ se abrió y salió una figura familiar. Maldijo entre dientes. Si alguien le hubiera pedido que hiciera una lista de gente que no querría ver en ese momento, el nombre de Wayland Sawyer ocuparía el lugar justo debajo de Jimbo Thackery.

Cualquier esperanza que hubiera tenido de que Sawyer no le viera quedó desterrada cuando el dueño de Tecnologías Electrónicas Rosa bajó a la acera y se paró con un helado de vainilla en la mano.

– Denton.

Bobby Tom saludó con la cabeza.

Sawyer tomó un poco de helado mientras clavaba en Bobby Tom una fría mirada. Cualquiera que viera al dueño de Tecnologías Rosa con su camisa de cuadros y sus vaqueros habría creído que era un ranchero en lugar de uno de los hombres de negocios más importantes de la industria electrónica y el único hombre de Telarosa que era tan rico como Bobby Tom. Era un hombre grande, no tan como alto como Bobby Tom, pero sólido y rudo. A los cincuenta y cuatro años, su cara era atractiva, pero demasiado ruda para ser clásicamente guapo. Su pelo oscuro y tieso estaba muy corto y salpicado de gris, pero la línea del pelo no se había retirado. Era como si Sawyer hubiera puesto un límite invisible en su cuero cabelludo y hubiera desafiado a su pelo a traspasarlo.

Desde que habían surgido los rumores sobre el cierre de Tecnologías Rosa, Bobby Tom había considerado asunto suyo aprender todo lo que pudiera sobre su dueño antes de ir a reunirse con él en marzo pasado. Way Sawyer había sido un chico pobre e ilegítimo del lado malo de Telarosa. Cuando era un jovencito, había acabado en la cárcel por todo tipo de robos o peleas. La marina le había proporcionado disciplina y educación y cuando se había licenciado, había sacado un título en ingeniería. Después de graduarse, había ido a Boston, donde, con una combinación de inteligencia e implacabilidad, había ascendido en la industria emergente de los ordenadores, haciendo su primer millón a los treinta y cinco años. Se había casado, había tenido una hija y luego se había divorciado.

Aunque los de Telarosa habían seguido su carrera, Sawyer nunca había regresado al pueblo. Por consiguiente, todo el mundo se sorprendió cuando después de anunciar su retiro de la empresa, había mostrado un gran interés por Tecnologías Rosa y había anunciado su intención de adquirir la compañía. Tecnologías Rosa era una patata para un hombre con la reputación de Sawyer y habían aparecido rumores sobre que cerraría la planta y trasladaría todos los contratos a una planta de San Antonio. De ahí en adelante, los ciudadanos de Telarosa habían estado convencidos de que Sawyer sólo había comprado Tecnologías Rosa para vengarse del pueblo por no haberlo tratado mejor cuando era niño. Por lo que Bobby Tom sabía, no había negado el rumor.

Sawyer señaló con el cono la rodilla lesionada de Bobby Tom.

– Veo que ya no llevas bastón.

Bobby Tom apretó los dientes. No le gustaba pensar en esos largos meses cuando se había visto forzado a caminar con bastón. En marzo pasado, durante su recuperación, se había encontrado con Sawyer en Dallas a instancia del consejo municipal para tratar de persuadirle de no cerrar la planta. Había sido una reunión infructífera, y Bobby Tom le había tomado una fuerte aversión a Sawyer. Cualquiera que fuera lo suficientemente cruel como para arruinar el bienestar de un pueblo entero no merecía llamarse ser humano.

Con un golpecito de la muñeca, Way lanzó su cono apenas sin comer sobre el cesped quemado.

– ¿Cómo llevas la retirada?

– Si hubiera sabido que me divertiría tanto, lo habría dejado hace un par de años -dijo Bobby Tom con expresión dura.

Sawyer se chupó el pulgar.

– He oido que vas a convertirte en una estrella de cine.

– Alguno de nosotros dos tiene que traer dinero al pueblo.

Sawyer sonrió y sacó un juego de llaves del bolsillo.

– Hasta la vista, Denton.

– ¿Bobby Tom, eres tú? -El chillido de mujer provenía de un Olds azul que justo acababa de entrar en el aparcamiento. Toni Samuels, que había jugado al bridge con su madre durante años, corrió hacia él y luego se detuvo al ver con quien estaba hablando. Su cara pasó de la bienvenida a la hostilidad. Nadie ocultaba que Way Sawyer era el hombre más odiado de Telarosa, en el pueblo lo consideraban un paria.

A Sawyer no pareció importarle. Palmeando las llaves, le dirigió a Toni un saludo cortés con la cabeza y luego se giró hacia el BMW granate.

Treinta minutos más tarde, Bobby Tom aparcaba delante de una gran casa blanca de estilo colonial en una calle sombreada de árboles. La luz que salía de las ventanas delanteras salpicaba la acera cuando se acercó. Su madre era como una lechuza, lo mismo que él.

El que nadie en el DQ hubiera visto a Gracie había aumentado su preocupación y había decidido detenerse y ver si a su madre se le ocurría alguna idea más de cómo localizar a una persona desaparecida antes de visitar a Jimbo. Conservaba una copia de la llave debajo de la maceta de geranios, pero llamó al timbre porque no quería asustarla.

La espaciosa casa de dos pisos tenía los postigos negros y una puerta roja como los arándanos y una aldaba de latón. Su padre, que había levantado una pequeña agencia de seguros que durante años fue la más exitosa de Telarosa, había comprado la casa cuando Bobby Tom fue a la universidad. La casa donde Bobby Tom había crecido era una pequeña casa de un solo piso que el consejo municipal había cometido la tontería de querer convertir en atracción turística, y que estaba al otro lado del pueblo.

Suzy sonrió cuando abrió la puerta y lo vio.

– Hola, cielito.

Él se rió del nombre con el que lo llamaba desde que podía recordar y, entrando, la cogió por la barbilla. Ella colocó sus brazos alrededor de su cintura y le dio un abrazo.

– ¿Has comido algo?

– No sé. Supongo.

Ella lo miró con tierna reprimenda.

– No sé por qué tuviste que comprar esa casa cuando yo tengo tantas habitaciones vacías. No comes bien, Bobby Tom. Sé que no lo haces. Ven a la cocina. Me ha quedado algo de lasaña.